domingo, 5 de julio de 2009

“Ni instituciones ni hombres, falla el sonido”

Carlos Monsiváis
El Universal/5 de julio de 2009

Hartas de la frase (“No fallan los hombres, fallan las instituciones”), las instituciones han decidido intervenir. La frase puede decir lo que le venga en gana, por eso es muy corta para empezar, pero el descrédito que lanza sigue recayendo en las instituciones y no en los hombres, que desaparecen, atrapados por el olvido o por una memoria tan rencorosa que los identificaba con las instituciones. ¿Quién se acuerda, salvo los memoriosos de oficio, de la trayectoria de los gobernadores? Más bien, se culpa al clima y sus variaciones, o a la condición mortal de aquellos manifestantes, creo que venían de Atenco o de quién sabe dónde.
Y las instituciones ya parecen clones de otras instituciones. La tendencia unánime es culpar a las secretarías, como si no hubiese ocupantes, como si en sí mismas fuesen responsables de los hechos. La amnesia y el facilismo invertían la sentencia: “Si no existieran los hombres, fallarían cada vez más las instituciones”.
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Ante la situación, las instituciones se reunieron a decidir la estrategia. Era la primera reunión privada de las instituciones, que suelen negarse a perder su tiempo con otras de su índole. En la reunión, agitadísima, una institución respetable y tricentenaria emitió su docta palabra: “Nuestro desprestigio es inevitable mientras tengamos a los hombres de huéspedes. Su oficio es desprestigiar lo que tocan. A eso se han dedicado desde el Génesis. En cambio, las instituciones sólo han hecho el bien y sembrado el buen ejemplo. Muchos médicos quisieran ser como el IMSS, ¿pero cuántos quisieran ser toda la vida practicantes? Y voy más lejos: ¿quién ha sabido de una institución que robe, prevarique, cese a sus críticos, defraude, deje de trabajar nomás porque sí? No, las instituciones son perfectas, o no serían instituciones sino hombres y, ni modo, hay que hacerle caso a lo políticamente correcto, si no mujeres”.
El debate continuó por horas, y las instituciones argumentaron todas en el mismo sentido. La resolución era inapelable: las instituciones seguirían en su marcha ascendente, y ya sin mácula, al deshacerse de las personas que las infestaban y calumniaban. Un aplauso selló el pacto. Luego, en un intervalo de silencio, se escuchó una voz: “¿Pero podremos funcionar sin los seres humanos? Sobre todo aquellas instituciones que no están suficientemente computarizadas”. Sus palabras causaron un breve estupor, luego hablaron algunas instituciones dignas de crédito, y otras, las más desprestigiadas, consagradas a la seguridad pública: “¡Claro que podemos! Si son los hombres los que fallan, de pura rabia ante nuestra condición infalible. Habrá problemas menores pero de allí no pasa. Fíjense en el caso de las procuradurías. Cambian tanto de personal al año, que los hombres ni siquiera duran en sus puestos el tiempo suficiente para demostrar que fallaron.”
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Una institución de beneficencia pidió la palabra: “Está bien. Podremos continuar dando servicio, y muy eficaz, sin los hombres. Pero tómense en cuenta las consecuencias trágicas. Hasta ahora, los hombres también han dependido de las instituciones para conseguir trabajo. Sin nosotros, ¿cuántos andarían en las calles lavando parabrisas y pidiendo limosna? ¿Cuántos funcionarios dejarían de asombrar a sus dos o tres familias con el lujo y los guaruras? ¿Cuántas eminencias de hoy no disputarían su derecho al ambulantaje?”.
El discurso de filantropía caló hondo, y las instituciones se miraron unas a otras con desconcierto y pesar. Sí, cómo podían haber dependido de los hombres, tan ineptos, tan agotados en su pleito entre premisas y consecuencias. La molicie, el dejar que sus cuentahabientes les resolvieran algunos pequeños problemas, había influido en la mala opinión que se tenía de ellas. A punto de la autocrítica, cuando una institución se apoderó del micrófono: “Basta, compañeras. No se dejen llevar por el chantaje sentimental. Es cierto, gracias a nosotros millones de hombres consiguen empleo. ¿Pero no se beneficiarían muchos millones más si actuásemos con eficacia? ¿No es verdad que la burocracia, además de hacernos quedar mal, daña el espíritu de la humanidad al acostumbrarla al break, que ha impedido la continuidad de los trabajos y ha convertido las oficinas en espacios de la mirada ansiosa al reloj? Los hombres y, está bien, las mujeres deterioran nuestros edificios, que es como vulnerar nuestra entraña, proclaman que no la hacemos, se roban nuestros materiales y se ostentan como nuestros legítimos representantes, siendo que, como es obvio, las únicas representantes de las instituciones son las instituciones mismas”.
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Una institución que llevaba atuendo de viuda porque a cada rato se le morían sus pacientes, habló con indignación: “Si las instituciones fallaran como dicen, nadie podía estar seguro en los weekends. Pongo el ejemplo de las instituciones electorales, a lo mejor algunas podrían merecer la crítica, pero entonces se tendría que demostrar que si fueran perfectas alguien les haría caso. Un Tribunal Electoral puede intervenir descaradamente a favor de los intereses del partido político en el poder, pero si no lo hiciera, ¿en qué se entretendrían los quejosos? No es que el tribunal falle, sino que una de sus funciones es amenizar las reuniones con temas de queja que le sirvan a los presentes para creer que tienen indignación social”.
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El debate se prolongó por horas, y cuando ya se estaba a punto de tomar la decisión, una llamada a uno de los celulares aclaró el panorama. Aprovechándose de la reunión de todas las instituciones, los hombres las habían saqueado minuciosamente, habían pintado letreros obscenos en sus paredes y aseguraban en conferencia de prensa que si procedían así era porque las instituciones eran un desastre, y lo menos que podían hacer era tomarse una revancha. Y ante la catástrofe, lo más que pudieron hacer las instituciones fue renunciar a todo diálogo de concordia porque “los hombres fallan pero se aprovechan”, como afirmó muy dolida una institución de caridad.
Escritor

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