viernes, 20 de marzo de 2009

Salvador: avance democrático

José Antonio Crespo
Excélsior/20 de marzo de 2009

Da gusto saber que en algunas de nuestras repúblicas hermanas se dan pasos en sentido democrático, aunque en otras vemos atascos y retrocesos en tan complicado proceso. Y es que la instauración y la consolidación democráticas en América Latina han encontrado un terreno poco fértil. Por lo pronto, en El Salvador se registró la primera alternancia pacífica del poder en mucho tiempo. Tras una cruenta guerra civil de doce años, se inició la democratización. Durante las dos siguientes décadas gobernó el partido de la derecha —no vergonzante—, Alianza Republicana Nacionalista (Arena), heredero del régimen contra el cual se levantó en armas el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), que se transformó en el partido de la izquierda.
El Salvador constituye un caso peculiar: por lo general, de una guerra civil o una revolución violenta emana un régimen autoritario; quien resulta el vencedor de tal contienda (cualquiera que sea su signo ideológico) tiene el terreno despejado para instaurar un autoritarismo, bien de corte militar, personalista o de partido único. Sólo los equilibrios entre los principales contendientes permiten establecer un juego pacífico y equitativo para disputar el poder, elemento definitorio (aunque no suficiente) de una democracia. Los rivales armados en El Salvador llegaron a la conclusión de que ninguno podía imponerse y que persistir en la guerra provocaría la destrucción de ambos. Era un juego de suma negativa. El armisticio consecuente surgió con un pacto democrático que se ha respetado (los Acuerdos de Chapultepec). Los triunfos electorales de Arena fueron reconocidos por el FMLN. Ahora la izquierda gana la presidencia con un político moderado, que no participó en la guerrilla (lo que seguramente fue un elemento clave para atraer a los electores moderados, esos que inclinan la balanza). Paradójicamente, la guerra civil y su fresca memoria en la sociedad y la clase política puede ayudar a seguir por el difícil y empedrado camino de la democratización. El momento más delicado en la institucionalización de un régimen político (y, con mayor razón, de una democracia) es la primera vez que el poder cambia de manos. Las tentaciones de recurrir a las trampas o las armas son mayúsculas. Incluso si el poder queda en el mismo partido, puede haber desorden o tentaciones de desconocer un veredicto desfavorable (como ocurrió en México en 1920, 1923, 1927 y 1929, tras el triunfo del constitucionalismo). El riesgo es mayor cuando llega al gobierno un partido con ideología distinta. Así, en países que habían tenido algunas décadas de alternancia democrática —pero entre partidos ideológicamente afines o no tan distantes—, cuando finalmente triunfó la izquierda, resultó intolerable a los grupos perdedores, los cuales propiciaron exitosamente un golpe de Estado. Fue el caso de Uruguay y Chile en los años setenta.
En El Salvador, el candidato de la izquierda, Mauricio Funes, ganó por un margen estrecho (alrededor de dos puntos porcentuales), pero suficiente como para dar claridad sobre cuál fue la voluntad del electorado (pues no hubo acusaciones o evidencias de amplio fraude). Debe celebrarse que la derecha de ese país no haya incurrido en alguna treta o artimaña para forzar la derrota de su rival. Y es que probablemente Arena es consciente de que eso implicaría poner en riesgo la estabilidad conquistada apenas hace dos décadas. Y probablemente ha puesto en la báscula el valor de la estabilidad misma, en lugar de impedir que la izquierda llegase al gobierno, por las buenas, las malas o como fuera. Y es que, según se dijo, tener fresca la memoria de una descarnada y costosa guerra civil —que causó cerca de cien mil muertes— puede ser un estímulo para que las fuerzas políticas respeten los acuerdos democráticos y eviten una nueva confrontación. Eso ocurrió también durante la transición española, donde el temor de caer en una nueva guerra civil estimuló a las fuerzas políticas para ceder una parte de su ideario con el objetivo de forjar la conveniente democracia.
En contraste, en México los actuales actores políticos y sociales no experimentaron los rigores y las penurias de la Revolución Mexicana, cuya memoria está muy lejos, y sólo se revive en solemnes discursos, películas de bronce, fríos libros de historia o curiosas anécdotas. Además, existe la creencia de que nuestra institucionalidad es todavía resistente a toda prueba y por eso se le trata a patadas (desde afuera, pero también dentro de ella misma). Lo fue, sin duda, pero ha venido desvencijándose gradual pero sistemáticamente de un tiempo para acá. Ojalá el cálculo de quienes patean el tablero político (que son casi todos) sea correcto y resista. Pero podrían equivocarse. Por lo pronto, pese a que en el continente latinoamericano se ve un claro movimiento pendular hacia la izquierda, en México buena parte de la izquierda está convencida de que la vía democrática está cerrada para ella; que los sectores de derecha (congregados en el PAN, los grandes empresarios y parte del PRI) jamás la dejarán alcanzar el poder. Y han llegado a esa conclusión a partir de dos experiencias —1988 y 2006— en que la izquierda pudo haber ganado el gobierno, pero siente que se lo impidieron con malas artes. El arribo al poder de la izquierda, en países pobres y desiguales como los latinoamericanos, representa al menos una enorme válvula de escape a las fuertes tensiones socioeconómicas. La amplia percepción de que los poderosos del país no permitirán abrir dicha válvula, por amenazar sus intereses, constituye en efecto un riesgo para la estabilidad política y social.

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