miércoles, 25 de marzo de 2009

El condimento del insulto




Jesús Silva-Herzog Márquez

Una de las razones de nuestra incapacidad para la democracia es nuestra correlativa incapacidad para el insulto. Pervierto la idea original de Octavio Paz que enlazaba democracia y crítica. Razonaba el poeta que si no somos capaces de emprender una crítica racional del otro, si encontrábamos disposición para criticarnos a nosotros mismos, no podríamos vivir en ese régimen discutidor. Las razones de aquella conexión parecen bastante claras: la democracia vive del debate sobre los asuntos públicos. Por eso muchos han asociado el pluralismo con una discusión de argumentos, antes que con una suma de votos. Pero corremos el riesgo de intelectualizar el régimen si creemos que ese debate del que hablaba Paz es una ponderación de ideas y cotejo de pruebas. El debate democrático es también una representación del pleito y, en buena medida, un enfrentamiento de personas. No hay democracia, pues, sin una buena dosis de insultos. No hay buena democracia sin buenos insultos.
La pobreza de nuestra cultura deliberativa es paralela a la pobreza de nuestra cultura de insultos. En ambas prácticas impera el tópico: trivialidad, lugar común, palabras gastadas que se repiten una y otra vez. Pelele. Populista. Neoliberal. No hay nada más aburrido que el comercio de descalificaciones entre miembros de la clase política. En poco se distinguen esas reyertas a micrófono abierto de los intercambios que registraba Jorge Ibargüengoitia en su tiempo:
- ¿Qué?
-¿Pos qué, qué?
-¡Lo que quieras güey!
Y en seguida, decía Ibargüengoitia en un artículo sobre los insultos modernos, los contendientes pasaban a las manos, gritándole a los mirones “deténganme porque lo mato.” El rebote de las agresiones políticas del México contemporáneo tiene idéntica estructura y muy semejante densidad intelectual. Es notable, por ejemplo, que el cuestionamiento de la virilidad del adversario siga siendo moneda común. Hace unos días, se cuestionaba al presidente de México en esos términos. Ya es tiempo que el presidente demuestre que es hombre de verdad y se faje los pantalones, decía un importante dirigente opositor. El dicterio parecería una tontería, una trivialidad si no fuera porque el gobierno se sintió en la obligación de contestarla, de manera inmediata, directa y solemne. El hinchado Secretario de Gobernación consideró que el improperio era sencillamente inaceptable: se podrán decir muchas cosas del Señorpresidente pero nunca se podrá insinuar que es poco hombre, que le faltan pantalones o que, usándolos, no se los suele fajar. Penosa condición la de un gobierno que sale a la defensa de la virilidad de su titular. Pero, regresando a lo que decía Ibargüengoitia en su apunte sobre la decadencia del insulto, nadie cree en la veracidad de los insultos a menos de que el insultado les imprima importancia. “La reputación del insultado depende de su reacción al insulto, no de la veracidad del mismo.”
En esas estamos. Al reabrirse la temporada electoral se afila la dimensión polémica de la política. Del paréntesis consensual ganamos muy poco. Ahora se abre de nuevo la cancha del conflicto y, a pesar de que el paternalismo de las nuevas leyes pretende cerrarle el paso al discurso crítico, veremos el desfile de insultos gastados, triviales, pedestres. Si, como decía Borges, la injuria es un arte literario, también es una admirable destreza política. Pocas labores más exigentes con la inteligencia que el disparo de un dardo certero a la tontería, la suciedad, la incongruencia, la ignorancia del adversario. Hace un año el Times de Londres recogía en una lista los mejores insultos políticos, dando un lugar previsiblemente, al esgrima de la era victoriana, al legendario combate intelectual entre Gladstone y Disraeli y a los geniales escopetazos de Winston Churchill.
¿De qué habla esa cultura de agresiones elegantes e irreverentes? De la existencia, creo yo, de inteligencias combativas que entienden la importancia de la polémica, de la existencia de cerebros despiertos que no repiten el tic de las agresiones comunes sino que descubren el flanco débil del enemigo y lo explotan con saña y con gracia. Un buen insulto es condimento indispensable para la polémica. No digo que el insulto sea el plato principal de la cena. Lo que digo es que en el debate político es una salsa indispensable. Habrá quien diga que es negación del debate, invasión de las malas costumbres en la pudorosa ceremonia de la deliberación racional. Discrepo de estos pestañeos de la decencia. El debate político ha de ser filoso, es decir, cortante. El buen insulto es necesario como lo son también los buenos argumentos. Yo extraño en el debate nacional no solamente la carne del argumento sino también el condimento de la ofensa inteligente, certera graciosa. Perdonarán los vegetarianos la metáfora carnívora pero nuestro debate público carece de sustancia y aderezo. Privado de idea y de pellizco, nuestra atmósfera de verbal es intercambio de lugares comunes, obviedades y expresiones de buena voluntad. Lo salpican embestidas infantiles que no dejan de ofender a los idiotas.

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