Hermann Bellinghausen
La Jornada/24 de mayo de 2010
En el detalle está el delirio. Nos estamos volviendo una nación de técnicos forenses. En la vida diaria, en los temas de sobremesa que no nos espantan el apetito, en la ineludible experiencia mediática a que estamos expuestos día tras día. La niña Paulette es célebre por estar muerta, pero ¿cómo fue? Las hipótesis de su deceso fueron por 15 días deporte nacional, para acabar todas en el basurero. Resultó que la más descabellada era la buena, la oficial. Todas las hipótesis concebidas masivamente, estimuladas en horario triple A por cortesía de los noticieros y decoradas vía Twitter, fueron un pasatiempo. Inútil fue el linchamiento público de los padres (expertos en materia de reality shows: se llevaron de calle al procurador Bazbaz, mero producto de la Universidad Anáhuac, que no tiene mucho que presumir estos días).
Las expresiones de racismo contra los patrones o contra sus mucamas, siempre en clave de vituperio, resultaron tan estériles como la gratuidad impune de acusar, y al final absolver sin pruebas. Como demostración de que hay democracia, proliferaron sondeos sobre el sonadísimo caso. Aunque a la postre el esperpéntico procurador mexiquense impusiera, con su cara más dura, la versión científica de que la desafortunada criatura se deslizó bajo el colchón de su propia cama, se asfixió solita y quedó en tal acomodo que tomó más de una semana dar con el cadáver, mientras encima iban y venían policías y cámaras de video buscándola precisamente a ella. Sobre Paulette difunta se habría sentado la madre para conceder holgadas entrevistas que vieron millones.
El episodio no pasa de una mala lectura de “la carta robada” de Edgar Allan Poe, pero da idea de cuánto hemos progresado como sociedad mediática, obligados a poner la imaginación al servicio de estas escabrosas cuestiones. Los primeros decapitados nos cogieron por sorpresa, no lo podíamos creer. Ahora sólo llevamos la cuenta, ya aprendimos a figurarnos esa violencia, o la del “pozolero”.
Hace un par de décadas, fotógrafos e instaladores de vanguardia, tal vez admirados de la obra del estadunidense Joel-Peter Witkin, exploraron las morgues y se animaron a montajes tenebrosos e inquietantes con pedazos de persona, o bien los fiambres “intervenidos”, o cabezas sin cuerpo en un plato de sopa. En 1990 parecían necrofilia, mal gusto, ganas de epatar a los críticos. Hoy entendemos que fueron precursores de una nueva sensibildad colectiva.
Los detalles del colchón de la niña palidecen ante nuestro conocimiento sobre la forma en que los bandos disparan en escenarios diversos como el Tecnológico, alguna caseta de cobro, el patio de una fiesta juvenil, el centro comercial, el hospital asaltado, la glorieta concurrida. Nuestra erudición balística no conoce límite.
Al calor de la brutalidad, los discursos del gobierno se desbordan. Los velorios son tensos. Las cámaras no se pierden un solo teatro de hechos sangrientos, aunque terminen matizadas por estadísticas oficiales que insisten en que todo es cosa de “percepción”, de buena o mala prensa.
Ello no basta para descalificar la “subjetividad” de la gente en Cuernavaca, Uruapan, Monterrey, Torreón, Juárez, Durango, Tampico, Acapulco, donde cualquiera conoce o sabe de alguien que trabaja para la “maña”, los “malos”, y gana bien, o de alguien que debe pagarles protección y pleitesía. Quién no sabe de la hermana de una vecina que iba a casarse con un joven prometedor y formal y un buen día el novio apareció, incompleto, en una bolsa de súper, en el zaguán de la novia. ¿En qué andaría? Y punto. Esto, por no mencionar a los jocosamente llamados “falsos positivos”.
La información nos alerta. La sociedad es más realista, pero ¿no se devalúa ante sí misma y el mundo? De paso, los escandalosamente numerosos muertos y desaparecidos por represión política y paramilitarismo se diluyen en medio del desorden anestesiado, como si todo fuera lo mismo.
Como transeúntes estamos expuestos a cuerpos ensangrentados en la vía pública. Los niños los ven, queramos o no, y eso si no les tocó además una balacera al salir de la escuela o llegar a casa. Es lo que tenemos ahora, envuelto en palabras de evasión, mentira y burla descarada por parte de gobernadores, jueces, procuradores de justicia, el presidente, su imperturbable secretario de Gobernación, los golpeadores y difamadores secretarios de Trabajo y Energía, los congresistas, los comentaristas.
“Seguridad” es el tema preferido de los candidatos. Y el horror inducido, el nuevo método de enseñanza para la población. Los close ups del colchón de la niña, los 2 mil impactos de bala en la camioneta emboscada, el suelo manchado de sangre en bailes y velorios, los huesos en el desierto, ya no se llaman “morbo”: son hábito.
Antes se decía, equívocamente, que en el México burocrático Kafka hubiera sido costumbrista. Hoy se diría de Witkin: sus montajes cadavéricos son costumbristas.
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