Alain Touraine
El País/28 de mayo de 2010
Cuáles deben ser en el futuro las relaciones entre la Unión Europea y Estados Unidos? La cuestión ha sido planteada por Barack Obama a través de sus críticas acerbas a la incapacidad de decisión de los europeos y también con sus gestos hirientes, en particular hacia España, no por sí misma, sino como actual responsable de la presidencia de la Unión Europea. Las críticas de Obama son tanto más importantes cuanto que un gran número de europeos las comparten. La participación de la UE como tal en las decisiones que impidieron que la crisis actual degenerase en catástrofe fue casi invisible; aunque sí fueron activos, a título individual, países como Reino Unido, Alemania y Francia. A continuación, los europeos demostraron que no querían desempeñar un papel activo en la política mundial al elegir como presidente y como ministra de Asuntos Exteriores de la UE a unas personalidades poco conocidas y, en lo que respecta a la segunda, poco preparada para asumir su papel.
Todo se desarrolla como si los europeos hubiesen decidido dejar que EE UU se siga ocupando de los asuntos mundiales, mientras ellos se consagran a la tarea, casi infinita, de terminar su integración, ahora mediante la incorporación de los países balcánicos, sin ni siquiera examinar seriamente los sólidos argumentos presentados por muchos en favor de la entrada de Turquía, país que, sintiéndose indeseable en Europa, se esfuerza por volverse hacia las sociedades islámicas.
Si añadimos que el muy débil crecimiento previsto para Europa en un futuro probablemente prolongado va a mermar su presencia en un mundo en el que numerosos países progresan a grandes pasos, cabe preguntarse si, tanto objetiva como subjetivamente, Europa no se ha adentrado en la vía de un declive que solo será doloroso a partir de la generación de nuestros nietos o la de nuestros bisnietos.
Le corresponde a la opinión pública europea abrir un debate en el que los dirigentes del continente no quieren entrar. Muchos responderán que la suerte está echada, que cierto número de países europeos, y no siempre los más débiles, están amenazados de quiebra y que pocos son capaces de seguir el ejemplo irlandés, es decir, de recuperarse a través de políticas sociales valientes.
Si queremos evitar que todo se quede en un wishful thinking, hay que comenzar por formular algunos objetivos que sería más fácil alcanzar si Europa fuese más autónoma y se identificase con la creación de un nuevo orden mundial completamente opuesto a la política que llevó a cabo el presidente Bush en Irak y siguen llevando a cabo Estados Unidos y sus aliados en Afganistán. Otro objetivo que es imprescindible alcanzar es adoptar, en el orden económico y social, una política que rompa con el neoliberalismo que nos ha arrastrado a la grave crisis que vivimos.
En el terreno internacional, lo más urgente es escoger un plan de acción común con países del mundo islámico pero que no sean árabes, porque estos estuvieron colonizados durante mucho tiempo y sus Estados son débiles y a menudo autoritarios. Si Europa quiere demostrar que puede actuar en un sentido opuesto al que escogió Estados Unidos cuando atacó Irak, tiene que llamar a Turquía a su seno para escoger una política de reorientación del mundo musulmán y eliminación de las posiciones más cargadas de odio, las que han conducido al terrorismo.
Muchos piensan también, como yo, que la teocracia iraní y su azarosa política pueden ser derrocadas por una oposición interna que se vería reforzada si los occidentales se mostraran dispuestos a apoyarla. Una coalición europea, turca e iraní en ese país, una vez que la oposición interna hubiese conseguido su objetivo, podría poner fin al enfrentamiento actual entre el mundo islámico y Occidente. Cabe pensar que el éxito de esta nueva política permitiría el reconocimiento mutuo entre un Estado palestino y el Estado de Israel, sin el cual el retorno de la paz no es posible.
A un nivel aún más vagamente definido, es necesario que Europa asuma la dirección de un combate contra los regímenes autoritarios que han condenado a gran parte de su población a la violencia interna, el autoritarismo y la guerra. Pues Europa se ha vuelto demasiado débil como para ser considerada candidata a esa hegemonía mundial que se le ha caído de las manos a Estados Unidos.
En lo que se refiere a las realidades económicas y sociales, hay que restablecer unas prioridades que puedan llevar a una defensa mundial contra los ataques de los especuladores y los agitadores. En todo el mundo se experimenta la necesidad de devolver al trabajo la parte del producto social que le ha quitado el capital y, más sencillamente aún, de restablecer el vínculo entre la función financiera y las funciones de producción, impidiendo al mundo financiero lanzarse de nuevo a la búsqueda exclusiva de su máximo beneficio y desentendiéndose de su papel al servicio de la inversión y el crédito. Uno se siente tentado de pensar que el mundo europeo está naturalmente orientado hacia tales objetivos. ¿No construyó un ambicioso sistema de seguridad social? ¿No sueña con una reconciliación y un codesarrollo con los países que colonizó? ¿No mostró un doble apego a la existencia de Israel y a la de un Estado palestino?
¿De dónde viene pues este fracaso en toda regla de Europa, su pérdida de crecimiento, la desaparición de su papel mundial y su impotencia para apoyar a las democracias? No podemos buscar las causas en las "debilidades" de Europa, al menos no en las debilidades objetivas. Pero en vez de ser su debilitamiento material lo que acarrea su pérdida de confianza en sí misma y en su futuro, es esa pérdida de confianza lo que acarrea la impotencia de Europa e incluso su negativa a proponerse nuevos modelos a sí misma y al mundo.
Esta impotencia suele explicarse por la diversidad e incluso las contradicciones de los intereses nacionales en Europa y la construcción de esta. ¿Acaso su construcción no se basó, antes que nada, en la voluntad de poner fin a las guerras internas, suicidas y destructivas de una Europa presa de los regímenes militaristas y totalitarios?
Por eso Europa, consciente de ser la autora de su propia desgracia, y queriendo actuar más sobre sí misma que sobre el mundo, encerró los intereses nacionales en unas reglas comunes económicas, jurídicas e incluso políticas. La obra emprendida tuvo éxito y la caída del imperio soviético permitió a los países de la Europa central y oriental restablecer sus vínculos históricos con la Europa del oeste. Pero ahora, casi cumplida esa gran tarea, Europa debe volverse hacia el mundo exterior y recuperar la influencia que sus propios errores le hicieron perder.
Esta nueva etapa de la construcción europea solo tropieza con un obstáculo, pero de una altura que muchos encuentran desesperante: el neoliberalismo, cuyos centros estuvieron y están en Estados Unidos y Reino Unido, le ha quitado toda autoridad a los europeos para dársela a los bancos, cuyo poder sobre las empresas aumenta. Estados Unidos también está sometido a ese capitalismo financiero, pero tiene unidad política y una fuerte confianza en sí mismo, lo que hace de los europeos -y quizá también de Japón- las víctimas más graves de la actual crisis.
La actitud de Barack Obama nos indica el camino a seguir: los europeos deben cesar de ser los comparsas de un Estados Unidos que, pese a la pérdida de su hegemonía, sigue siendo el país más poderoso.
Nadie puede desear una ruptura entre las dos orillas del Atlántico. Pero Estados Unidos y Europa deben crear dos modelos de desarrollo con tantas diferencias como elementos comunes entre ellos, lo que supone imperativamente que los europeos acepten tanto las cargas como las ventajas de un rol planetario.
¿Cómo los europeos, que inventaron el espíritu de las Luces y la creencia en la razón y en los derechos humanos, podrían aceptar pasivamente lo que corre el riesgo de ser el fin del modelo occidental, es decir, de la asociación del progreso científico y el técnico, la destrucción de los privilegios y el reconocimiento de los derechos fundamentales de cada cual?
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
Alain Touraine es sociólogo. Acaba de ser galardonado, junto a Zygmunt Bauman, con el
Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010.
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