miércoles, 29 de julio de 2009

Docencia y calidad educativa

Axel Didriksson
Excélsior/28 de julio de 2009
Los sistemas de evaluación estándar que trabajosamente se presentan como el único eje de la política educativa enfocada a mejorar la calidad del sistema, ahora vuelven a aplicarse para el magisterio nacional.
Con el subterfugio de que las plazas de los maestros deben pasar por una evaluación de méritos y conocimientos, se ha anunciado la constitución del Órgano de Evaluación Independiente con Carácter Federalista (OEICF: ¿algún otro nombre más feo?), compuesto por 70 expertos a quienes nadie conoce y que permanecerán en el anonimato (la certidumbre, por cierto, no se logra bajo el anonimato, como lo demostró la organización abierta y conocida de los comités de pares del Sistema Nacional de Investigadores), ante lo cual vale la pena dar a conocer algunos resultados de investigaciones sobre el tema, para apreciar la eficacia que puede alcanzar un organismo de esta naturaleza y el impacto que podría tener en la calidad de la educación que proporcionan los maestros en el aula.
Al contrario de lo que algunos analistas consideran como lo más positivo de la propuesta que se ha generado entre la SEP y el SNTE, la docencia es, por lo general, una “herencia” familiar. Muchas profesiones lo son, sin embargo, para el caso, la docencia tiene un alto valor como herencia cultural que proviene de madres, padres, hermanos mayores u otros familiares que hacen de esta profesión una muy endogámica (C.fr. Emilio Tenti; 2005).
Asimismo, respecto de las investigaciones que hacen referencia al tema de la evaluación del trabajo docente (“evaluar al evaluador”) se sabe que, en su gran mayoría, los profesores otorgan muy poca legitimidad a los resultados de la misma, sobre todo porque todas las evaluaciones establecen una clasificación jerárquica, frente a lo que se considera un trabajo colegiado, y establecen diferencias, a su manera de ver, superficiales.
Desde la óptica de la pedagogía crítica, el valor social de los conocimientos es un bien público y un derecho humano (C.fr. UNESCO, 2009) y, por ende, el trabajo docente no admite jerarquías sino las que se sustentan en la experiencia y en el trabajo cotidiano. La educación es en sí misma un proceso acumulativo y, por ello, no resulta convincente que se limite el trabajo de años o el proceso largo de una formación especializada (con todo y sus enormes deficiencias) a pruebas estándar, más cercanas al control de la profesión que a la distribución equitativa de los conocimientos.
También se sabe que toda política que busque cambios en la labor docente tiene que organizarse de forma integral y no desde la intervención de una sola variable. Esto es: desde el plano articulado de la educación que se recibe para formarse en la profesión, las condiciones con miras a su constante perfeccionamiento, el salario y sus estímulos, la gestión del currículum y la participación del profesor en los resultados de todo el proceso.
Quedarse en uno de estos aspectos, desvalorizar la experiencia y la acumulación de la misma en los colectivos académicos y no alcanzar a diseñar una estrategia holística para intervenir en los cambios de mediano y largo plazos en el conjunto de la profesionalización del magisterio, vuelve a ser un error, como tantos que ya hemos vivido.
Con el mecanismo de siglas impronunciables que se ha propuesto, lo que volverá a ocurrir es que, un instrumento tan valioso como la evaluación entre pares, se mute en un conflicto social permanente y lo entorpezca todo.
didrik@servidor.unam.mx

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