La Jornada/1 de marzo de 2009
El derecho del trabajo es una rama o un sistema del ordenamiento jurídico, como lo son el derecho civil, el mercantil, el penal y todos los demás. Lograr que fuera concebido así costó mucho esfuerzo y, entre nosotros, el verdadero hacedor de la obra fue el maestro Mario de la Cueva. En 1938 publicó el primer tomo de su monumental Derecho mexicano del trabajo. Le dio título definitivo a la materia. Antes se le denominaba derecho obrero, derecho industrial y cosas así. De la Cueva hizo notar que no se trataba de un derecho de clase (de la clase obrera) como muchos demagogos sostenían, pero que tampoco era una simple derivación del derecho privado (hasta entonces una buena mayoría de los regímenes laborales del mundo incluían en la legislación civil las relaciones laborales).
Gustav Radbruch, el gran filósofo del derecho alemán que ya he mencionado aquí, había postulado que entre el derecho privado y el derecho público, ya en pleno siglo XX, había proliferado una nueva especie de derechos (como sistemas jurídicos) que no eran ni lo uno ni lo otro. Entre ellos mencionaba el derecho agrario, el derecho económico y, por supuesto, el derecho del trabajo. A estos derechos los denominó derechos sociales. Eso destruyó la geometría perfecta del antiguo derecho que dividía al mundo jurídico en sólo público y privado. De la Cueva lo hizo notar, pero aprovechó el viaje para fijar la peculiaridad del derecho del trabajo. Ya en la pequeña exposición del plan de su obra, escribió: La aplicación del derecho del trabajo supone la existencia del contrato del trabajo, esto es, entre un trabajador y un patrono, y todas sus disposiciones tienden, en última instancia, a garantizar a cada obrero un mínimo de vida (edición de 1938, p. 7).
Ello supondría que, en efecto, se trata de una contratación entre privados. Con una erudición asombrosa, el maestro muestra que la privatización del derecho del trabajo condujo a las mayores iniquidades, porque muy pronto se descubrió que esos privados que son el trabajador y el patrono pueden ser calificados como libres, pero su libertad no es igual. Si se deja al trabajador sin la protección de la sociedad (del Estado que la representa), su libertad no vale nada en las relaciones de desigualdad con su patrono y éste siempre se impondrá. No puede haber una justicia igual en la que tratan iguales, sino una justicia conmutativa (Aristóteles decía que consistía en tratar desigualmente a los desiguales). En el derecho del trabajo, el Estado debe proteger al trabajador hasta hacerlo igual a su contrincante jurídico, su patrono.
De la Cueva siempre luchó porque se entendiera que el derecho del trabajo era una regimentación de intereses contrastantes, pero que se necesitaban el uno al otro: “…la más elemental justicia exige que se fijen los derechos mínimos de uno y de otro –escribía–, que fundamentalmente son, respecto al trabajo, un determinado nivel social para cada trabajador y una defensa de su salud y de su vida, y para el capital, el respeto de la propiedad privada y el derecho a percibir una utilidad” (p. 188). El capital sólo puede subsistir si se protege el trabajo, aunque ahora muchos estúpidamente piensen que se puede hacer a menos del trabajador. Al empresario empleador hay que protegerlo porque hace su inversión que procura el empleo; pero al trabajador hay que protegerlo como un bien de la nación porque sin él no hay producción. Ese no es el caso del empresario.
Más adelante, el maestro insiste en el concepto: “Tiene el derecho del trabajo como finalidad primera… proteger la salud y vida del trabajador y garantizarle determinado nivel social” (p.191). Y no se hacía ilusiones. El capitalismo individualista busca devorar y destruir al trabajador para hacer su ganancia. El derecho busca proteger al trabajador para hacer posible la producción de la riqueza nacional. El dilema está claro: o se protege y se preserva al trabajador o se le destruye en aras del enriquecimiento personal. De la Cueva remata su razonamiento así: “En realidad, todo el problema del derecho del trabajo gira alrededor de la relación del trabajo, puesto que la finalidad mediata [a largo plazo]… es una tendencia susceptible de revestir las más variadas formas, que no siempre conducen a la destrucción del asalariado como sistema de producción” (p. 191).
El artículo 123 de la Constitución entraña exactamente lo que el maestro explicaba: el objetivo de esta rama del derecho es hacer procedente la producción de riqueza para la sociedad, pero no a costa del aniquilamiento del asalariado. En este artículo se instituyen (se establecen) los derechos de los trabajadores que deben quedar incluidos en cualquier relación o contrato laboral y son innegociables. No son un máximo, sino un mínimo. Todo lo que el trabajador pueda negociar a su favor va por encima de ese mínimo. El empleador no puede negarse a satisfacer ese mínimo. Jornada máxima de trabajo (y horas extras), salario mínimo, protección de las mujeres y los menores trabajadores, vivienda para ellos cuando la empresa esté en condiciones de proporcionarla, seguridad y previsión social para los trabajadores como responsabilidad compartida por trabajadores, empresarios y Estado; protección en trabajos riesgosos, indemnización o reinstalación y otros más.
En la legislación derivada (Ley Federal del Trabajo), empero, se da pie para que esos derechos básicos de los trabajadores, que en la doctrina del 123 miran a proteger su vida y la preservación de la fuerza de trabajo como un bien de la nación, sean regateados o disminuidos o incumplidos por los empresarios. Siempre ha habido diferencias notables entre el 123 y la legislación reglamentaria (desde la primera ley de 1931). Toda la legislación del trabajo se ha hecho siempre para limitar, poner a negociación o, incluso, negar los derechos básicos establecidos en el 123. Siempre se ha dicho, pero nadie ha hecho nada, ni los sindicatos, que ya sabemos lo que son. La nueva propuesta de la Secretaría del Trabajo, mantenida al oculto por Don Roque y que ni siquiera tiene la forma de un proyecto de decreto, va a un extremo jamás visto antes.
Mi próxima entrega estará dedicada a ese nuevo intento de conculcación de los derechos laborales. Todos los derechos básicos, innegociables e inatacables del 123, ahora no sólo son negociables, sino que ya ni se mencionan o, de plano, se dejan de parte. Como todos los bienes de la nación, para los panistas, también nuestra fuerza de trabajo está a la venta.
Gustav Radbruch, el gran filósofo del derecho alemán que ya he mencionado aquí, había postulado que entre el derecho privado y el derecho público, ya en pleno siglo XX, había proliferado una nueva especie de derechos (como sistemas jurídicos) que no eran ni lo uno ni lo otro. Entre ellos mencionaba el derecho agrario, el derecho económico y, por supuesto, el derecho del trabajo. A estos derechos los denominó derechos sociales. Eso destruyó la geometría perfecta del antiguo derecho que dividía al mundo jurídico en sólo público y privado. De la Cueva lo hizo notar, pero aprovechó el viaje para fijar la peculiaridad del derecho del trabajo. Ya en la pequeña exposición del plan de su obra, escribió: La aplicación del derecho del trabajo supone la existencia del contrato del trabajo, esto es, entre un trabajador y un patrono, y todas sus disposiciones tienden, en última instancia, a garantizar a cada obrero un mínimo de vida (edición de 1938, p. 7).
Ello supondría que, en efecto, se trata de una contratación entre privados. Con una erudición asombrosa, el maestro muestra que la privatización del derecho del trabajo condujo a las mayores iniquidades, porque muy pronto se descubrió que esos privados que son el trabajador y el patrono pueden ser calificados como libres, pero su libertad no es igual. Si se deja al trabajador sin la protección de la sociedad (del Estado que la representa), su libertad no vale nada en las relaciones de desigualdad con su patrono y éste siempre se impondrá. No puede haber una justicia igual en la que tratan iguales, sino una justicia conmutativa (Aristóteles decía que consistía en tratar desigualmente a los desiguales). En el derecho del trabajo, el Estado debe proteger al trabajador hasta hacerlo igual a su contrincante jurídico, su patrono.
De la Cueva siempre luchó porque se entendiera que el derecho del trabajo era una regimentación de intereses contrastantes, pero que se necesitaban el uno al otro: “…la más elemental justicia exige que se fijen los derechos mínimos de uno y de otro –escribía–, que fundamentalmente son, respecto al trabajo, un determinado nivel social para cada trabajador y una defensa de su salud y de su vida, y para el capital, el respeto de la propiedad privada y el derecho a percibir una utilidad” (p. 188). El capital sólo puede subsistir si se protege el trabajo, aunque ahora muchos estúpidamente piensen que se puede hacer a menos del trabajador. Al empresario empleador hay que protegerlo porque hace su inversión que procura el empleo; pero al trabajador hay que protegerlo como un bien de la nación porque sin él no hay producción. Ese no es el caso del empresario.
Más adelante, el maestro insiste en el concepto: “Tiene el derecho del trabajo como finalidad primera… proteger la salud y vida del trabajador y garantizarle determinado nivel social” (p.191). Y no se hacía ilusiones. El capitalismo individualista busca devorar y destruir al trabajador para hacer su ganancia. El derecho busca proteger al trabajador para hacer posible la producción de la riqueza nacional. El dilema está claro: o se protege y se preserva al trabajador o se le destruye en aras del enriquecimiento personal. De la Cueva remata su razonamiento así: “En realidad, todo el problema del derecho del trabajo gira alrededor de la relación del trabajo, puesto que la finalidad mediata [a largo plazo]… es una tendencia susceptible de revestir las más variadas formas, que no siempre conducen a la destrucción del asalariado como sistema de producción” (p. 191).
El artículo 123 de la Constitución entraña exactamente lo que el maestro explicaba: el objetivo de esta rama del derecho es hacer procedente la producción de riqueza para la sociedad, pero no a costa del aniquilamiento del asalariado. En este artículo se instituyen (se establecen) los derechos de los trabajadores que deben quedar incluidos en cualquier relación o contrato laboral y son innegociables. No son un máximo, sino un mínimo. Todo lo que el trabajador pueda negociar a su favor va por encima de ese mínimo. El empleador no puede negarse a satisfacer ese mínimo. Jornada máxima de trabajo (y horas extras), salario mínimo, protección de las mujeres y los menores trabajadores, vivienda para ellos cuando la empresa esté en condiciones de proporcionarla, seguridad y previsión social para los trabajadores como responsabilidad compartida por trabajadores, empresarios y Estado; protección en trabajos riesgosos, indemnización o reinstalación y otros más.
En la legislación derivada (Ley Federal del Trabajo), empero, se da pie para que esos derechos básicos de los trabajadores, que en la doctrina del 123 miran a proteger su vida y la preservación de la fuerza de trabajo como un bien de la nación, sean regateados o disminuidos o incumplidos por los empresarios. Siempre ha habido diferencias notables entre el 123 y la legislación reglamentaria (desde la primera ley de 1931). Toda la legislación del trabajo se ha hecho siempre para limitar, poner a negociación o, incluso, negar los derechos básicos establecidos en el 123. Siempre se ha dicho, pero nadie ha hecho nada, ni los sindicatos, que ya sabemos lo que son. La nueva propuesta de la Secretaría del Trabajo, mantenida al oculto por Don Roque y que ni siquiera tiene la forma de un proyecto de decreto, va a un extremo jamás visto antes.
Mi próxima entrega estará dedicada a ese nuevo intento de conculcación de los derechos laborales. Todos los derechos básicos, innegociables e inatacables del 123, ahora no sólo son negociables, sino que ya ni se mencionan o, de plano, se dejan de parte. Como todos los bienes de la nación, para los panistas, también nuestra fuerza de trabajo está a la venta.
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