domingo, 22 de marzo de 2009

“Confieso que soy culpable”


Carlos Monsiváis
El Universal/22 de marzo de 2009

En enero de 1968, en el Congreso de Intelectuales en La Habana, Fidel Castro compara favorablemente a los intelectuales con los militantes de los partidos comunistas de América Latina, en especial, es de suponerse, el boliviano, que dejó solo al Che Guevara. Ese mismo año, en agosto, Castro apoya a la invasión soviética de Checoslovaquia y reitera la incondicionalidad. El estalinismo ha perdido su clientela básica, y Castro, al disciplinarse, no convence aunque apenas se le critique por la necesidad de enfrentar como se pueda el acoso (muy real y criminal) del imperio de EU.
El de 1971 es el año del caso Padilla. Heberto Padilla, un buen poeta que ha ganado el premio de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), con su libro Fuera del juego, se empecina en la disidencia, y critica a la Revolución en conversaciones que graba la seguridad del Estado. Se cree a salvo por su condición de escritor. No es así. El Estado o el grupo de Fidel Castro no admiten tanta desfachatez y el “estalinismo tropical” lo detiene. En un manifiesto, protestan 64 intelectuales de América Latina y Europa. Reaparece Padilla en una sesión de la UNEAC y emite la típica confesión estalinista con elogios desmesurados a sus captores y autodenigraciones burdas: “Yo he cometido muchísimos errores, errores imperdonables, censurales, incalificables, y yo me siento verdaderamente ligero, verdaderamente feliz, después de toda esta experiencia que he tenido, de poder reiniciar mi vida con el espíritu con que quiero reiniciarla”.
La “confesión” de Padilla, que a la distancia parece intencionalmente paródica, y que recuerda las mucho más trágicas de las purgas de Moscú (1936-1939) y las de países del socialismo real (ver en La confesión, de Costa-Gavras, el testimonio del checo Arthur London), obliga al siguiente manifiesto de condena de los procedimientos y del exterminio de la libertad de expresión. No todos firman el segundo texto, Casa de las Américas responde con virulencia y Julio Cortázar, firmante de la primera carta, publica un poema, “Policrítica a la hora de los chacales”, quizá no su mejor texto, pero sí la expresión afligida de un escritor que no quiere ver dañada su utopía.
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Luego, en una sesión digna de la gran historia del melodrama latinoamericano, otros escritores reconocen sus culpas, alguno resiste (Norberto Fuentes) y José Lezama Lima produce una de sus grandes parábolas: “En el antiguo Egipto no se podía edificar a orillas del Nilo por culpa de los cocodrilos que infestaban y devoraban. Nadie sabía qué hacer hasta que un egipcio, naturalmente sabio, propuso capturar ratas y soltarlas a orillas del río. Los roedores cumplieron su cometido y devoraron los huevos de los cocodrilos, lo que permitió construir la ciudad”. Y Lezama Lima concluyó con la moraleja inesperada: “Los escritores son como las ratas”.
El caso Padilla deshace sin remedio la unanimidad de un amplio sector intelectual en el mundo que desde Casa de las Américas se extiende a Castro y las hazañas de su gobierno, verificables en educación y salud. Antes, en ocasión de la persecución de los gays, se han dado juicios públicos y confesiones. Después de Padilla, ya restringido el escándalo tienen lugar en La Habana otras detenciones y otros juicios. En su libro póstumo, Antes de que anochezca (1992), Reinaldo Arenas describe uno de esos hechos típicos y arquetípicos de esplendor de la homofobia, ahora calificados marginalmente de “errores de la Revolución”:
“Uno de los escándalos más sonados de aquel momento fue el arresto de Roberto Blanco y su juicio público. Era uno de los directores teatrales más importantes de Cuba entre los años 60 y 70, pero había cometido la imprudencia de mirar el falo erecto de uno de aquellos hermosos jóvenes y, esposado y pelado al rape, fue conducido a un juicio público que se celebró en el mismo teatro del cual era director. La humillación pública ha sido uno de los métodos más utilizados por Castro: la degradación de las personas ante un público, siempre dispuesto a burlarse de cualquier debilidad ajena o de cualquier persona caída en desgracia. Y no sólo la acusación, sino el arrepentimiento, entre golpes de pecho, ante un público que aplaudía y se reía. Y después, naturalmente, rapados y esposados, la purificación de sus debilidades en un campo de caña o cualquier otro trabajo agrícola”.
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En materia de extraer confesiones, abjuraciones, arrepentimientos sonoros y autoflagelaciones síquicas, nadie desafía a la Santa Inquisición, ese Tribunal de la Fe por cuyos crímenes, casi de soslayo, pidió perdón el Vaticano. Pero como sistema de aplastamiento de la conciencia el estalinismo no es menospreciable. Era tal el poder del régimen y era tan aplastante el saberse fuera de todo, de la Patria de los Pueblos, de la Revolución, de la mínima aprobación social, que las confesiones eran en rigor autoepitafios. Todavía en la primera etapa del castrismo las confesiones, en especial emitidas en grandes auditorios, eran aplastamientos rigurosos de los confesos. Ya Heberto Padilla puede disfrutar en lo íntimo su ejercicio de la parodia, algo negado a los soviéticos o los checos. Luego, por la gravedad de las acusaciones y del juicio mismo, el comandante Arnaldo Ochoa, el militar más condecorado de Cuba, es fusilado tras una confesión desgarrada y en algo parecida a la de los generales soviéticos.
En 2009, 20 años después del fusilamiento de Ochoa y Tony de la Guardia, las cartas idénticas y escuetas de Lage y Pérez Roque, calificados por Fidel Castro de “indignos” y de seducidos por “nuestros enemigos”, ya carecen del brío para exigir la hoguera que los depure. Son textos desganados, casi “renuncias por motivos de salud moral”, que ya no buscan convencer. ¿Quién les va a creer que “la traición” de dos discípulos cercanísimos de Castro apenas se descubra ahora si es que se dio como lo dice el comandante? Fuera de Cuba, nadie ha defendido el acto “justiciero” de la Revolución. No sólo faltan pruebas, ha desaparecido la voluntad de creer, tremolante en 1971 cuando el caso Padilla y aún conspicua cuando los juicios contra “los traidores a la Revolución” no merecieron el mínimo comentario de la izquierda que aprobó los campos concentracionarios para homosexuales, testigos de Jehová y antisociales.
Todo cambia, Lage y Pérez Roque han renunciado a sus numerosas encomiendas en el aparato, su perfil burocrático se desvanece y en estos días lo más estimulante ha sido la declaración de Lula ante Obama, al pedir el cese del bloqueo en Cuba y el trato justo a los gobiernos de la izquierda sudamericana.
Escritor

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