jueves, 13 de noviembre de 2008

Universidades, intelectuales y medios de comunicación

Raúl Trejo Delarbre*

Inteligencia retórica y gratificación narcisista. Hablar de intelectuales mediáticos o, en nuestro caso, de comunicólogos habilitados como comunicadores permite describir una realidad que se ha venido extendiendo en las relaciones entre el mundo académico y el resto de la sociedad, pero también, evidentemente, esa expresión tiene implicaciones peyorativas. Aunque inicialmente fue utilizada en Francia para describir la presencia pública que, a pesar de sus heterodoxas posiciones políticas e incluso a contrapelo de los intereses de los medios, alcanzaron escritores como Jean Paul Sartre.
En América Latina se ha dicho “intelectuales mediáticos” de aquellos que sacrifican rigor y densidad en sus argumentaciones con tal de recibir el beneplácito de las empresas comunicacionales.
Gracias a ese acceso, los académicos y pensadores que se convierten en personajes de la televisión y la prensa, consiguen llegar a segmentos de la sociedad a los que no alcanzarían con sus libros y que jamás se asomarían a una de sus cátedras universitarias.
Con intencional sarcasmo, hace algunos años, el filósofo Martín Hopenhayn, profesor en la Universidad de Chile y cuyo agudo pensamiento ha incursionado venturosamente en la reflexión acerca de la comunicación y la cultura, escribió varias parodias de lo que dirían unos intelectuales de otros. La opinión de un presunto pero representativo “intelectual crítico” sobre un también hipotético “intelectual mediático” va en el siguiente tenor:
“No quiero parecer grave en mis juicios; pero cada vez que lo veo en televisión me da la impresión que ha privilegiado de tal modo el acto comunicativo por sobre la sustancia, que incluso él mismo termina convencido de que la realidad es bastante simple. Ha sacrificado la profundidad en aras de la anchura y ha sustituido el desarrollo del conocimiento por su traducción al público masivo. Pero inevitablemente se aplica aquí lo de ‘traductor-traidor’. ¿Pensará él lo mismo? Se le atribuye una función loable, a saber, ilustrar al público general, tejer un puente entre la sensibilidad de masas y la reflexión de los intelectuales. A veces logra, lo admito, adecuar ciertas citas de filósofos como rúbrica en sus comentarios sobre contingencia. Pero siempre queda la sensación de que lo hace como si se tratase de una jugada en un tablero, y que el tablero fuese su propia imagen como intelectual frente a la sociedad. Siempre parece tan razonable y su elocuencia es capaz de desplegarse en lapsos cada vez más cortos. Ha comprimido el tiempo de la reflexión crítica en el tiempo de una opinión frente a las cámaras. Y así, casi sin darse cuenta, da opiniones sobre todo. Porque se lo consulta acerca de todo, incluso de aquello que probablemente él jamás ha investigado o pensado. Y es tal su hábito de responder, que siempre tiene alguna respuesta frente a cualquier pregunta, y siempre la presenta como si fuese el resultado de una reflexión previa. Y como el hábito hace al monje, él termina creyendo que sabe de todo, cuando en realidad opina de todo, que no es lo mismo. Cierto: son opiniones sensatas, algunas más imaginativas que otras, y que tienen la virtud de seducir al auditorio con brochazos de inteligencia retórica. La cuestión es si esa inteligencia retórica del intelectual de la televisión tiene como fin último la gratificación narcisista del emisor o el estímulo a la reflexión en el auditor.” 1
Con frecuencia, desde una perspectiva en extremo ideologizada pero entendible en virtud de la mala fama que los medios mercantiles suelen tener en el mundo académico, se considera que quienes participan en espacios mediáticos contribuyen a legitimar a las empresas de comunicación.
Seguramente así ocurre, aunque no siempre en la medida en que suponen quienes insisten en ese efecto de la colaboración intelectual y académica con los grandes medios.
Las empresas de comunicación requieren distintas vertientes para prestigiarse ante la sociedad. La más importante de ellas es la confianza que les puedan dispensar sus audiencias, al tomarlas como fuentes de información y entretenimiento.
Cuando los públicos de la televisión o de cualquier otro medio disponen de varias opciones para entretenerse e informarse, las empresas de comunicación necesitan mejorar su oferta de mensajes, buscan competir entre sí con más variadas propuestas en materia de contenidos y tratan de obtener, entre otros factores, la adhesión de exponentes de los ámbitos intelectual y académico.
Para una empresa de comunicación la participación de profesores y pensadores es importante, pero dista de ser su prioridad cuando está en busca de legitimación ante sus televidentes o radioescuchas. Y en un contexto de escasa o nula competencia, cuando las opciones en ese campo se reducen a una o dos, a la televisión le interesa poco el prestigio que le puedan conferir los académicos o intelectuales.
Para esas empresas, en tales condiciones, la función de pensadores y escritores, y desde luego de los comunicólogos cuando llegan a invitarlos, puede ser simplemente de complemento en su programación: de relleno, para decirlo en términos francos.

Universidades en busca de notoriedad
Por otra parte, si bien la legitimación que un profesor o un intelectual le puedan prestar a los medios varía según cada circunstancia, el prestigio y la notoriedad que éstos reciben pueden convertirse en elementos de legitimación para esa persona dentro de su propio ámbito de trabajo e influencia.
Es de suponerse que los académicos más conocidos gracias a sus apariciones mediáticas tengan mejores posibilidades para que sus libros se vendan. Hasta ahora, el desempeño como comunicadores que llegan a tener los comunicólogos ha sido una tarea complementaria y en muchos casos marginal a sus obligaciones principales, que son las de índole docente y en la investigación académica.
Cuando un profesor concede una entrevista en televisión, hace un comentario en la radio o publica un artículo en la prensa, a esas tareas se les considera únicamente como actividades adicionales puesto que no forman parte de sus responsabilidades académicas.
En las evaluaciones de esa índole, para resolver el ascenso de los profesores e investigadores o para otorgarles becas, sobresueldos y otros respaldos que existen en algunas universidades latinoamericanas, la participación en medios no se toma en cuenta o únicamente forma parte, habitualmente accesoria, de las tareas de divulgación.
Sin embargo, cada vez se extiende más la costumbre de considerar que, al participar en medios —es decir, al convertirse en comunicadores aunque sea de manera esporádica—, los académicos ayudan a darle notoriedad a la institución universitaria para la cual trabajan.
Esa concepción solamente es posible cuando en los cuerpos directivos de las universidades se estima que el nombre de sus profesores, desde luego junto con su adscripción institucional, debe ser mencionado con insistencia en los medios de comunicación.
Al considerar que las universidades compiten por el reconocimiento de la sociedad y que éste se expresa, entre otros factores, en la presencia mediática de sus profesores, se supone que las tareas de tales instituciones se encuentran ceñidas, aunque sea parcialmente, a un mercado donde la reputación no depende necesariamente de la calidad ni la utilidad de la investigación y la docencia, sino de la habilidad de quienes desempeñan esas tareas para llegar al escenario comunicacional.
En nuestros países ya comienza a suceder que algunas universidades privadas incluyen la participación de sus profesores en medios de comunicación para resolver primas salariales y estímulos escalafonarios. Esa manera de premiar la notoriedad mediática puede significar malas noticias para el desarrollo propiamente académico y se sintoniza con una tendencia que se aprecia en otras latitudes.
En Australia, por ejemplo: “Los requerimientos para singularizarse de las universidades contemporáneas buscando legitimidad, ‘identidad de marca’ y ampliar su posición de mercado bajo condiciones de un sistema de educación superior más mercantilizado y privatizado, han vuelto frecuentes los apurados intentos para situar al conocimiento académico dentro del discurso mediático de todos los días”.2
Además de la distorsión que puede implicar en las prioridades y en el desempeño de las tareas sustantivas de las universidades, esa promoción de la notoriedad mediática tiene implicaciones en la organización del trabajo e incluso como advierte el ya citado José Sánchez Parga, en la identidad de los profesores universitarios cuando atienden más a los medios que al salón de clases, el laboratorio o el cubículo:
“Quizá nada… separa tanto al docente universitario no ya del aula y su docencia sino de su misma identidad científica y académica como su transformación en intelectual mediático, al imponerle una forma de pensar y de enfocar los problemas totalmente diferente de la forma de razonar y de plantearse las cuestiones y los conocimientos en términos académicos y científicos. En este sentido, el intelectual mediático, de manera análoga al transformado en ‘consultor’ o ‘experto’, no sólo abre un vacío entre el espacio mediático y el ámbito académico y científico del aula, sino que se marginaliza y vuelve extraño respecto de éstos”.3
Habrá quienes subrayen que al propagar sus conocimientos en los medios, los académicos rompen el aislamiento que frecuentemente padecen las universidades en relación con las realidades y exigencias de la sociedad. En principio así se le puede considerar a esa participación que, como indicamos antes, implica limitaciones severas para difundir el discurso y los conocimientos académicos.
El alejamiento que llegan a experimentar las universidades respecto de sus sociedades tiene causas muy variadas y de ninguna manera podría resolverse con una estrategia de “posicionamiento mediático”.
Por lo demás, ese apartamiento, cuando existe, se traduce sobre todo en carencias o distorsiones en las políticas académicas y de ninguna manera significa que los profesores se encuentren en condiciones sustancialmente privilegiadas en comparación con la sociedad de la cual forman parte.
Cuando nos referimos a la torre de marfil, como se dice en el título de estas consideraciones, lo hacemos de manera esencialmente metafórica: la depauperación de numerosas universidades públicas y la mercantilización de muchas universidades privadas han deteriorado las condiciones laborales de los profesores, especialmente en los niveles más básicos de los escalafones académicos.
Solamente los profesores de larga antigüedad y con reconocimientos y sobresueldos variados, llegan a tener remuneraciones medianamente satisfactorias. Para la mayoría la inestabilidad laboral, las condiciones de trabajo precarias, los salarios bajos, las prestaciones cortas e incluso las jubilaciones irrisorias (no son pocos los académicos que siguen trabajando mucho después de la edad reglamentaria no por desmedida vocación, sino por irremediable necesidad) son elementos de una realidad incómoda e injusta.
La posibilidad de desarrollar una carrera académica es un privilegio. Pero a esa distinción no siempre se la resguarda con garantías laborales suficientemente satisfactorias.
Delimitada así la torre de marfil, o convertida con frecuencia en condominio repleto de goteras y a pesar de todo habitable, la implicación con los medios por parte de los comunicólogos, igual que otros académicos, puede significar complementos a las insuficientes remuneraciones que percibe la mayoría de ellos. Pero, además, el aliciente mediático puede compensar o reemplazar, según sea el caso, el reconocimiento que los profesores no siempre encuentran en sus instituciones académicas.
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No hay un paradigma capaz de resolver los dilemas que aparecen en la relación entre comunicólogos y medios de comunicación. En un escenario ideal, los primeros tendrían que contribuir a la comprensión del desempeño y los efectos mediáticos. Los medios, en tanto, sería deseable que encontrasen referentes críticos en quienes tienen por tarea el análisis de su desempeño.
Los puentes entre estudiosos y docentes, por un lado, y profesionales y empresas de la comunicación, por el otro, son naturales, necesarios y desde luego deseables, siempre y cuando cada una de esas partes reconozca la función social de la otra.
Pero esa relación padece desigualdades ingentes cuando en el campo de los medios se mira a la participación académica como un recurso accesorio e incluso meramente ornamental, a la programación que ya ha sido diseñada y resuelta con criterios habitualmente distanciados del interés público.
Cuando en el campo de la academia analizamos a los medios, una de las motivaciones que nos asaltan con mayor frecuencia es la aspiración para contribuir a reformarlos, una vez que reconocemos las muchas limitaciones y menoscabos que nuestros sistemas de comunicación imperantes implican para la sociedad.
Es difícil resignarse únicamente a contemplar a los medios, sin involucrarnos en la lid para modificarlos. Parodiando a Marx en su célebre undécima tesis sobre Feuerbach, los comunicólogos por lo general no han hecho más que interpretar de diversas maneras a los medios, pero de lo que se trata es de transformarlos.
Sí, pero para ello resulta preciso entenderlos, aquilatarlos, examinar a los medios con rigor y más allá de las pasiones que suscitan. Para cambiar a los medios es preciso entenderlos, también, con el fin de que ellos no nos cambien a nosotros —o para entender de qué maneras nos están cambiando—.
Notas
1. Martín Hopenhayn, “Los intelectuales latinoamericanos descritos por sus (im) pares”, Estudios Públicos núm. 82, Santiago de Chile, otoño 2001. Disponible en http://www.cepchile.cl/.

2. David Rowe and Kylie Brass, “The uses of academic knowledge: the university in the media”, Media, Culture and Society, vol. 30, núm. 5, septiembre, 2008, Londres, p. 678.

3. José Sánchez Parga, Una "devastación de la inteligencia": crisis y crítica de las ciencias sociales, Ed. Abyayala, Quito, 2007, p. 295.


* Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Autor de Mediocracia sin mediaciones, Prensa, televisión y elecciones, El secuestro de la UNAM, La nueva alfombra mágica, entre otros libros. Es miembro del Consejo Editorial de Campus. El presente texto es un fragmento de la ponencia “Comunicólogos y comunicadores. Entre la torre de marfil y el torrente mediático”, correspondiente a su participación en el Noveno Congreso de la Asociación Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, Campus Estado de México, Atizapán, Estado de México, 10 de octubre de 2008.

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