Arturo Alcalde Justiniani
La Jornada/8 de mayo de 2010
La imagen del sindicalismo frente a la sociedad es negativa. Así lo acreditan las encuestas que lo ubican, junto con policías y legisladores, en los peores lugares de popularidad. Esa percepción deviene de los vicios de control y corrupción en que incurren líderes, que lo han convertido en negocio. El imaginario público suele vincularlo con personajes como Carlos Romero Deschamps, del gremio petrolero, o Víctor Flores, del ferrocarrilero, lo que con toda razón causa rechazo popular. Basta ver sus lujos, guaruras y desplantes para entenderlo; sin embargo, hay otro mundo posible: el verdadero sindicalismo, reconocido como un medio privilegiado para construir equidad, justicia social y concertación productiva.
Al margen de los grandes sindicatos y contratos colectivos existe otro espacio, el de los pequeños y medianos centros de trabajo en el cual laboran la mayoría de los trabajadores, donde los abusos y falta de protección son una constante creciente. El miedo a perder el empleo y la ausencia de mecanismos eficaces para hacer efectiva la ley favorece su estado de indefensión. Los patrones de estos centros laborales suelen considerar casi un agravio personal que sus trabajadores les exijan un salario digno, una jornada humana o la inscripción a la seguridad social; ni se diga del intento de formar un sindicato auténtico.
Datos recientes acreditan que en ese sector, sólo un trabajador de cada 100 forma parte de un sindicato real. Por este motivo, su condición forma parte sustancial de la queja presentada ante la Organización Internacional del Trabajo por las entidades sindicales más representativas del mundo. El caso de los contratos de protección patronal es denunciado en la queja número 2694, mediante la cual, se reclaman cambios al modelo laboral mexicano, tanto en el ámbito federal como local, por el incumplimiento a los convenios internacionales relacionados con la libertad sindical y la contratación colectiva. En días recientes se dio una oportunidad excepcional para que sindicalistas y observadores extranjeros conocieran de manera directa la precariedad en que se encuentran los hombres y mujeres que viven de su trabajo en nuestro país. Así lo demuestran los pronunciamientos y compromisos de las distintas delegaciones participantes en el Tribunal Internacional de Libertad Sindical, el Foro Social Mundial y la trigésima sexta convención ordinaria del sindicato minero. Es difícil encontrar en el pasado tanta solidaridad internacional. Por ello los gobiernos deberían empezar a tomar en serio los impactos de estas denuncias. No pueden seguir tapando el sol con un dedo.
Estas delegaciones han conocido de cerca las agresiones a los trabajadores mineros, incluyendo la maniobra de imponer en Cananea, Sonora, un sindicato patronal y peores condiciones de trabajo, aun a riesgo de una masacre; acompañaron en el Zócalo a los huelguistas de hambre del Sindicato Mexicano de Electricistas, extremo al que han sido obligados para lograr una negociación que en cualquier país democrático sería un proceso común. No se pudieron explicar que, a pesar de su liderazgo, Napoleón Gómez Urrutia o Martín Esparza carezcan de “toma de nota”, instrumento de control gubernamental, impensable en sus países de origen. Tampoco encontraron motivo por el cual se persigue a los técnicos y profesionistas petroleros que han decidido sindicalizarse.
La ola de solidaridad internacional que fraternalmente nos ha cobijado en estos días, llegó también hasta los valientes huelguistas de la gasolinera Belem, ubicada en calzada de Tlalpan y Coruña en la ciudad de México. Los delegados escucharon la compleja historia de este sector, representativo de muchos otros, donde los trabajadores luchan por que los patrones no les quieren pagar ni siquiera salario y sólo viven de sus propinas, porque se les niega el derecho a la seguridad social y son objeto constante de grupos de presión al servicio de los empresarios. Las renuncias en blanco, la obligación de “pago de piso” para permitirles trabajar y la ausencia de una autoridad que vigile el cumplimiento mínimo de la ley fue tema de reflexión e indignación compartida.
Los huelguistas de Belem llevan casi 40 días en su movimiento, enfrentados no sólo a una patrona soberbia que amenaza desalojarlos, sino también a la actitud de la Junta Local de Conciliación y Arbitraje, la cual se niega a entender la justeza de su lucha, llegando al extremo de declararla inexistente porque la empresa alega que los trabajadores contratados por ella de manera irregular no están incluidos en su nómina formal, ni en la lista de afiliados al Instituto Mexicano del Seguro Social. Fue necesario acudir a la justicia federal para obtener un amparo, otorgado por el juez segundo de distrito en materia de trabajo en esta ciudad, quien consideró ilegal la decisión de la junta y ordenó se dictara nueva resolución ajustada a la ley. “¿Y la negociación?” –preguntaron los delegados internacionales–. “No han existido pláticas” –respondieron los trabajadores–. “Ni la Junta ni la patrona nos han convocado; parece que están muy enojados. En lugar de negociar, se han dedicado a desprestigiarnos, dando a la prensa información falsa sobre nuestro sindicato, el STRACC y la huelga”, mostrándoles un reportaje publicado en el periódico Reforma (4/5/10, p.8) que, apoyado en fuentes de la propia autoridad laboral busca justificar la represión. Uno de los huelguistas afirmó: “No vamos a caer en provocaciones; ya sufrimos agresiones al estallar la huelga, cuando la patrona trajo un camión lleno de golpeadores. Finalmente, sabemos que una lucha sólo se pierde cuando se deja de luchar”.
Una frase de Héctor Castellano, representante de las centrales sindicales del Cono Sur, lo dice todo, “por lo que veo, ustedes se encuentran peor que los trabajadores del siglo XIX”.
*De cómo luchar por tus derechos y no morir en el intento
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