Arturo Alcalde Justiniani
La Jornada/22 de mayo de 2010
La definición de las condiciones laborales de los profesores e investigadores al servicio de universidades y centros de investigación no ha sido tarea fácil. Con motivo de la autonomía, se distinguen del resto de los trabajadores mediante reglas especiales, que fueron motivo de debate y de una reforma constitucional en su artículo tercero, que cumplirá 30 años el próximo 9 de junio. Con esa modificación se superó un largo conflicto en la Universidad Nacional Autónoma de México que reivindicó el derecho de los trabajadores universitarios a formar su sindicato en el marco del apartado A del artículo 123 constitucional. Mediante ella, al tiempo que se elevaba a rango constitucional la autonomía universitaria, se reconoció la condición laboral de los trabajadores de este sector en el régimen que reclamaban, si bien sujetos a condiciones particulares reflejadas en un capítulo especial de la Ley Federal del Trabajo.
En ese tiempo, parte fundamental del debate se centró en la condición laboral de los trabajadores académicos; se sostuvo que por las características de su labor no les eran extensivas las reglas generales de la ley. Esta controversia y el deslinde entre el ámbito laboral y académico buscó resolverse adicionando una fracción al artículo tercero constitucional, con el texto siguiente: “Las universidades y las demás instituciones de educación superior a las que la ley otorgue autonomía… fijarán los términos de ingreso, promoción y permanencia de su personal académico…” Se argumentó en favor de este cambio que para preservar la autonomía de estas instituciones era necesario someter dichos procesos laborales a criterios estrictamente académicos. Se afirmaba que ni el sindicato, ni los representantes de la administración, debían decidir quién ingresaba, quién se promovía y quién adquiría la definitividad o permanencia en su empleo. Así, el concepto de “lo académico” se construyó bajo un principio de especialidad: “sólo los mejores ingenieros o médicos saben quién es buen ingeniero o médico”.
La concreción de estas disposiciones aplicables a las instituciones de educación superior públicas autónomas por ley se encargó a instancias académicas. Su integración o designación, obviamente, tuvo que sujetarse a criterios de especialidad en las distintas áreas del conocimiento, lo cual se reflejó en los requisitos y en su fuente de elección. En materia de ingreso, con el fin de designar a los mejores candidatos, se acudió al examen de oposición y a otros sistemas confiables de evaluación.
El tema sindical transitó por otra vía. Se optó por imponer en la legislación laboral restricciones al derecho de asociación, contrarias a la propia Constitución y al convenio 87 de la Organización Internacional del Trabajo. Con la excusa de preservar la autonomía, sólo se permitieron sindicatos gremiales, académicos, administrativos o de institución; la intención obvia fue evitar que se vincularan con organizaciones de otras instituciones.
Pasaron los años y el valor de preservar la autonomía académica bajo principios de objetividad y especialidad empezó a mermar; no por la acción de los sindicatos, que habían sido el motivo original de preocupación, sino por la intromisión de los órganos de dirección o administración. A la par, se creó todo un modelo de remuneración y de condicionamiento a la estabilidad laboral por conducto de estímulos, becas y diversos sistemas diseñados por autoridades hacendarias y organismos públicos del sector educativo, sin que todo ello se sujetara necesariamente a los criterios de exigencia académica que supuestamente dieron fundamento a la reforma constitucional.
En el caso de las instituciones de educación superior o centros públicos de investigación sin autonomía por ley se presenta una problemática particular. En estricto sentido, no les son aplicables las reglas del tercero constitucional; sin embargo, por la vía de la legislación secundaria, han intentado acogerse a las mismas reglas, con el fin de decidir los términos de ingreso, promoción y permanencia de su personal académico. El problema no sería importante si dichas decisiones fueran tomadas por órganos que cumplieran con las exigencias académicas y sus resoluciones no fueran alteradas. Contrario a ello, de manera creciente se transita hacia un esquema autoritario, que rompe con el principio fundacional de preservar la autonomía académica, pretendiendo que sean los directores o presidentes de esas instituciones quienes tengan la última palabra, ya sea de manera directa o mediante instancias autodenominadas académicas que no cuentan con este perfil; basta ver su fuente de designación y su grado de dependencia. Así, las juntas de gobierno –integradas mayoritariamente por funcionarios de las dependencias públicas– y las directivas de las instituciones son nombrados por el Poder Ejecutivo federal o local y, aunque tienen por encargo la conducción general de las instituciones y la facultad de representación legal, no necesariamente cumplen con las exigencias propias de un órgano académico.
Esta problemática se hace presente en los centros públicos de investigación dependientes del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, donde se ha venido creando una legislación secundaria de dudosa constitucionalidad, con el claro objetivo de fortalecer a los órganos personales de dirección, poniendo en riesgo la calidad académica, la libertad de cátedra y la valiosa misión que tienen por encargo estas instituciones. Por ello, con toda razón, se ha generado rechazo a los reglamentos de personal académico diseñados unilateralmente, atendiendo a este esquema de corte burocrático.
Por lo visto, es tiempo de reclamar nuevamente la vigencia de órganos auténticamente académicos, de ello depende en buena medida el futuro de estas instituciones que son fundamentales para el país.
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