lunes, 30 de marzo de 2009

Piensa, compara y… ¿vota?

José Antonio Crespo
Excélsior/30 de marzo de 2009

El IFE, a través de sus mensajes, nos recomienda que en esta elección primero pensemos, comparemos, reflexionemos, antes de votar. Promover la participación electoral constituye, desde luego, parte de las responsabilidades del IFE. El Instituto afirma que, con nuestra participación electoral, podemos generar al ansiado cambio. Pero eso presupone que algún partido en realidad tiene la capacidad y la voluntad de emprender ese cambio, cosa que muchos ya dudamos a estas alturas. De tal modo que, así como numerosos ciudadanos están comparando y reflexionando por quién votar, otros están entre sufragar por algún partido (el que les parezca menos malo) o de plano no hacerlo por ninguno. Más aún, algunos electores ya decidieron no otorgarlo a ningún partido y simplemente están cavilando sobre si concurrir a las urnas para anular su voto o ni siquiera presentarse en la casilla. La más reciente encuesta de GEA-ISA calcula en alrededor de 65% la abstención, la cual ocurriría a causa de apatía endémica, decepción con todos los partidos políticos o por desconfianza hacia el sistema electoral en su conjunto.
Para aquellos ciudadanos a quienes ningún partido logra convencer, porque no ven ya gran diferencia entre ellos, puede surgir la duda de qué es más pertinente y racional: anular el voto o simplemente abstenerse. Eso depende de varios criterios. Por un lado, está la concepción del acto mismo de votar: ¿es un deber cívico o un derecho político? Formalmente, son ambas cosas, pero en la mente de cada individuo puede predominar alguna de las dos acepciones. Para quien considere que votar es esencialmente un derecho, y si ningún partido le llama la atención, puede serle atractivo simplemente abstenerse. Estaría renunciando voluntariamente a ese derecho. No siente ningún resquemor cívico por ello. Para quienes, en cambio, sufragar es un deber cívico (aunque no haya sanción legal si no se vota), puede haber un cierto “costo emotivo” de no presentarse a hacerlo. Pero si además ningún partido lo convence, la forma de resolver ese dilema es anulando el voto: habría cumplido con su deber cívico de votar. ¿Por quién? Por nadie. En numerosos países democráticos la boleta misma incluye un recuadro en que aparece la leyenda “ninguno” o algo parecido, lo queda da al votante la legítima opción de rechazar inequívocamente a todas las ofertas partidarias a base de un “voto en blanco”. Sería bueno tener en México dicha alternativa en la boleta, pero los partidos harán lo que esté en sus manos por impedir o retrasar esa posibilidad. Mientras tanto, el equivalente al “voto en blanco” es anular la boleta cruzándola por completo.
Viene después como criterio la extensión y la naturaleza del rechazo. En principio, podría decirse que si éste se limita a los partidos (aunque abarque a todos por igual), pero no se desconfía del sistema electoral, sus reglas e instituciones, lo lógico y racional sería entonces presentarse a la urna y anular el voto. Ese acto no sumará el voto del elector en favor de ningún partido, según ha sido su voluntad, pero sin debilitar al sistema electoral en su conjunto. Pues un alto nivel de abstención puede también reflejar la debilidad o falta de credibilidad, no sólo en los partidos políticos, sino en el proceso y en las instituciones electorales. Pero, por eso mismo, para el elector que haya dejado de confiar completamente en el sistema electoral, y no sólo en los partidos políticos, la forma más clara e inequívoca de expresar su posición sería absteniéndose, más que anulando su voto.
Finalmente, viene una consideración de tipo estratégico. Quien simplemente desee rechazar al sistema electoral y/o los partidos, sin esperar ya nada de nadie, es más probable que no concurra a las urnas. En cambio, habrá quien vea el abstencionismo o la anulación del voto como una forma de presionar a los partidos, de modo que se percaten del alejamiento que al parecer existe con respecto a los ciudadanos, y hagan algo drástico para corregir esa situación. En esa lógica, un voto muy copioso será entendido por los partidos como que han hecho buen trabajo, que tienen buena representatividad y, por tanto, no hay mucho que cambiar. Con ese razonamiento, podría adecuarse el eslogan del IFE: “Con tu voto, la partidocracia crece, y se fortalece”. En cambio, una fuerte abstención o anulación del voto podría provocar que los partidos acepten reformas al sistema de representación, deleguen parte de su poder a los ciudadanos o provoquen nuevos cambios en el sistema electoral. Para quien haga tales cálculos, la pregunta es si es más racional la abstención como tal, o la anulación. A mi juicio, podría ser más eficaz un abultado número de votos nulos en vez de una amplia abstención. Hace seis años se registró una abstención de 60%, ante lo cual los partidos se dijeron preocupados durante un par de semanas, para después continuar como si nada. Quizá, de rebasar en esta ocasión los votos nulos el promedio habitual (2% en 2006), los partidos pondrían más atención al fenómeno. Por mi parte, he optado por el voto nulo debido a razones estratégicas, aunque me parece que quienes decidan abstenerse lo pueden hacer legítimamente, pues considero al voto más como un derecho que puede ser voluntariamente declinado que como un deber cívico que ha de ser cumplido, aun en contra de las propias convicciones. En todo caso, es más probable que los desencantados con los partidos, con el sistema electoral o con ambos, simplemente decidan no concurrir a las urnas, a menos que tengan una fuerte concepción del sufragio como un deber cívico o que es mi caso piensen que la anulación puede ser una estrategia con mayor probabilidad de ser eficaz que simplemente abstenerse.

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