Agustín Basave
Excélsior/3 de mayo de 2010
A mi hijo Francisco Salomón: por el único medio que por ahora tengo, te mando un beso y un abrazo en tu inminente cumpleaños
En Estados Unidos las políticas y las leyes migratorias se endurecen cada vez que hay crisis económica, y esta vez le tocó el turno a Arizona. Ante la necesidad de culpar a alguien o endilgarle sus miedos y frustraciones, los estadunidenses suelen recurrir al chivo expiatorio más visible e indefenso que tienen a la mano, que es el inmigrante indocumentado. El proceso tiene tres etapas: 1) los medios, generalmente los de tendencias republicanas pero a veces también los demócratas, acusan falazmente al “extranjero ilegal”, que es físicamente identificable y políticamente débil, de quitarle empleos a los “ciudadanos legales” y contribuir al déficit presupuestal por hacer uso de los servicios públicos; 2) los sentimientos xenófobos y los prejuicios raciales se exacerban y crece la irritación social; 3) para capitalizarla electoralmente, uno o varios políticos proponen medidas muy duras contra la inmigración, ganándose así votos entre la población blanca. Las etapas 1 y 2 son intercambiables.
Esto es precisamente lo que han hecho en Phoenix la gobernadora Jan Brewer y los legisladores de su estado. Ella va por su reelección en noviembre y corre el peligro de perder las primarias de su partido a manos del movimiento radical Tea Party, que amenaza con rebasarla por la derecha, y necesita al electorado más conservador. Aunque el tiro puede salirle por la culata y beneficiar al sheriff Arpaio, hasta ahora le está funcionando: su tasa de aprobación subió de 40% a 56% tras de que firmó ese engendro ominoso que se denomina SB 1070. Lo mismo ocurrió a principios de los noventa en California con el gobernador Pete Wilson. Presentó una “proposición” durísima contra los indocumentados, la 187. La recuerdo muy bien porque yo presidía entonces la Comisión de Asuntos Fronterizos de la Cámara de Diputados y me tocó lidiar con ella. Hoy quiero dedicarle a la señora Brewer una declaración que hice entonces sobre Wilson: en una visita a Los Ángeles, respondí a un reportero que no sabía si se reelegiría pero que no tenía duda de que ganaría la presidencia del Ku Klux Klan. La iniciativa californiana no prosperó porque las protestas sociales y las acciones legales en su contra les encarecieron la apuesta al gobernador y al Congreso local, que es justamente lo que se debe hacer ahora con las autoridades oportunistas e irresponsables de Arizona. Hay que lograr, con marchas, boicots e impugnaciones, que el costo de aplicar esa norma racista y discriminatoria sea para sus promotores más alto que el beneficio. Porque lo que están tratando de hacer son gringaderas.
Ahora bien, confío en que la 1070 no pueda aplicarse. Creo que se les revertirá a sus impulsores porque, además de fortalecer a las organizaciones mexicoamericanas, provocará serias fricciones entre la policía y 30% de la población del estado que es de origen “latino”, y porque es doblemente anticonstitucional: la migración es materia federal y el racial profiling está prohibido. Por más que se disimule, su aplicación implica hacer a alguien sospechoso por el color de su piel o sus facciones. Quienes la impugnen tendrán altas probabilidades de ganar en los tribunales. Y es que el entramado jurídico de Estados Unidos hace relativamente fácil cambiar aquello que no trastoque el statu quo, pero vuelve muy difícil enmendar su Constitución o contravenir sus principios fundamentales. Hay candados procedimentales e inerciales. Sus “padres fundadores” diseñaron el sistema para asegurar una distribución del poder que involucrara a muchos actores y dificultar así que todos se pusieran de acuerdo. Y lo que intentan hacer en Arizona atenta contra los derechos civiles que tanto esfuerzo les costó consagrar, y por obvias razones toca fibras sensibles de su actual presidente. Eso, reconozcámoslo, es una gringonería.
Permítaseme concluir con un análisis comparativo. La atomización de las instancias decisorias que adoptaron nuestros vecinos del norte tiene sentido en una nación desarrollada, poseedora de un acuerdo en lo fundamental que le da muy buenos resultados. No creo que la Unión Americana sea el paraíso terrenal —en este espacio he expresado mis críticas al American way of life— pero sí me parece comprensible que los líderes de una superpotencia quieran preservar su orden de cosas. A lo que no le encuentro ninguna lógica es a que los mexicanos nos empeñemos en conservar el nuestro. Tenemos un país subdesarrollado con pobreza y corrupción rampantes, y realizar cambios de fondo nos es más difícil que a los gringos. No, no me refiero al esquema de pesos y contrapesos que toda democracia debe tener, sino al presidencialismo contrahecho y disfuncional que hemos construido. Acaba de terminar el periodo de sesiones del Congreso y las mezquindades y divisiones partidistas entre las dos Cámaras atoraron una vez más las reformas. ¡Y todavía hay quienes se escandalizan cuando propongo que adoptemos un régimen parlamentario!
*Académico de la Universidad Iberoamericana
abasave@prodigy.net.mx
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