lunes, 29 de septiembre de 2008

Los activos del progresismo en la universidad pública

Rollin Kent Serna
Revista Nexos No. 339/ Marzo de 2006

La izquierda ha contribuido y sigue contribuyendo al desarrollo de la universidad mexicana: en varias instituciones fundó y sostuvo la investigación científica, ha impulsado la apertura de nuevas disciplinas en las ciencias naturales y sociales, robusteció el debate abierto sobre asuntos públicos y específicamente universitarios defendiendo la libertad intelectual.
En el número 336 de nexos dedicado a la izquierda frente al espejo de la ley y la democracia, Ciro Murayama ventila inquietudes importantes sobre el legado de la izquierda en las universidades públicas en su texto “Pasivos con la universidad pública”.
Aborda sobre todo los problemas y las crisis que anegaron a la izquierda universitaria a finales de los años ochenta. Condena el asambleísmo, la confusión entre autoridad y autoritarismo, el olvido de la calidad, la fobia hacia la meritocracia, la complacencia con la simulación y el antiintelectualismo, y el rechazo a los exámenes de ingreso. Se pregunta escépticamente si las actuales fuerzas de izquierda en el escenario electoral tienen algo que decir al respecto. Deseo aquí discutir esta idea de los pasivos de la izquierda y explorar con candor la otra cara, la de los activos del progresismo universitario.
Agudo e intencionadamente polémico, el artículo de Murayama probablemente suscite reacciones diversas. En polos opuestos, se podrían prever, por un lado, la molestia por una crítica más a la izquierda universitaria, y por otro, cierta extrañeza de que aún en 2006 alguien considere útil escribir sobre un tema ya olvidado. Repaso estas reacciones posibles, empezando por la última.
Para algunos, en efecto, hablar de la izquierda universitaria es hablar de un asunto relegado en el tiempo, una curiosidad histórica. Éste sería el punto de vista de los modernizadores radicales (o cuando menos los convencidos) que nos tienen acostumbrados a un diagnóstico siempre pesimista del país el cual nunca parece ponerse a la altura de sus socios comerciales norteamericanos y, hoy, de la nueva amenaza competitiva asiática. Sería la opinión de numerosos comentaristas en los medios que se han instalado en el sermón de las oportunidades perdidas, de la añoranza por un país limpio y ordenado, de una Dinamarca mexicana. Los modernizadores más rudos no piensan siquiera en Dinamarca sino que tienen como modelos a seguir a la India y China, países que se están modernizando mucho más rápido que “nosotros” (o sea el México que cuenta) sin que importen los costos humanos y ambientales.
Desde esta perspectiva, examinar a la izquierda universitaria que existió en un pasado cronológicamente reciente pero ideológicamente muy remoto, podría ser un ejercicio interesante de historia de las ideas pero no dejaría de tener poca relevancia para los problemas torales que hoy enfrenta el país: la competitividad, la eficiencia económica y la inserción provechosa en la nueva división internacional del trabajo. Las universidades deberían ponerse al día para funcionar como engranajes eficientes de la gran máquina productiva y dejarse de nostalgias. Finalmente, es afortunado que las fantasías ideológicas criticadas por Ciro Murayama hayan sido barridas. Recordémoslas para no repetirlas.
En el otro polo de las reacciones imaginables estarían aquellas que aún defienden la democracia de base en la universidad, la movilización por las causas populares, y la universidad al servicio del pueblo. Ciertamente, es probable que esta defensa cuente hoy con pocos adeptos o cuando menos pocos que se a arriesguen a declararla en público. Justamente el que defender tales ideas sea hoy considerada una osadía muestra a las claras el profundo desplazamiento ideológico que se ha operado en nuestro país en escasos quince años. Se diría que, a estas alturas del cambio de época que vivimos, salir a defender ese tipo de democracia universitaria sería un despropósito lindante en lo psicótico. En efecto, no se puede soslayar el persistente efecto traumático de la huelga del CGH en la UNAM sobre este tema, haciendo de la democracia un tabú, incluso en el ámbito progresista. En esto Murayama pone el dedo en una llaga aún abierta: la izquierda misma desprestigió la idea de democracia.
Ahora bien, quiero abogar por una tercera postura. Coloquemos el debate sobre el progresismo real y posible en el contexto actual de la educación superior. Partamos de que en los últimos quince años se han producido cambios casi polarmente opuestos al programa de la “universidad crítica, democrática y popular”. A década y media de modernización, tenemos una especie de meritocracia burocratizada y gestionada desde arriba. Pasamos de la sacralización de la masa con su expresión asambleísta a la gestión centralista, en esquemas mucho más verticalistas que antes, donde se han profesionalizado los estratos directivos hasta cierto punto más que los profesores.
Los colectivos académicos y la colegialidad subsisten con dificultad ante las presiones de fragmentación que atraviesan el sistema, aunque el gobierno haya imaginado la ficción burocrática de los “cuerpos académicos” que las instituciones deben registrar ante la SEP. Ya no somos antiintelectuales, ahora somos “excelentes”: estamos en permanente lucha por cumplir con los indicadores de productividad vigentes, lo cual en el fondo viene a representar otro tipo de antiintelectualismo “modernista”.
Fueron desactivados los sindicatos, en efecto, y hoy los académicos carecen de mecanismos de expresión sobre asuntos vitales como son la carrera académica (que enfáticamente no equivale a los sistemas de becas al desempeño) y las pensiones de jubilación, que carecen de fondos, aplazándose en consecuencia el urgente recambio generacional de la planta académica. Se acabó con el pase automático en el grueso de las universidades públicas, sin duda para bien, no obstante que acabamos por aterrizar en un esquema socialmente excluyente: hoy, los que aprueban los exámenes de ingreso a las universidades públicas son los egresados de las buenas preparatorias y las buenas familias.
La instrumentalización política de la universidad -su puesta al servicio de intereses políticos- no ha desaparecido, sino que ha cambiado de color partidario y se ha vuelto más sutil, menos escandalosa. La simulación tampoco ha desparecido, sólo ha adoptado nuevas máscaras: ahora los cuerpos académicos burocráticamente existentes entregan al gobierno indicadores de productividad recabados de manera frenética al último momento para competir por fondos que llegan tardía y escasamente. Parece confirmarse la idea de Jürgen Habermas sobre la racionalidad técnica como ideología, como nueva forma de control.
Al abandonar el papel de las universidades en apoyo a las causas populares, nos centramos en las tareas educativas, en sentido estrecho de la enseñanza efectiva. Obviamente esto es justo, pero al hacerlo en la perspectiva limitada de la productividad académica nos olvidamos de su papel como instituciones socializadoras de los jóvenes en valores democráticos y ciudadanos. ¿Tiramos el agua de la bañera con todo y bebé?
Corremos el riesgo de identificar a toda la izquierda, o mejor dicho el progresismo universitario, con los vicios evidentes de una franja de la izquierda que, como bien dice Ciro Murayama, derrotó al reformismo en la universidad. En el contexto de esta derrota y ante la irresistible acometida de la modernización, el progresismo académico se volvió inerte y, en efecto, se encuentra arrinconado por la polarización de posiciones. Pero este progresismo difuso ha contribuido y sigue contribuyendo al desarrollo de la universidad mexicana. En varias instituciones fundó y sostuvo la investigación científica.
Ha impulsado la apertura de nuevas disciplinas en las ciencias naturales y sociales. En su momento, robusteció el debate abierto sobre asuntos públicos y específicamente universitarios, defendiendo la libertad intelectual, valor nunca tomado en cuenta por la enorme oleada de establecimientos privados y por algunas instituciones públicas más tradicionales. Ese progresismo criticó y critica aún la visión de una universidad estrechamente profesionalizante, desinteresada por la formación general de sus estudiantes y por los problemas nacionales.
En el sector de investigación, ese progresismo se esfuerza no sólo por vincularse con las empresas, como hoy se insiste, sino por divulgar la ciencia y colaborar en la formación de maestros en la educación básica. En el mar de revistas tediosas dedicadas a la “comunicación social” (es decir, a difundir las fotos y los discursos de los directivos), subsisten revistas literarias y científicas aunque no cuenten con el aval del Padrón de Revistas Científicas del Conacyt.
Defiendo, pues, un legado positivo del progresismo, vuelto invisible por las ruidosas confrontaciones políticas y los cambios arrolladores de la década pasada. El que no esté representado por algún grupo, corriente o partido no le impide encarnar una profunda inquietud por volver a debatir públicamente sobre el futuro de las universidades en un espacio discursivo diferente del que han demarcado los radicales de antaño y los modernizadores de hoy. Estamos en otro sitio. Queremos otra modernización, queremos otra universidad, una que se reconozca como factor de integración ciudadana y de desarrollo social.

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