martes, 6 de octubre de 2009

De teatros y circos

Jesús Silva-Herzog Márquez

Al llamarla representación admitimos sus rasgos ficticios. Todo congreso se alimenta de mentiras: una asamblea que le da cuerpo a lo que no tiene; una voluntad que toma decisiones en nombre de otra. La civilización democrática arraiga tal vez en una impostura. Nadie ha descrito la naturaleza teatral de los parlamentos como Rousseau. Para un romántico, una asamblea de grandilocuentes vestidos de pueblo era una farsa indignante. Un diputado no podría hablar más que por sí mismo. Ninguna marometa electoral podría transformar la cabeza de un hombre en recipiente de una comunidad. Nadie puede hablar por nosotros, insistía; sólo nosotros podemos hablar en nuestro nombre. Quien se dice representante popular se anuncia como embustero. Lo es como ese otro profesional de la inmoralidad: el actor. Para el ginebrino, el teatro era una expresión aberrante que ataba en una obscena complicidad a los artistas y los espectadores. Quienes asisten a una función teatral pagan para ser engañados. Asistir al teatro es firmar un contrato fraudulento: el actor simula su muerte y el público se hace el entristecido. Sangre falsa en el escenario, lágrimas voluntariamente burladas en las butacas. Por eso una ciudad virtuosa no podría permitir la instauración de esos espectáculos gemelos de la deshonestidad: el teatro y el parlamento.
Sólo un puritano percibe la imaginación como amenaza. Su ardor le impide percatarse del alimento de esa realidad alternativa. Le impide también advertir las funciones de esa otra ficción que es la representación política: absorber los distintos impulsos de la sociedad, construir palancas eficaces de decisión, hospedar el diálogo nacional, exigir cuentas al poder, controlarlo. Si seguimos esa noción teatral del foro parlamentario, podríamos percatarnos de las deficiencias de nuestra vida legislativa. El teatro de un congreso tiene también su libreto y su código dramático. No es que el desenlace esté prefigurado, es que los actores están llamados a representar un papel y a seguir ciertas pautas y etiquetas. Pero nuestra silvestre vida parlamentaria está lejos de esa dramaturgia democrática. Sobresale el deprecio de los actores por su papel. Los protagonistas de la obra, aquellos que tienen sobre los hombros el deber de sostener el pulso de la función, no aciertan a ocupar el estrado y dar coherencia a su personaje. Ocupan el escenario para ejercer la libertad del espectador. Con cualquier pretexto tiran el libreto para lanzar jitomates y abuchear la obra.
La creatividad política del congreso sigue siendo callejera y tumultuaria. Al parecer, la gran escuela de la socialización política de nuestros legisladores es la marcha y la vida parlamentaria es poco más que una extensión de las movilizaciones. Muchos legisladores entienden su paso por el congreso como culminación de un mitin. Antes, el punto de llegada era la plaza central. Arribar al zócalo era proyectar el grito popular en el corazón de la historia. Ahora son parte del gobierno, integran un poder de la república, constituyen el órgano de la legislación. Y sin embargo, la lógica del estruendo sigue intacta. El éxito electoral de estas movilizaciones no ha llevado a un replanteamiento de la acción política. Simplemente ha cambiado el foro en el que se expresan. El propósito sigue siendo el mismo: sembrar el espacio legislativo de las consignas, las cantaletas y la agresividad propias de un mitin. Tenemos pues legisladores que no actúan como legisladores sino como artistas de performance. Una abierta deslealtad al libreto de la responsabilidad democrática. La energía no se emplea para la reforma de la ley o el control del poder sino para la expresión no argumentativa de la rabia. Subrayo: la expresión de nuestro congreso resalta por su inargumentada combatividad.
Me detengo en otro rasgo del torcido teatro de la representación: su captura. La actuación de los representantes no supone neutralidad sobrehumana. Los representantes populares expresan la parcialidad de su origen, de sus ideas, de sus alianzas y sus intereses. Pero ser representante supone la responsabilidad de procurar eso que llamamos el interés común. Nuestros actores en ese aspecto, no actúan su papel de representantes nacionales sino otro muy distinto: delegados de otros poderes. En ausencia de una legislación estricta que controle el tráfico de influencias y el conflicto de interés, nuestras asambleas han quedado incrustados por defensores del interés parcial. Antes que legisladores, lobistas con fuero. La deformación no obedece solamente a esa falta de regulación sino a la renta de los partidos políticos al mejor postor.
Los problemas de nuestra representación parlamentaria no son, en lo sustancial, problemas de autenticidad democrática. Derivan de la deslealtad al libreto parlamentario y de la captura de la representación nacional.

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