jueves, 12 de marzo de 2009

Ponzi y las publicaciones académicas

Wietse de Vries*

En estos tiempos de crisis, la cual afecta a una tras otra rama de la economía, valdría la pena dar una mirada crítica a la industria de las publicaciones académicas. Es una industria importante, pero con ciertas características que hacen pensar en los esquemas especiales que sobresalieron recientemente en los arrestos de especuladores como Bernard Madoff y Allen Stanford en Estados Unidos.
La operación de estos especuladores es conocida como “esquema Ponzi” o piramidal. Debe su nombre a un italiano emigrado a Estados Unidos, Charles Ponzi, quien logró convencer a miles de personas de invertir en bonos, prometiendo grandes ganancias. El chiste de la estafa era que no invertía el dinero recaudado, sino que pagaba las ganancias de quienes las reclamaban con el dinero de otros inversores. El esquema funciona mientras crezca el número de inversionistas, pero se cae cuando algunos deciden retirar su dinero.
A primera vista, no hay nada parecido en el negocio de las publicaciones académicas. Los profesores universitarios hacen investigación y dan a conocer sus resultados en revistas, de preferencia de circulación internacional, que son consultadas por colegas. Con ello, el conocimiento avanza, para el bien de todos.
Además, la industria parece prosperar más que nunca. Como señalan algunos sociólogos del conocimiento, de 1900 a la fecha se han publicado más artículos científicos, en todas las áreas, que en los veinte siglos anteriores. Una revisión histórica revela que es irrefutable: los autores clásicos en distintos campos de conocimiento solían publicar pocas obras. A modo de ejemplo, Charles Darwin —cuyo bicentenario celebramos este año— tardó décadas para terminar El origen de las especies y lo publicó finalmente porque parecía que otros se iban a apoderar de las ideas clave de la selección natural. Otros ejemplos son Immanuel Kant, quien empezó a publicar a los 50 años; Erasmo, Schopenhauer, Wittgenstein o Einstein. La lista es larga y casi todos cuentan con pocas obras, incluso algunas fueron publicadas póstumamente.
En efecto, la inmensa mayoría de los autores clásicos nunca hubiera calificado para el Sistema Nacional de Investigadores (SNI). Pero, en este aspecto, ni siquiera Dios: una sola obra en toda la eternidad, de la cual varios capítulos fueron reclamados por otros (más bien fue recopilador o empleó varios ghostwriters), y no fue traducida íntegramente al inglés sino hasta el siglo XII. No fue de circulación internacional hasta el siglo XVI y carece de referencias y de un abstract.
En cambio, hoy no es excepcional encontrarse con académicos que hayan publicado más de 50 artículos y que siguen con vida. La pregunta es si eso se debe a que estamos descubriendo nuevos conocimientos con más velocidad o si la organización de la misma industria publicitaria puede jugar algún papel. Sin querer negar el avance de la ciencia, apuesto por la influencia del segundo factor, un tipo de esquema Ponzi. Para ello, debemos darnos cuenta de que se trata de una industria ciertamente peculiar. El modus operandi es el siguiente:
Paso uno: las universidades pagan a sus académicos para hacer investigación y exigen que publiquen. Con la masificación de la educación superior, hay más académicos que buscan publicar en campos más diversos. Pero para ello requieren medios de divulgación. Así, las universidades mismas, o varias empresas privadas, crean revistas. El prestigio de cada revista depende del grado de selectividad de artículos, pero también de un flujo constante de artículos de académicos de prestigio.
Paso dos: el investigador remite su artículo, con la promesa de que la publicación le dará beneficios como fama, estímulos, promoción, recontratación o todo lo anterior. En cambio, el investigador cede todos los derechos de autor o incluso, para algunas revistas de más prestigio, paga una suma monetaria, nada más para ser considerado para la publicación.
Paso tres: para aumentar la seriedad y el prestigio del autor, la revista emplea un sistema de evaluación por pares. Envía el artículo a dictaminadores, quienes —también de forma gratuita— hacen el trabajo editorial: detectan errores, hacen sugerencias de estilo, recomiendan enfoques o citas adicionales. Algunas revistas tienen un servicio editorial profesional, de corrección de estilo, aunque esta asistencia parece haber sido crecientemente una víctima del outsourcing hacia China o India, con trabajadores que sólo manejan un inglés sumamente elemental.
Paso cuatro: con la publicación, el proceso todavía no termina. Sigue la distribución. En general, la revista ofrece algunos ejemplares gratuitos al autor, pero para los demás se requiere una suscripción. Algunas publicaciones tienen precios módicos o hasta ofrecen servicios de intercambio entre universidades. Pero una revista de prestigio puede costar hasta 3 mil dólares al año, por cuatro ejemplares, y bajar un solo artículo de internet puede implicar un pago de 35 dólares (se aceptan Visa y MasterCard). Aun en el caso de que una universidad compre una base electrónica de revistas, muchas publicaciones manejan un embargo, de varios meses hasta un año, para poder acceder al artículo.
Paso cinco: siguen la lectura, las citas y la recompensa. Para que el artículo sea leído y citado, se debe circularlo. Lo primero se logra con declarar el artículo como lectura obligatoria en los cursos que uno da. Para ello, en el caso mexicano, están los servicios de fotocopiadora, pero esto está sumamente prohibido en países desarrollados (una vez en Canadá se negaron a fotocopiar un libro de mi propia autoría). Para las citas, se debe informar a los colegas sobre la publicación, pero ellos tendrían que comprar un ejemplar. Finalmente, para las recompensas, deben entregarse ejemplares a las instancias correspondientes y el SNI recomienda entregar libros originales.
Paso seis: diferentes instancias de educación superior evalúan el desempeño del investigador a partir de sus publicaciones y citas, y deciden asignarle estímulos y premios.
En resumen, esto es un negocio redondo, por lo menos para las revistas: la universidad —generalmente con recursos públicos— paga al investigador para que escriba —algunas, dentro del Programa Integral de Fortalecimiento Institucional (PIFI), hasta organizan talleres para aprender cómo escribir un artículo científico—. Luego la universidad paga los costos para publicar. Después sufraga los costos de la suscripción a las revistas para tener acceso, incluso cuando se trata de sus propios investigadores. Finalmente, paga una bonificación al investigador por haber publicado.
En el ámbito académico, quizá no se trate de un esquema tan mal intencionado como el de Ponzi. Existen muchas revistas dirigidas por personas de buenas intenciones, sostenidas por trabajo voluntario y de buena circulación, aunque en el mercado académico suelen ser desdeñadas por instancias gubernamentales y universitarias por carecer de estándares internacionales.
Para otras publicaciones, particularmente las de circulación internacional, queda la duda: funcionan convenciendo a los académicos de que se debe trabajar gratuitamente, a cambio de reconocimientos inmateriales, pero este esquema es sólo sostenible si las universidades (o los propios académicos) compran estas revistas. Es decir, la maniobra depende de que las universidades reconozcan, y financien, las revistas; que éstas premien a los académicos, y que los académicos sean recompensados por su productividad por las universidades, para que sigan sometiendo artículos. Es, en suma, como convencer a J.K. Rowling de que entregue los episodios de Harry Potter de manera gratuita y, al mismo tiempo, persuadir a las escuelas secundarias para que obtengan una suscripción a fin de que los chamacos puedan leer los libros.
En un mercado donde periódicos importantes y editoriales internacionales están entrando en crisis por la falta de lectores que pagan (y leen), queda la siguiente pregunta: ¿por cuánto tiempo más este esquema será sostenible?
* Profesor-investigador de la BUAP y miembro del Seminario de Educación Superior.

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