lunes, 18 de agosto de 2008

Desprecio olímpico a la globalización

Agustín Basave
Excélsior/18-Ago-2008

Los Juegos Olímpicos nos recuerdan que la globalización podrá haberse entronizado pero la división del mundo en Estados-nación, y la preeminencia de las identidades nacionales, no se han dado por enteradas.

En casi toda Europa, “nacionalismo” es una mala palabra. Los alemanes la asocian con nazismo, los italianos con fascismo, los españoles con separatismo, los franceses con xenofobia y otros europeos occidentales con expansionismo o jingoísmo. Salvo en la Europa del Este, los movimientos nacionalistas son políticamente incorrectos en el viejo continente. No debe sorprendernos. A diferencia de los nacionalismos latinoamericanos, que han sido luchas contra el colonialismo y búsquedas de identidad nacional, los nacionalismos europeos han provocado dos guerras mundiales. En cierto sentido, unos son vistos como gestas de la izquierda y los otros como desmanes de la derecha.
Claro está, una cosa es la corrección política y otra la realidad. Europa occidental y central siguen mostrando el rostro contrahecho de las degeneraciones nacionalistas: las medidas cada vez más duras en contra de la inmigración y los brotes de racismo, que se multiplican por todas partes, son un triste ejemplo de ello. Por más que la Unión Europea dé la impresión de que las fronteras se están borrando, la verdad es que los sentimientos nacionales en sus Estados miembros siguen vigentes. Pero es importante subrayar que esa vigencia no sólo se manifiesta en sus aspectos negativos y que también hay manifestaciones positivas del amor a la patria que, lejos de agredir a otros, producen bienestar o belleza.
Un ejemplo de esta última son los Juegos Olímpicos. Más allá de coyunturas políticas y fobias provocadas por el anfitrión en turno, casi nadie se opone a su realización porque se admira, aquí y en China, la estética del deporte e incluso cierto espíritu de hermandad internacional que campea en estas competencias. Y eso que se trata de una clarísima expresión de la tan temida y odiada epidemia del nacionalismo. Son, en efecto, acontecimientos que cada cuatro años nos recuerdan que la globalización podrá haberse entronizado pero la división del mundo en Estados-nación, y la preeminencia de las identidades nacionales, no se han dado por enteradas.
Desde luego que hay críticas. Muchos se quejan, y con razón, de la mercantilización de los Juegos, de la proliferación del doping entre los deportistas y de las componendas del Comité Olímpico Internacional. Pero en ninguna parte he escuchado una censura al formidable despliegue nacionalista que se da en las olimpiadas. Prácticamente todos guardan silencio para disfrutar del espectáculo, incluido el aluvión de banderas e himnos nacionales, y hasta el más acérrimo enemigo del nacionalismo festeja solapadamente las medallas que obtiene su país.
Yo, por mi parte, confieso sin rubor que desde adolescente me contagié del mal nacionalista. O para decirlo con más precisión, padezco esa enfermedad incurable que se llama patriotismo de campanario. Me entretienen las justas olímpicas, me gusta observar la excelsitud técnica de las buenas competencias y, sobre todo, me emociona ver ganar a los deportistas mexicanos. Huelga añadir que he tenido muy pocas emociones en lo que va de los Juegos y que sé que no tendré muchas más. Pero ahí estoy, pegado a la televisión cuando compite alguno de nuestros boxeadores, clavadistas, arqueros, marchistas y cualquiera de los demás miembros de la delegación de México. Peor aún, me comporto como un vil patriotero, gritando de alegría cuando triunfa uno de los nuestros. Sí, también sé que no me quedaré afónico, pero qué le voy a hacer. No tengo remedio: cuando un mexicano destaca a nivel mundial siento como si parte de ese éxito me perteneciera.
Alguna vez escribí que sólo la magia del nacionalismo puede tender puentes sobre los abismos del tiempo y la distancia. Sólo ella nos hace que nos sintamos herederos de personajes que vivieron siglos atrás y de quienes no descendemos, y que nos imaginemos hermanados a millones de personas que viven a cientos o miles de kilómetros de nuestra casa y a quienes no conocemos ni conoceremos jamás. Es la comunidad imaginaria de que habla Benedict Anderson. Cierto, son los avances de la comunicación global los que nos ha acercado un poco, como es la globalización la que permite que millones de hombres y mujeres en todo el mundo sigan las Olimpíadas, pero esa misma gente le está diciendo a la aldea global que, aunque le agradece sus servicios, no va a diluir sus identidades nacionales.
Y yo digo que eso está bien. Los vicios nacionalistas surgen cuando se transgrede la esencia del fenómeno como lo concibió Herder, la que implica respeto y aceptación a todas las nacionalidades, y mientras no se caiga en esas desviaciones nacionalismo puede ser una buena palabra. ¿Qué hay de malo en gozar y sufrir con las victorias y las derrotas deportivas de nuestros compatriotas? ¿En qué nos perjudica estimular nuestras glándulas sentimentales, pues? El ser humano necesita de vez en cuando una catarsis, y más vale que sea por algo en lo que no nos va la vida… o en lo que nos va un poquito.

abasave@prodigy.net.mx

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