sábado, 10 de mayo de 2008

10 de Mayo

Artículo de Ernesto Camou Healy, publicado este sábado 10 de mayo, en EL IMPARCIAL:
10 de Mayo
Ernesto Camou Healy

Hace ya muchos años, la llegada de mayo marcaba varias actividades de importancia. Desde unas semanas atrás, los piadosos maestros nos inculcaban que el regalo más importante para la progenitora era un “ramillete espiritual”. Éste consistía en una generosa colección de oraciones, actos fervorosos, misas, comuniones y todo tipo de prácticas místicas que marcaba el catolicismo.
La idea era regalar a nuestra madre una prueba fehaciente de que sus hijos eran la mar de fervientes, lo que debería hacerla muy feliz. Para eso los buenos hermanos lasallistas nos insistían en hacer una rigurosa contabilidad de nuestras oraciones y ejercicios devotos. Nos daban, en aquella primaria ahora casi inverosímil, unas hojitas en las que se señalaban los actos píos que ofreceríamos por la salud espiritual de nuestra madre.
Ahí se listaban “jaculatorias” (frases de contenido religioso, como por ejemplo “Señor mío y Dios mío…” o “Luzca para ellos la luz perpetua, descansen en paz, así sea” al pasar frente al cementerio), además estaban las “Aves Marías”, los “Padres Nuestros”, las “Salves”, las misas, las comuniones, los rosarios, los Vía Crucis y otros eventos fervientes que, nos decían, agradarían sobremanera a la mamá.
Y ahí nos tenían repitiendo sin cesar, a los 9 o los 12 años, a cada momento, una jaculatoria elegida por lo corta y sencilla. Cuando completábamos la decena, con cuidado la apuntábamos en el cuadernillo, a tal grado que había días en que lográbamos emitir 200 ó 300 oracioncillas de ésas.
Así llegábamos a la semana anterior al 10 de Mayo con largas listas de actos de devoción que entregaríamos a nuestras madres en su día. Eso provocaba competencias entre los compañeros: No falta quien llegaba con altísimas cuentas, tantas que parecía estar fanfarroneando y presumiendo de piadoso. Su catálogo despertaba envidias y celos, y nos esforzábamos por no quedar demasiado atrás de quien se apuntaba, a los 10 años, como un auténtico místico. Entonces se sucedían las jaculatorias al vapor, chapurreando con prisa el sentido de la invocación.
A alguien se le ocurrió una buena idea, el fervor por adelantado: Se trataba de apuntar en el ramillete una serie de eventos píos que nos comprometíamos a realizar. Una especie de piedad a crédito. Eso nos permitía llegar a la fecha con un caudal de oraciones que no nos dejaba en ridículo frente al que presumía una acumulación desmedida de tales bienes. La convivencia había transformado un ejercicio devoto en una competencia por el prestigio de ser el más eficaz en la piedad oral.
A pesar de estos entrenamientos los niños de aquella medianía de siglo nos íbamos logrando, y llegábamos a la adolescencia con otras inquietudes y expectativas. Entonces el regalo a la madre se convertía en una serenata ensayada uno o dos días antes, con un amigo que rasgaba la guitarra y otro que conseguía un pick up para trasladar a la tropa. Era una excelente ocasión de relajo, con la excusa del amor filial. Ese día nos dejaban desvelarnos por una buena causa…
Al las once de la noche nos juntábamos y enfilábamos a la primer casa de muchas que visitaríamos. Ahí, espichaditos, nos acomodábamos frente al dormitorio de la madre en turno y nos arrancábamos con “Las Mañanitas” más desentonadas e incompletas que se haya escuchado. No sabíamos bien la letra, y la música era un remedo atroz de lo que se oía en la radio. Decir que parecíamos coyotes ensayando un celo medio rabioso era demasiado.
En una ocasión, aburridos de tantas repeticiones de las “mañanitas que cantaba el Rey David…” al hijo de la última festejada se le ocurrió sugerir que entonáramos mejor “Juan Charrasqueado”. A todos nos pareció una magnífica idea… menos a la mamá que había esperado hasta las tres de la mañana a su crío que había decidido entonar un homenaje inusitado…
La señora no se sintió conmovida con nuestro esfuerzo melódico y salió, furiosa, a meter al infractor a su casa, jalándolo de las orejas. Los demás nos quedamos a media canción y sin carro, pues el novel mariachi era el chofer. Hicimos el viaje de regreso caminando en la oscuridad de Hermosillo, a pie y preocupados, sin mucha manera de explicar la demora…


Ernesto Camou Healy, doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía.

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