jueves, 16 de julio de 2009

Reforma del Estado, no sólo electoral

Humberto Musacchio
Excélsior/16 de julio de 2009

Todavía no se nos borra la tinta del pulgar y ya se habla de una nueva reforma electoral, cuando lo necesario, urgente incluso, es avanzar hacia cambios mayores en la esfera estatal para hacerle frente a la ineptitud recaudatoria, al desastre educativo, al abandono de la seguridad social y de la salud pública y, por sobre todo, para hallar una salida a la ingobernabilidad que ha hecho de México territorio de los poderes fácticos.
La más reciente reforma electoral implicó un conjunto de cambios que son suficientes para regular los procesos comiciales y la intervención de los diversos actores. Lo que faltó fue contar con autoridades más decididas a aplicar la ley, dispuestas a proceder sin miramientos ante los abusivos, capaces de atajar las actitudes tramposas, en fin, autoridades electorales dignas de ese nombre, no comparsas de uno u otro partido.
El paquidérmico y muy oneroso aparato electoral debe ser desmontado. Quizá no ahora, cuando la crisis y el desempleo azotan a la sociedad, pero tiene que plantearse como objetivo para 2012 o no mucho después. No hay razón para pagar quincena a quincena, permanentemente, a 12 mil empleados de base, tres o cuatro mil por honorarios y a funcionarios con sueldos exorbitantes por realizar un trabajo que no les ocupa más de seis meses cada tres años. Mantener esa maquinaria es una ofensa en un país con tantas necesidades.
El financiamiento privado se debe prohibir por completo y el público tiene que reducirse en forma considerable, lo que se puede conseguir si el tiempo del Estado en los medios electrónicos se abre para que conozcamos las plataformas partidarias y las trayectorias y propuestas específicas de los candidatos. Insistir en la tontería de difundir un número de anuncios mayor al número de votos es tirar dinero, pues la repetición mecánica de lemas y la proyección ad nauseam de siglas y logotipos no sirve para maldita la cosa: no informa a los electores ni mucho menos contribuye a formar conciencia en torno a las ofertas electorales.
Es indignante que nuestros impuestos sean para que los dirigentes partidarios se desplacen a bordo de lujosos automóviles o de enormes camionetas manejadas por un chofer y seguidas frecuentemente por el ominoso coche de guaruras. Es una vergüenza que los partidos dispongan de empleados y funcionarios que se cuentan por decenas de miles en cada caso. Por eso, es hora de recortar drásticamente el gasto en partidos y elecciones y destinar ese dinero a inversión productiva y generadora de empleos.
Es obvio que nuestro sistema electoral es una pesada losa sobre las finanzas públicas, pero es igualmente claro que ese mismo sistema no permite que estén representados los diversos segmentos de la sociedad ni abre puertas para la necesaria oxigenación y el recambio que necesita todo orden vivo. Es imperativo modificar la ley para acabar con el oligopolio de los partidos, facilitar el registro de nuevas formaciones políticas y dar cauce a las candidaturas ciudadanas o, lo que es lo mismo, a la expresión organizada, legal y pacífica del descontento social. Todo eso hay que hacerlo para evitar que el país se deslice hacia la desesperanza, la frustración y la violencia.
Pero ya no basta con modificaciones electorales. Hoy la realidad demanda algo mucho más ambicioso: una gran reforma del Estado que modifique las actuales formas de poder institucional, que mantenga la figura presidencial, pero reducida a funciones protocolarias y apenas algo más, y que ponga en otras manos el gobierno nacional. Hasta ahora las funciones del jefe de Estado y del jefe de gobierno se han concentrado en una sola persona, lo que funcionó mientras vivimos bajo el régimen de partido único con comparsas.
Hoy todo es diferente. El presidencialismo es un cascarón vacío, pues ya no existen los mecanismos que le daban sustento. El Estado, entendido como el conjunto de instituciones y prácticas legales y paralegales, en nada se parece al que mantuvo la hegemonía priista de 70 años. En una palabra, el viejo orden ya no funciona y hay que aplicar cirugía mayor.
Si ya no funciona el presidencialismo, es absurdo mantener concentradas en una persona las funciones del jefe de Estado y del jefe de gobierno. Lo que era una presidencia débil, inepta y con serios problemas de legitimidad, con el resultado de las elecciones de este año quedó en la mayor indefensión. Si existiera una adecuada división de funciones, los comicios de este mes hubieran depositado el mando de los asuntos diarios en un gabinete priista que tendría que hacerse responsable de la gobernabilidad. Lo que tenemos en la Cámara de Diputados es una mayoría PRI-PVEM que decidirá sobre presupuesto y otros asuntos, pero que no responderá por las consecuencias de sus decisiones, pues esa factura llegará directamente a Los Pinos. Y mientras eso siga igual, el país continuará desmoronándose, cada día nuevos territorios quedarán en poder del narcotráfico y graves decisiones serán bloqueadas o desviadas por los poderes fácticos. Así estamos…
hum_mus@hotmail.com

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