José Antonio Crespo
Excélsior/7 de mayo de 2010
En el debate sobre cómo conformar mayorías gobernantes y estables, no considero que quienes proponen ciertas fórmulas electorales para generarlas sean autoritarios; las hay en diversas democracias, sin que por ello dejen de ser tales. Una mayoría gobernante (absoluta) no implica una mayoría hegemónica (calificada) que permite que un solo partido pueda modificar la Constitución. Las mayorías hegemónicas unipartidistas no son compatibles con la democracia. Desde luego, el autoritarismo es un sistema mucho más funcional y eficaz en el proceso de toma de decisiones; el problema es que éstas probablemente beneficiarán sólo a quienes detentan el poder, en detrimento de todos los demás. El reto democrático es combinar un sistema eficaz de decisiones (aunque no sea tan ágil y eficiente como el autoritarismo) con ciertos contrapesos, para que lo decidido beneficie con más probabilidad al conjunto de la colectividad. Pero eso, que suena muy bien, no es nada fácil de lograr en la práctica: tendemos a irnos a un lado (concentración excesiva de poder) o al otro (parálisis, lentitud, decisiones que terminan por no satisfacer a nadie).
Yo mismo estoy convencido de que conviene más tener mayorías gobernantes y estables, pero, en un sistema multipartidista, deben lograrse a través de una coalición gobernante (con dos o más partidos). Sin embargo, en un sistema presidencial, esa es una alternativa no tan fácil de lograr, menos cuando éste tiene tres partidos grandes que son opción de gobierno. Aun con un sistema puro de mayoría relativa, no siempre se logra la mayoría absoluta (como lo sugieren los comicios ingleses de ayer). Entre los “mayoritaristas”, hay también distinciones: aquellos que buscan una mayoría gobernante para dar más respaldo al programa del gobierno. Otros se conforman con que haya mayoría absoluta de un partido, aunque no sea del gobernante, lo cual, lejos de favorecer el impulso del proyecto gubernamental, podría entorpecerlo o de plano bloquearlo. Pero sostienen que de esa forma el público podrá dilucidar con claridad qué partido es responsable de que las reformas avancen o se detengan y, así, provocar un costo o una recompensa política.
Claudio López Guerra, investigador del CIDE, ha propuesto en estas páginas una fórmula heterodoxa y controvertible, pero sin duda imaginativa: para combinar mayorías gobernantes sin sacrificar la pluralidad partidista (esto último, efecto de eliminar las plurinominales, y, en menor grado, de fórmulas de sobrerrepresentación o cláusulas de gobernabilidad), propone un voto diferenciado en el Congreso. Partiendo de una representatividad pura (donde el porcentaje de votos se traduce en el mismo porcentaje de curules), el partido que configure una mayoría relativa tendrá derecho a que su voto, en conjunto, tenga un valor de la mitad más uno. El efecto sería semejante al de la “cláusula de gobernabilidad” o la “creación de mayorías artificiales”, pero sin sacrificar la pluralidad legislativa. Como contrapeso, si la oposición en consenso (100 %) veta la resolución tomada por esa mayoría legislativa, se echará abajo. Propuesta controvertible, sin duda, pero sugerente y novedosa.
Me parece, con todo, que la queja de los mayoritaristas no quedaría saldada con las fórmulas que proponen, pues las famosas reformas estructurales, hoy empantanadas, en general exigen cambios a la Constitución. Requieren una mayoría calificada. Un solo partido no basta. Y si se pretende dar al partido gobernante esa capacidad, se tendría que incorporar una “cláusula de gobernabilidad hegemónica”: el partido que detente el Ejecutivo se haría acreedor a tener mayoría calificada en ambas cámaras del Congreso (cualquiera que sea su votación real), así como garantizar la mayoría en la mitad más uno de los congresos estatales. Sólo así se podría destrabar el terreno para aplicar las reformas estructurales por un solo partido, prescindiendo de las alianzas y las negociaciones legislativas. Los electores, por mayoría relativa, decidirían eligiendo al Ejecutivo, qué reformas estructurales han de aprobarse (pues cada partido tiene propuestas distintas), ya sin tantas trabas democráticas. Así de complicado el asunto, y así de ineficaces las propuestas de los mayoritaristas, pues no se resolvería el problema que detectan con mayorías absolutas: se requerirían mayorías hegemónicas, que quedaron atrás en 1988 (pero que, me temo, algunos empiezan a añorar).
Las famosas reformas estructurales hoy empantanadas, en general exigen cambios constitucionales.
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