Arnaldo Córdova
La Jornada/30 de mayo de 2010
El pasado lunes 24 de mayo se llevó a efecto la firma del Pacto Nacional por el Acceso a la Justicia en México, en el soberbio palacio de San Ildefonso y con la presencia de todos los presidentes de los tribunales federales, electorales y administrativos y, también, de los de las diferentes entidades de la Federación. Los pronunciamientos no pudieron ser más solemnes: este proyecto de la Asociación Mexicana de Impartidores de Justicia se comprometió a que el acto no terminara siendo un catálogo de buenas intenciones”. Se debe buscar el objetivo de vivir en un país de leyes, de justicia y de paz. Las instituciones judiciales, se dijo, son las que dan estabilidad al sistema (político) y las que lo mantienen funcionando.
El presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Guillermo I. Ortiz Mayagoitia, afirmó que se requiere “conocer, medir y verificar la actuación de las instituciones encargadas de impartir justicia”. ¿Quién o quiénes harán eso? Pues se supone que los mismos impartidores de justicia, los que a partir de este Pacto ya se van a comportar como muy buenos chicos y, eso sí, harán todo lo que esté en sus manos por hacer que los mexicanos “accedan a la justicia”. Como si se tratara de un borrón y cuenta nueva: con este Pacto entramos en una nueva era.
“Acceder a la justicia”. ¡Qué horrible expresión! Como muchas otras la hemos importado de los anglosajones, cuando deberíamos haber adquirido de ellos algo mucho mejor. Por desgracia retrata muy plásticamente lo que ocurre en este país en materia de impartición de justicia. Oyendo eso, se piensa de inmediato en una especie de gigantesco portón de acero al que el ciudadano común y corriente llega a tocar para que se le dé solución jurídica a sus problemas. Muy pocas veces ese portón se le franquea y casi siempre permanece cerrado. En realidad, ni hace falta imaginarlo, lo ve uno todos los días si está un poco familiarizado con los problemas de la impartición de justicia.
La pregunta sería: ¿cómo van a hacer nuestros jueces de todos los rangos y áreas para procurar un verdadero “acceso” a la justicia? Simplemente, ellos no pueden hacer nada al respecto, porque ellos mismos no son ninguna solución sino, como suele decirse, parte del problema. Visto todo ello en perspectiva, se necesitaría, en primer término, una nueva legislación en materia de protección a los individuos y de procedimientos jurisdiccionales; en segundo lugar, una mejor selección del personal encargado de la impartición de justicia. El hecho es que en México las personas no están debidamente protegidas por leyes ciertas y adecuadas y que los magistrados o jueces no siempre están lo bien dotados y capacitados para ejercer su función.
Todo ello lleva a profundidades insondables que nos hacen llegar siempre al mismo punto: México necesita de reformas colosales para poder reorientar su vida social mediante el derecho. Y en lo tocante a la impartición de justicia, todo lleva también al mismo punto: la verdadera y, además, última garantía de los derechos de todos los mexicanos está en la Constitución, que es la que verdaderamente los funda y los protege. Las leyes derivadas de ella sólo dicen el camino específico que debe seguirse para ello. Cuando los impartidores de justicia sólo deben decir el derecho contenido en las leyes, sin convertirse en intérpretes de la Constitución, se vuelven simples decidores del derecho de cada uno y no en auténticos intérpretes de lo que el derecho es de acuerdo con la Carta Magna.
De los norteamericanos debimos haber copiado no una terminología detestable, sino el modo en que ellos imparten justicia. El gran Justice John Marshall (1755-1835), presidente de la Suprema Corte de Estados Unidos durante 34 fructíferos años, le dio, con un sólo fallo, el del caso Marbury vs. Madison, esa institucionalidad magnífica en la que se debe dar la impartición de justicia. Para empezar, Marshall definió magistralmente la función del juez, federal o local, como un juzgador que debe siempre partir de la Constitución y ver la ley al trasluz de lo que dispone la Carta Magna. Ver la ley en sí misma y, como se dice en el foro, atenerse a su letra es decidir con los ojos vendados. Lo primero que todo juez debe hacer es examinar el fundamento constitucional de la ley que va a aplicar.
En nuestro país eso no se da, porque aquí sólo la Suprema Corte está facultada para dar la interpretación última de la Constitución. Ahí empieza el problema. Nuestros jueces son simples codigueros. La verdadera y, también, última protección de los derechos del ciudadano se encuentra en el juicio de amparo; pero éste queda fuera de su alcance. Si el juez estuviera facultado para definir la constitucionalidad de su reclamo, lo dejaría en mejores condiciones para llegar al amparo y demandar la verdadera justicia, que es aquella que instituye en su favor la Constitución.
En Estados Unidos, el amparo de la justicia no es un juicio especial, como entre nosotros (juicio de amparo), sino un recurso. Cualquier litigio puede comenzar por alegar los agravios de constitucionalidad que se presentan como causa. Allí el sistema funciona a través de los recursos ordinarios del derecho procesal anglosajón. El procedimiento se puede iniciar indistintamente en los tribunales federales o estatales y la materia no está reservada, salvo casos excepcionales, a los jueces federales y ambos, federales o locales, ejercen jurisdicción concurrente en el procedimiento constitucional, sujetos siempre a la revisión de la Suprema Corte de Estados Unidos. Eso fue lo que produjo Marshall para ese país (Óscar Rabasa, El derecho angloamericano, FCE, México, 1944, pp. 632-634).
Nuestros jueces no pueden hacer nada para mejorar el “acceso” a la justicia de los ciudadanos mexicanos, aun suponiendo que todos sean personas decentes. No están armados para ello y, además, faltan las instituciones jurídicas que permitan que todo mexicano pueda obtener justicia en sus problemas con sus semejantes o en los que pueda tener con los poderes públicos. Nuestros padres fundadores de la República fueron demasiado timoratos y muy poco previsores del futuro desarrollo de la nación cuando nos dieron nuestras hoy obsoletas y débiles instituciones. No hubo visión de su parte. Y cuando no hay buenas instituciones se tiende a vivir en la simulación y en el dejar pasar que es la matriz de todas las injusticias, incluso de las más atroces.
Si creyéramos en ellos, deberían ser nuestros legisladores los que se encargaran de darnos un buen sistema de impartición de justicia, introduciendo los mecanismos que hicieran no sólo posible, sino expedita y a la mano, la impartición de justicia, con jueces dotados de la facultad de proteger debidamente y de acuerdo con la Constitución los intereses y las personas de todos los mexicanos. Pero, ¿quién puede creer en legisladores tan mal preparados y poco ilustrados como los que ahora tenemos?
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