miércoles, 18 de marzo de 2009

El cabroñol y el espejismo de la web

Javier Aranda Luna
La Jornada/18 de marzo de 2009

A muchos preocupa la tremenda brecha digital que existe en México. Los más optimistas consideran que sólo 24 por ciento de los mexicanos tiene acceso a Internet, mientras que los pesimistas aseguran que sólo son nueve de cada cien. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), la quinta parte de la población tiene acceso a la red, poco más de 20 millones de personas. Esta desigualdad, dicen unos y otros, fomenta el analfabetismo y limita la circulación de libros entre los mexicanos.
A mí también me preocupa la brecha digital pero, a diferencia de varios políticos y empresarios, no estoy seguro de que Internet fomente la lectura ni aumente el número de lectores, como no fomenta el gusto por la lectura contestar memorándums o leer el prompter en un programa de televisión. Mejor aún; me parece que la red fomenta más el uso de la televisión, de esa otra televisión personalizada que nos permite ver los programas que más nos gustan a la hora que se nos antoje. Si los mexicanos pasamos más horas frente a la televisión que frente a los libros (unas cuatro horas en promedio) me parece natural que la web fomente más el uso de la televisión en sus distintos canales que la lectura de libros.
Los entusiastas por las nuevas tecnologías para fomentar la lectura no son, me parece, lectores habituales. Por eso no me extraña que Fox impulsara Enciclomedia y pretendiera hacer de la megabiblioteca un centro digital para dar servicio a la red de bibliotecas. Lo importante para él, además de construir su mausoleo, era centrar un proyecto educativo exclusivamente en la tecnología. Por eso el descuido en conjuntar un acervo decoroso para la misma megabiblioteca, en el que abundaron en un principio los libros de superación personal más que los de ciencia y tecnología.
No me opongo al uso de la tecnología como herramienta educativa. Simplemente me opongo a multiplicar el espejismo digital que nos provoca la web. Olvidamos que los japoneses y los coreanos no alcanzaron sus altos niveles de lectura gracias a Internet sino al contrario: los altos niveles de lectura y educación permitieron a esos pueblos un rápido desarrollo de las nuevas tecnologías digitales.
Según diversos estudios de mercado, quienes tienen servicio de la Internet se encuentran entre las capas de la población con mejores ingresos. Y si los sectores de mayores recursos son los que más acceso tienen a la tecnología digital (computadora individual por integrante de familia, banda ancha, etcétera), nuestros políticos y empresarios no tendrían que ser tan belicosamente analfabetos, como dice Carlos Monsiváis.
A mayor información, conocimiento, lecturas, siguiendo la lógica del acceso a la Internet como herramienta garante de alfabetismo y conocimiento democrático, los grandes industriales contaminarían menos las aguas de los ríos, depredarían menos los mares y dejarían de fomentar el consumo de la comida chatarra. Y no tanto por ética, sino por puros costos económicos y ambientales que, como a todos, ya les afectan y al parecer no se dan cuenta.
Leer es, al final de cuentas, transformar. No se leen impunemente poemas, cuentos, ensayos, crónicas, reportajes, novelas; la lectura nos permite ver al mundo con un ligero aumento de luz. Los libros, extensiones de nuestra memoria y nuestra imaginación, agrandan literalmente nuestro universo y nos permiten llevar a cabo operaciones con mayor precisión: desde una cirugía para implantar una mano hasta contar con un repertorio infalible de nuevas formas de seducción (¿o no es Jaime Sabines por sus poemas el santo patrono de buena parte de los jóvenes conquistadores?).
¿Información sin uso es información? Los datos de la información adquieren sentido con su uso. Buscamos datos en los libros para ponernos en forma en nanotecnología, medicina, o para disparar nuestra imaginación con las arquitecturas sonoras de unos versos. Y si la Internet fomenta la lectura con los ciberlibros y los miles de periódicos y revistas que cotidianamente nos pone al alcance de la mano, ¿por qué el mayor grupo de usuarios de la red en México, que son jóvenes de 12 a 17 años, han reducido su lenguaje al uso de 94 palabras para comunicarse?, según el académico de la lengua Ernesto de la Peña. ¿Por qué el cabroñol se ha convertido en una segunda lengua nacional entre jóvenes y notoriamente entre la fauna más léida y escrebida de empresarios y políticos que estudiaron en el extranjero?
Estoy seguro y ojalá me equivoque, que el porcentaje de lectores en México será similar aunque dupliquemos nuestro número de internautas. Seguiremos teniendo un porcentaje menor de lectores que el de otro país más pobre que el nuestro y con una brecha digital mayor, como es República Dominicana, según datos del Centro Regional para el Fomento del Libro y la Lectura en América Latina y el Caribe (Cerlalc).
Hace unos días, en el programa Sobremesa de TvUNAM, Carlos Monsiváis nos regaló un par de verdades de oro: decía que no es posible concebir ningún plan de fomento a la lectura si no se considera a la red de bibliotecas, y que quien necesite de apoyos como juegos o trivias digitales de la web, para acercarse a los libros, nunca será lector. Tiene razón.
Qué bueno que existen libros en la web. Pero mejor aún: qué bueno que existen lectores capaces de aprovecharlos; aquellos que no confunden a un bestseller con un clásico, los que son capaces de separar el grano de la hierba para encontrar, por ejemplo, la imagen más novedosa sobre el amor loco en un poeta griego del siglo V antes de nuestra era.

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