lunes, 30 de marzo de 2009

La universidad y el príncipe de Asturias

Ángeles González Gamio
La Jornada/29 de marzo de 2009

Para Miguel León Portilla

En la señorial calle de Moneda, esquina con Seminario, se encuentra una bella casona, en la que se estableció la primera universidad que se fundó en el continente americano, el 21 de septiembre de 1551, por real cédula de Carlos V, firmada por el príncipe Felipe. Creada para los naturales y los hijos de los españoles, obtuvo del papa Clemente VIII la sanción pontificia y para sus graduados, el derecho de enseñar en todo el orbe.
Ya hemos hablado de los muchos avatares que vivió a lo largo de los siglos. Recordemos algunos: nos viene a la mente cuando en 1810, el gobierno virreinal pretendió que la Real y Pontificia Universidad usara su influencia contra el movimiento insurgente; ante su reticencia, que ya dejaba ver su espíritu autónomo, el virrey Venegas convirtió en cuartel su edificio y dispersó a maestros y alumnos. Las dos siguientes décadas estuvo prácticamente paralizada. Los liberales, que no la veían con buenos ojos por sus antiguas ligas con la Iglesia, buscaban desaparecerla.
El presidente Valentín Gómez Farías expidió el decreto de su extinción y creó seis establecimientos educativos que abarcaban los estudios preparatorios, las ciencias, las humanidades, jurisprudencia y medicina. Antonio López de Santa Anna, en uno de sus periodos presidenciales la reabrió, pero llegó Ignacio Comonfort y la volvió a extinguir. Zuloaga la revivió, Benito Juárez la cerró; la revivieron los intervencionistas franceses y Maximiliano nuevamente la suprimió en 1865.
A partir de esa fecha la universidad no existió jurídicamente, la educación superior estaba regida por la Ley de Instrucción Pública, decretada por Juárez en 1867, perfeccionada en 1869 con las ideas positivistas que impulsó Gabino Barreda, creador de la Escuela Nacional Preparatoria. Funcionaban como instituciones independientes las escuelas de Medicina, Ingeniería, Jurisprudencia y la Academia de San Carlos. Ya desde esa fecha don Justo Sierra proponía la creación de la Universidad Nacional de México, lo que finalmente alcanzó el 22 de septiembre de 1910.
La Ley Orgánica, aprobada por el Congreso, fue liberatoria, pero a la vez limitativa, ya que el Estado conservaba el control económico, la injerencia en el nombramiento de autoridades y profesores y el derecho de veto para toda resolución del Consejo Universitario, que no fuera acorde con sus intereses. En 1933 se emitió una nueva Ley Orgánica, que declaró la autonomía de la universidad que, sin embargo, no fue suficiente, lo que llevó a que en 1942 el rector Brito Foucher se viera obligado a renunciar, como consecuencia de la violencia que él mismo había desatado. Maestros y alumnos se dividieron en dos bandos y el presidente Manuel Ávila Camacho promovió que se nombrara como rector provisional a don Alfonso Caso, quien convocó a un consejo constituyente, que redactó un proyecto de Ley Orgánica que fue aprobada por el Congreso de la Unión y es la que subsiste, con el reconocimiento pleno de la autonomía universitaria.
Ello le ha permitido a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) desarrollarse hasta llegar a ser una de las más destacadas en el mundo, además de ser de las de mayor tamaño y de las que cuenta con un patrimonio histórico y artístico de tal envergadura, que Ciudad Universitaria fue declarada recientemente Patrimonio de la Humanidad y sin duda, los notables inmuebles que conserva en el Centro Histórico influyeron para que este sitio fuera de los primeros en tener dicha declaratoria.
Ahora nuevamente se le menciona para recibir otro reconocimiento internacional sobresaliente: el Premio Príncipe de Asturias, quizá el más importante que entrega España por medio de la Fundación que bautiza la presea y que desde 1981 es entregada en Oviedo, capital del Principado de Asturias, por el príncipe Felipe, quien ostenta dicho título. Esperamos que así sea.
gonzalezgamio@gmail.com

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