Arnoldo Kraus
La Jornada/12 de mayo de 2010
No concuerdo con la definición que ofrece el Diccionario de la lengua española sobre el término clemencia: “Compasión, moderación al aplicar la justicia”. Debe ser el espacio reducido de los diccionarios el responsable de esa concepción. La compasión, regreso nuevamente al diccionario, “sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias”, nada tiene que ver con la justicia y mucho menos con quienes inducen desgracias por sus acciones. La justicia debería ser única, indivisible; es inadecuado que en unas ocasiones la justicia se aplique con fuerza, en otras con ternura y, en incontables ocasiones, encubierta por sesgos.
El embrollo es muy complejo: ¿con quiénes ser muy clementes, con quiénes poco y con quiénes nada? Lo idóneo, cuando se juzga a una persona, sería que los encargados de emitir veredictos fuesen neutrales. Sería deseable que en el ejercicio de disciplinas como ciencia, investigación médica, tecnología o justicia fuese la neutralidad la que dictase los caminos a seguir y no las inclinaciones del ser humano. Lamentablemente, esa neutralidad suele ser la excepción y no la regla. El caso del padre Marcial Maciel y los vaivenes del Vaticano son buen ejemplo del mal uso y de la arbitrariedad de la clemencia.
Durante muchos años la Santa Sede y sus máximos representantes decidieron callar, solapar y proteger al fundador de la Legión de Cristo. Ser clementes con Maciel, ya sea por su avanzada edad, por la trascendencia del movimiento que él construyó o para no ensuciar la imagen de algunos religiosos fue la consigna. No importó atentar contra la verdad ni acallar a toda costa a quienes años atrás lo denunciaron; tampoco importó traicionar a los fieles que creían en los preceptos de la legión. En aras de la aplicación inadecuada de la clemencia mucho se sacrificó.
La reciente condena del Vaticano, quien calificó a Marcial Maciel de “delincuente” sin escrúpulos no es suficiente, no sólo por atemporal –hubiese sido indispensable juzgarlo mientras Maciel vivía–, sino porque, en aras de encubrir sus delitos, se mintió. Ante delitos graves, ni la compasión, ni la aplicación moderada de la justicia tienen lugar. Quienes ejercieron la clemencia olvidaron dos asuntos fundamentales: no pensaron y no se convirtieron en las víctimas y olvidaron los significados de la moralidad.
En el caso de Maciel, el desaseo de la Iglesia ha sido inmenso y contumaz. La mentira también ha sido monstruosa. La única forma de resarcir los errores habría sido condenar al padre en vida y degradarlo. Muerto el muerto insuficiente el castigo. La clemencia ejercida por el Vaticano olvidó que Marcial nunca mostró compasión por sus víctimas; olvidó también que la culpabilidad no existía en el lenguaje del religioso.
Las razones humanas esgrimidas en favor de Maciel nada tienen que ver con la esencia de lo humano, con el respeto hacia el otro, con la alteridad. Es imposible pensar que los afectados por las barbaridades del fundador de la Legión de Cristo se sientan satisfechos por el dictamen del Vaticano. De nada, o de muy poco, sirve condenar a un muerto; los muertos nunca se enteran de la condena y nunca muestran arrepentimiento.
Los delitos de Maciel fueron muy graves, tanto por su naturaleza, como por el poder que detentaba y que le permitió ejercerlo sin ningún reparo moral. Más execrable es la complicidad de la Iglesia. La naturaleza de las violaciones, el largo tiempo durante el cual se perpetraron, las edades de las víctimas y el silencio que se les exigía, fueron tan nauseabundas como las mentiras del Vaticano. Aunque sea bienvenido el cambio de opinión de la Iglesia al condenar a Maciel, poco arregla. Si de verdad existe “arrepentimiento” en la cúpula del Vaticano, sus líderes cuentan con suficientes sacerdotes pederastas a la vista para ejercer ese acto de contrición. Degradarlos públicamente es lo que debe hacer la Iglesia. Degradarlos y castigarlos.
Ejercer inadecuadamente la clemencia tiene consecuencias. No creer en quien la practica es una; descreer en las instituciones es otra. La mentira aleja; cuando es crónica y es parte de la trama del poder se convierte en enfermedad. El caso Maciel ha incrementado la desconfianza en la Iglesia. Interpretar la clemencia tal y como se hizo ha sido craso error. Desvirtuar la justicia es dogma y atributo de la mayoría de las formas de poder. Aplicar sesgos en aras de compasiones mal entendidas es amoral. Es una pena que a Maciel –lo mismo digo de Augusto Pinochet– no sólo no se le condenó en vida, sino que se le solapó. Lo peor del asunto es que si viviese Maciel, a pesar de los incontables casos de sacerdotes pederastas, el Vaticano no lo condenaría. Seguiría sembrando su clemencia.
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