martes, 6 de octubre de 2009

Doctor House

Marcelino Perelló
Excélsior/6 de octubre de 2009

¡Marcelino, Marcelino! Rosalba es una chava formidable. Es una enfermera impecable, como muchas de sus compañeras en el Instituto Nacional de Nutrición, institución insignia de la medicina mexicana. No sé qué grado o categoría posee, pues aquello es más intrincado que la jerarquía militar alemana. Siempre la ves recorriendo con paso apresurado los pasillos, cual mesero del Danubio, sólo que en lugar del caldo verde o de los manteles lleva una solución salina glucosada y una dotación de sábanas clínicas y estándar.
Va de morado. Si las del ISSSTE son azules y las del IMSS verdes, las de Nutrición son moradas. Aunque en un gesto que honra a la dirección se les permite usar modelos de otros años, estampados abigarrados que dan una sensación agradable y que disfraza la férrea disciplina que reina en el lugar. Orita que vuelva a pasar por aquí a ver si la pesco y le pregunto su grado, misión y regimiento al que pertenece.
El caso es que cuando abrí los ojos lo primero que vi fue a la buena Rosalba agitando sus brazos desaforadamente y dirigiéndose corriendo hacia la puerta; al otro lado, Juan Manuel me mira paralizado y azorado. Sobre la boca llevo una mascarilla de oxígeno y mi dedo índice está preso en las fauces de esos caimanes tan de moda, que han venido a sustituir como emblema de la profesión médica a los estetoscopios e incluso a los termómetros.
Pido explicaciones y Rosalba balbuceante me dice que tenía que administrarme ya no sé qué menjurge. Decidió despertarme. Y yo no me despertaba. Rosalba es enfermera diplomada de Estado Mayor, de manera que sabe lo que hace. Es egresada de la UAEM, especialista C, pero su juventud le había impedido tenérselas que ver con dormilones de mi categoría.
Decidió hablarle a la doctora jefa de piso, Roxana Vilca, un teniente coronel tan dulce como severo que nos llega de ignotas y misteriosas selvas subamazónicas de la Cochabamba boliviana. Su rigor y sapiencia la hacen todo un modelo. Hay quienes desconfiarían de un médico llegado de tierras “provincianas”. Y, más aún, si es mujer. La ignorancia es la peor de las estupideces.
La doctora Roxana le dijo que me aplicara el lagartito medidor de oxígeno en sangre, cosa que a todas luces fue suficiente para que el gandul abriera sus ojos desconcertado. El susodicho se encontraba en ese momento en el Sunset Boulevard rodeado de la crema y nata del sexto arte y medio. Están presentando la avant-première de una película veraniega banal, pero en la que todos los actores son amigos míos de juventud. Hay ahí una montaña rusa gigantesca en la que en cada fila caben una docena de personas, pero esa docena tienen que ser todas las mismas. Así que hay una docena de Olavos, una docena de Tzumpis, una docena de Alexandras y hay una fila en que todos sus integrantes van cubiertos con una sábana. En un momento dado, en pleno vértigo, un primer plano levanta las sábanas y debajo estoy yo. Una docena de Marcelinos. El público corea enloquecidamente mi nombre que rápidamente se convierte en el que, con tanta angustia, profiere Rosalba. Y el Sunset se vuelve la habitación 401, allá lejos, por los bosques de Tlalpan.
Le pido a Rosalba, aún en pleno desconcierto (desconcierto de ambos), que me dé un trago de té. Intenta brindármelo a través de la máscara de oxígeno, gracias a un popote. Ahí mi mal humor aflora. Le digo en un tono nunca apropiado a alguien tan fino como ella que se deje de jaladas. Me arranco la máscara. Le tomo el té de las manos y le doy un buen y reconfortante trago. Arrepentido, y sin duda a modo de desagravio, me vuelvo a poner modosito la pinche máscara, pero sin popote.
¿Qué estaba pasando ahí? Pasaron muchas cosas. Entre ellas el significado del enigmático sueño que habría hecho las delicias de meister Sigmund. Pero a Rosalba lo que le pasó fue que, sin proponérselo, se sobreactuó. Sobreactuarse, he ahí uno de los problemas graves y especialmente patógenos de nuestra civilización.
Desde el César y desde Cristo y de endenantes con David y Moisés, la gente sobreactúa con frecuencia. Ya que hablamos de medicina, es un fenómeno semejante al de la sobreventilación. Lo que sucede es que ahora somos muchos y tenemos muchos modelos.
Un magnífico ejemplo lo tenemos en nuestro ya entrañable dos por cientito. Ni Carstens ni por supuesto Calderón tienen la menor idea de si favorece o perjudica, y a quiénes. Pero bien formales y estentóreos, ellos se pronuncian. Eso es, se sobreactúan. Vieron demasiado Las reglas del juego con Carstens en el papel de Glenn Close. Yo mismo me sobreactué durísimo en mis sueños de estrella de Sunset. Sólo tengo el atenuante de que eso es lo que suele suceder a los soñantes. Y lo mismo le sucedió a la dulce Rosalba, mucho más eficiente y preparada que ellos (y que yo mismo), pero que se deja seducir con demasiada frecuencia por ese cojo pedante y antipático del Doctor House.
bruixa@prodigy.net.mx

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