jueves, 11 de septiembre de 2008

U de G: para armar el rompecabezas

Otto Granados*
En los próximos meses, y con independencia del desenlace que tenga a mediano plazo el conflicto en la Universidad de Guadalajara (U de G) debe ser estudiado con detenimiento, pues arroja pistas muy relevantes no sólo sobre el modelo de gestión de algunas instituciones públicas de educación superior en México (IES), sino también acerca del problema ético y estético que subyace en la relación de una parte de la élite intelectual con el Estado o, mejor dicho, con aquellas entidades sostenidas con los recursos del contribuyente, sujetas, por tanto, al escrutinio público.
Como es bien sabido, la de Guadalajara es la segunda universidad pública más grande del país y desde hace décadas ha jugado un papel de importancia en la vida política de Jalisco, probablemente más visible que su aportación en términos de generación de conocimiento o de resorte de la competitividad del estado, el cual ocupa, por cierto, un modesto número 14 en los indicadores del Instituto Mexicano para la Competitividad y 13 en los del Tecnológico de Monterrey, ambos construidos con datos duros a partir de fuentes oficiales.
A pesar de ser una institución no autónoma, la U de G o, con más propiedad, sus grupos dominantes, tuvieron la habilidad para convertirse en un factor real de poder con el cual todos los gobiernos locales debían lidiar con base, generalmente, en una combinación de negociación, dinero, empleos y posiciones políticas. Por tanto, estos ingredientes se tradujeron en el incentivo más potente para disputarse, frecuentemente de manera encarnizada y violenta, el control del gobierno universitario.
Así se fue procesando la transmisión de la hegemonía entre las distintas cohortes, desde los viejos capos de la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG) hasta la cruzada estéril de Carlos Briseño, pasando, por supuesto, por los personajes clave del último episodio: el ex rector Raúl Padilla, su organización informal y la extensa como acomodaticia burocracia universitaria.

Líneas de análisis
La primera línea de análisis, en consecuencia, radica en discutir si en el conflicto de estos días subyace, en verdad, un genuino interés académico, de transparencia o de rendición de cuentas, como alegan las autoridades defenestradas, o todo se reduce más bien, como dicen los verdugos de Briseño, a una historia de traición y de poder, tan vieja como la misma humanidad.
Pero el segundo punto es que, si bien notable, el de la U de G no es el único caso de captura privada de IES públicas. Una porción del paisaje universitario mexicano está plagado de cacicazgos internos similares —algunos muy primitivos como, por ejemplo, en las universidades autónomas de Colima, Hidalgo o Tamaulipas y otros de cuello blanco como Aguascalientes y San Luis Potosí— fundados en un mecanismo de gestión bastante bien lubricado mediante el cual manejan a discreción los principales órganos de gobierno, los ascensos escalafonarios, los asientos en los consejos, las direcciones de escuelas y facultades, los viajes, las publicaciones, las cuotas políticas, la administración y los recursos presupuestales, los complementos salariales y un largo etcétera que constituye el andamiaje puro y duro en el que descansan esos pequeños principados, ajenos a cualquier verificación externa de fondo.
Con el pretexto de la autonomía y esgrimiendo de vez en cuando la amenaza de la movilización estudiantil de otras épocas, que poco interesa ya en términos políticos, dichas élites por igual chantajean y adulan a los gobiernos, reclaman candidaturas, exigen prestigio intelectual, demandan reconocimiento social, y se erigen en los guardianes del templo del nacionalismo y de la pureza ideológica.
El ajuste de cuentas en la U de G, en síntesis, podría ser eventualmente un relato costumbrista en algunas instituciones educativas mexicanas, pero también, y sobre todo, un llamado a ventilar de manera detallada, informada, documentada y puntual el estado de las universidades sostenidas por el contribuyente y a discutir formas distintas de evaluar su aportación real al desarrollo de un país estancado.
Es verdad que hay un número no menor de universidades que desde hace años han emprendido procesos exitosos de reforma interna y de modernización —Sonora, Veracruz, la UAEM o el IPN, por ejemplo—, pero sería muy saludable construir nuevos indicadores de gestión que le permitan al ciudadano medir de manera más sustancial la aportación de las IES al país.
El tercer aspecto, fascinante sin duda, es que algunas universidades han reemplazado al Estado en la cooptación de un núcleo considerable de los intelectuales mexicanos, arte en el que, sin la menor disputa, la U de G se lleva las palmas y, en particular, el ex rector Padilla, que hizo de esa estratagema uno de los pilares básicos en la edificación de su feudo. Veamos.

Los intelectuales y el Estado
Por décadas, a caballo de la longevidad del antiguo régimen, el Estado vio en la atracción de los intelectuales (y en la política exterior) una forma de lograr cierta legitimación interna y externa que atenuara la percepción de los excesos del monopartidismo y la falta de una democracia homologable según la tradición occidental.
Los intelectuales, por su parte, encontraron en esa una zona “respetable” de relación con el Estado porque significaba gozar de las ventajas de la cercanía, en un terreno más o menos neutral, pero sin los costos de una alianza abierta y explícita con los gobiernos del PRI. La razón esgrimida por muchos de ellos —estética más que ética— era que el trabajo de ciertas áreas de la administración podía entenderse como “políticas de Estado” y no como acciones del sexenio en turno, y eso ofrecía un capelo moral para los beneficiarios pero, sobre todo, preservaba su virginidad ideológica y su espacio político.
Unos se fueron rotando en cargos en organismos desconcentrados y descentralizados como los institutos nacionales de Bellas Artes, de Antropología e Historia e Indigenista; el Fondo de Cultura Económica; la Secretaría de Educación Pública (SEP); los canales 11 y 22; Radio Educación; embajadas, consulados y agregadurías culturales (véase, por ejemplo, el libro de Andrés Ordoñez, Cuatro escritores en la diplomacia mexicana [Cal y Arena, 2002]; las colecciones de la Secretaría de Relaciones Exteriores; las series bibliográficas "SepSetentas" o "Lecturas Mexicanas"; los videos y los catálogos de Conaculta), y alguna que otra senaduría, diputación o gubernatura.
Otros no tuvieron o no aceptaron responsabilidades formales, pero disfrutaban de becas generosas, homenajes nacionales, ediciones de lujo de sus obras, exposiciones, patrocinios publicitarios o para proyectos de investigación, cenas y veladas literarias, asesorías y acceso a las mieles, secretos y chismes de la corte. En este reparto de privilegios, en ocasiones pesaron más las consideraciones tácticas o el oportunismo que las obras.

Del Estado a la universidad
Tras la alternancia del año 2000 y, de hecho, desde 1994, cuando concluyó el gobierno de Carlos Salinas de Gortari —la última presidencia seductora—, esa legitimación del régimen se volvió innecesaria —Ernesto Zedillo despreciaba a los intelectuales y éstos a Fox— y la política de seducción y salarios se refugió en los llamados organismos autónomos de Estado (IFE, CNDH, IFAI, por citar algunos), en uno que otro gobierno local, y en algunas universidades, entre las cuales destaca principalmente, además de la UNAM en tiempos de Juan Ramón de la Fuente, la U de G bajo el reinado de Padilla.
El ex rector jalisciense —que lo mismo cortejaba a políticos desprestigiados que a intelectuales y columnistas reconocidos— logró montar, mediante el manejo discrecional de una copiosa fuente de recursos públicos, una astuta maquinaria de cooptación y de encantamiento de numerosos intelectuales y articular una extensa red de contactos basada en las mismas prácticas que, antaño, siguieron los gobiernos priístas.
Las ferias bibliográficas, los doctorados honoris causa, las cátedras, los festivales cinematográficos, los profesorados eméritos, los viajes, los cocteles, las conferencias pagadas y las publicaciones —muchas de ellas justificadas, merecidas y necesarias— irrigaron con gran eficacia la feria de vanidades de la intelectualidad nacional, y en algunas ocasiones sin que toda esa operación se tradujera, a partir de datos duros, en resultados concretos para el desarrollo educativo o cultural del país, en parte, quizá, porque no hay una metodología rigurosa que aclare la rentabilidad social de actividades de ese tipo.

¿Hay alguna contribución?
Baste preguntarse, por ejemplo, cómo se vincula la contribución de una feria como la Internacional del Libro de Guadalajara, que cumplirá 21 años en noviembre, con la realidad de los datos: la tasa media de lectura en México sigue estancada en 2.8 libros por habitante cada año y los tirajes, en general, continúan en los mil ejemplares, penosamente distribuidos o confinados en las húmedas bodegas de las editoriales universitarias. Hace tiempo, Gabriel Zaid cuantificaba esta crisis:
• 8.8 millones de mexicanos han realizado estudios superiores o de posgrado, pero dieciocho por ciento de ellos (1.6 millones) nunca se ha parado en una librería.
• La mitad de los universitarios (cuatro millones) prácticamente no compra libros.
• En 53 años el número de librerías por millón de habitantes se ha reducido de 45 a 18 en el DF.
• De 108 países analizados, México ocupa el lugar número 107 en “hábitos de lectura”, según la OCDE.
• 40 por ciento de los mexicanos jamás ha entrado a una librería.

Quizá bajo el mismo rasero podrían examinarse otras iniciativas emprendidas por Padilla. En el fondo, tal vez, no era su significación para la educación o la cultura mexicanas la que lo motivó a auspiciarlas, sino algo más simple y eficaz para su imperio local: reconocer esa especie de orfandad en que el antiguo régimen dejó a muchos intelectuales y hacer de la necesidad virtud: mientras controlaba con mano férrea los cargos y los dineros universitarios, hacia afuera aparecía como gran mecenas o, en clave psicológica, como el fallido intelectual de provincia que, sin las dotes necesarias para crear su propia obra, subsana la carencia por el camino de la ósmosis: recibiendo la aprobación, el trato y el aplauso de intelectuales y periodistas a quienes ha favorecido o cooptado.
Lo peor del caso, para Padilla, es que en los días que duró el conflicto y con alguna excepción menor, no hubo uno solo de los intelectuales relacionados a lo largo de tantos años con las mieles del presupuesto universitario que saliera en su defensa, que adujera públicamente las razones morales, éticas o políticas por las cuales era defendible Padilla. Siguiendo a Julien Benda, habría recordado que, así como jamás cuestionaron su cacicazgo en la U de G, ese colectivo sería el primero en atestiguar, desde el cómodo sitial de la traición, su caída.
La disputa por el poder en la U de G registra, apenas, su primer episodio. Nadie sabe a ciencia cierta quién será, a largo plazo, el ganador ni qué grupo conservará la hegemonía. Pero pasará mucho tiempo para que se repare el daño causado a la educación superior pública, al estado de Jalisco y a la comunidad.

* Analista.
Tomado de: http://www.campusmilenio.com.mx/288/ensayos/ug.php

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