Humberto Musacchio
Excélsior/27 de mayo de 2010
Convocado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, hace unos días se celebró en Querétaro un congreso de quienes integran el Sistema Nacional de Investigadores, creado en 1984 después de que la debacle lopezportillista sumió a las universidades (y al país) en una crisis que redujo drásticamente los ingresos de nuestros sabios, los dejó sin la posibilidad de continuar sus investigaciones y, lo que es peor, de solventar las necesidades básicas de sus familias.
El SIN se propuso compensar la caída de los salarios mediante un sistema de becas. Igualmente, trató de evitar que por falta de recursos se suspendieran investigaciones o se pospusieran proyectos científicos, lo que en la práctica representó entregar partidas adicionales a las depauperadas universidades públicas (en las universidades privadas, salvo tres o cuatro excepciones, no hay investigación).
Si bien se logró elevar las percepciones de miles de investigadores, a corto plazo el Sistema mostró sus limitaciones, pues para mantenerse dentro de él o ascender de categoría —y recibir más “estímulos”— se requiere la publicación de libros o de artículos científicos en revistas arbitradas, dirigir tesis de posgrado, asistir a congresos, simposios y otras reuniones de la especialidad respectiva y desempeñar otras tareas. Sobra decir que, para cumplir con estas exigencias, que no son pocas ni de fácil concreción, los investigadores deben dedicar mucho tiempo a tocar puertas con el fin de obtener apoyo en la adquisición de equipo y materiales, pedir boletos de avión y viáticos que permitan ir a congresos o para ver aprobado un proyecto.
Sin embargo, el mayor daño a la ciencia proviene de que, para sumar los puntos necesarios, los investigadores, sobre todo los de ciencias sociales, se dedican en gran medida al puntismo. Esto es, cada vez escriben menos libros, porque resulta más fácil publicar artículos que frecuentemente son variantes o refritos de artículos ya publicados por el mismo autor, lo que ha hecho decir a algunas de nuestras eminencias que ya no se emprenden trabajos de gran aliento, sino que se busca nada más cubrir el expediente con las necesarias páginas publicadas, pues el tiempo que debería dedicarse a la investigación se destina a llenar formularios, enviar solicitudes, pedir a los encumbrados un empujón y, en general, a perder el tiempo en tareas que no son las propias del científico.
Por si fuera poco, el SIN está enfermo de centralismo y sólo uno de cada tres becarios es mujer. Para colmo, pocas científicas llegan al nivel tres y lo hacen con muchos más años que sus pares de sexo masculino. Otro problema es que los académicos becados se niegan a jubilarse en tanto que eso significa ver reducido su ingreso a la tercera o quinta parte de quienes se hallan en activo, pues el salario base sigue siendo igual de miserable que hace 25 años.
Como es evidente, el Sistema Nacional de Investigadores no estimula la producción científica ni sirve a la autonomía nacional en este campo.
Algo semejante puede decirse del elefantiásico Conacyt, que no ha podido resolver el problema de los bajos salarios de los investigadores, su arraigo en el país ni el desarrollo de una ciencia propia.
De ahí que Rosaura Ruiz, la presidenta saliente de la Academia Mexicana de Ciencias, proponga que el Conacyt se transforme en una secretaría de Estado y se replantee todo lo referente al Sistema Nacional de Investigadores. Se antoja indispensable pero, ¿la habrán escuchado?
*Periodista y autor de Milenios de México
hum_mus@hotmail.com
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