domingo, 4 de mayo de 2008

Monsi: Profeta y testigo del apocalipsis citadino

Entrevista a Carlos Monsiváis, publicada en la edición de este domingo en EL UNIVERSAL:

Profeta y testigo del apocalipsis citadino

Sus miedos, logros, recuerdos e incluso su nula fe religiosa han moldeado la vida de un hombre imprescindible en la cultura mexicana

Juan Solís
El Universal
Domingo 04 de mayo de 2008

A sus 70 años, Carlos Monsiváis tiene miedo. El temor es a que un día la sintaxis acabe por ahorcarlo, que entre frase y frase quede atrapado en un paréntesis sin salida. Se sofoca al pensarlo, y más al decirlo, sin embargo es su sello.

¿Un género o un personaje? ¿Un cura o un Santa Clós? ¿Ensayista o periodista? ¿Un ser ubicuo o una forma de ver? ¿Qué es Monsiváis? Antes que nada, el habitante de la Portales que hoy llega a las siete décadas, el cronista omnímodo de una ciudad agonizante.

El paisaje es el habitual en su estudio: libros, libros y más libros, en muebles, sillones y piso. Y en el centro de la habitación: tras un escritorio, el eje del caos, corrigiendo a mano una cuartilla mecanografiada, iluminado por la tenue luz de una bombilla.

“A todos nos interesa la edad. Se vive como un regocijo un tiempo, y después se vive como un paréntesis entre el regocijo y la malignidad. A fin de cuentas se acepta con ese desinterés que es la resignación”, reflexiona el autor de Amor perdido en entrevista.

—¿Cómo va a festejar sus 70 años?

—Conmemoraré sintiendo que ni modo y que qué bien y que pudo haber sido de otra forma, y que ya que no fue de otra forma tengo que cambiar las definiciones de lo que significa estar a gusto. En conjunto, puedo decir que la voy a pasar bien porque aunque me aguarda mucho menos por venir, tengo la posibilidad de equilibrarlo con un recuerdo impreciso, borroso y por tanto estimulante, del pasado.

—Retomo a Leduc, ¿ha hecho obra perdurable? ¿Ha tenido de la mosca la voluntad tenaz?

—No haremos obra perdurable. La voluntad tenaz de la mosca tal y como lo dijo Renato Leduc, se da o no. A estas alturas ya pocos disponen de obra perdurable: Jaime Sabines, Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Alfonso Reyes, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Fernando del Paso tienen una obra perdurable. Para la mayoría la eternidad consiste en el aprecio, aquí podría decirse que infinito, de la eternidad de 15 minutos.

—¿Cree en eso que se llama madurez?

—Si por madurez se entiende la capacidad de observar y de observarse a uno mismo o a una misma, sin prejuicios y sin obstinarse en adjudicarle a la realidad las limitaciones propias, la madurez es estimable y puede disfrutarse durante varias etapas.

—En México el tiempo se divide en sexenios, ¿hay alguno que recuerde con nostalgia?

—Sí, el que viví como adolescente y joven, el de don Adolfo Ruiz Cortines. No era un gobernante excepcional, quizás era muy prudente en el sentido de la acumulación, porque no dejó dinero. Tenía frases que sólo servían para el choteo: “Al trabajo fecundo y creador”, “Todas las libertades, menos una: la libertad de acabar con las demás libertades”. El tiempo en que fue presidente y en que yo lo veía como el viejito Ruiz Cortines, fue entre los 61 y 67 años. Yo, que hablaba del viejito, tengo que comerme piadosamente esas palabras.

Esa etapa no tuvo la intensidad y la vitalidad del sexenio anterior, el de Miguel Alemán, en cuanto a la vida de la ciudad de México. Me refiero al mambo, los lugares nocturnos, los compositores, la vida febril, las prostitutas como una danza inacabable de los callejones. Aunque no tuvo esa intensidad, el sexenio de Ruiz Cortines extendió libertades sociales hasta ese momento desconocidas y que hoy parecerían ridículas. Entonces uno apreciaba poder estar en el Tenampa hasta las tres de la mañana, entrar en un antro y salir a las cinco y media y ver formadas a las señoras que iban por la leche porque el antro se transformaba en lechería.

O ver en un lugar que se llamaba Cero en Conducta —título de un filme de Jean Vigo— a una cómica vieja especializada en lo que entonces se llamaban leperadas, y que retaba a los clientes a competir con ella en albures en el pizarrón. Era invencible. Tenía un repertorio exhaustivo de lo que eran malas palabras, antes de que las bendijeran el cardenal de Guadalajara y el gobernador de Jalisco. Desde mi inocencia todavía no reconvertida por la autoayuda, me parecía notable que esa señora —ya no una promesa de ruina, sino una ruina en acto—, tuviese esa agilidad mental y que fuera un coro de carcajadas lo que iba celebrando el momento.

Esos lugares, esa libertad imaginativa, combinada con la represión y el anuncio de lo que sería la explosión del 68 me lo vuelve inolvidable, más que el sexenio de Díaz Ordaz, del que aparte de la explosión festiva y luego trágica del 68, sólo tengo como recuerdo un autoritarismo hosco y francamente detestable.

—¿Cómo ha evolucionado el DF?

—Ha cambiado demasiado. De una ciudad amistosa, a pesar de todo, se ha pasado a una ciudad hostil —si uno la quiere recorrer—, divertida —con un énfasis funerario en el término— y agonizante. Esta es una ciudad agonizante se diga lo que se diga. Uno lo percibe en el tránsito, en la idea del agotamiento del agua, uno lo tiene muy en cuenta cuando se enfrenta a los temas del empleo.

Un embotellamiento disuelve la idea entusiasta que cada quien tenga de sí mismo. En un embotellamiento se aplastan los orgullos y caen en la sombra las vanidades. El embotellamiento es un comercial del fin de la ciudad de México. Es un fin inevitable y lo que queremos todos es pedirle a la ciudad que se aguante tantito, de aquí a que cada quien emprenda el viaje a donde lo emprenda, y que ya después haga lo que quiera porque no tiene remedio.

—Se dice que Monsiváis es un género.

—Eso lo dijo Octavio Paz de manera extremadamente cordial. Creo que soy un periodista. Si así se quiere, un escritor, pero uno no se llama a sí mismo así, en todo caso deja que le digan. Ser escritor es un juicio del lector.

Si soy un género soy un mínimo y frecuente género periodístico que halla en el ejercicio de la crónica, el ensayo o el artículo, los alicientes necesarios para no caer en la idea de que ya todo está dicho, de tal manera que los lectores lo piensan antes de emprender la frecuentación de los textos. Como género, si ilusamente creo serlo, sería uno de los géneros colaterales de un periodismo hecho ya en lo central por la frecuentación de la catástrofe.

—En Google su nombre tiene 249 mil entradas ¿Qué le dice eso?

—Me permite protestar a nombre de los derechos de la vigilia por tanto ocio.

—¿Todavía sigue yendo a marchas?

—Sí, pero menos.

—¿Se ha desgastado la marcha?

—No, me he desgastado yo. No tanto por el cansancio, que sí influye —la edad es un aditamento de los pies—, como por el hecho de que ser conocido me somete a la nueva tortura contemporánea: las fotos. Todo mundo trae cámara. Pueden no traer reloj o haber perdido la camisa en un asalto, pero cámara fotográfico la tienen todos.

Me ven y me dicen: usted cómo se llama. Les digo mi nombre. ¿En serio se llama así? Ese es mi nombre. No importa, tómese una foto conmigo. Y eso duele. Creo que hay que controlar las marchas. No se puede atentar contra los derechos de terceros nada más porque sí. Las marchas que tienen sentido y muchísima razón de ser sí respetan derechos de terceros. Las que son nada más porque sí, son un acto de hostilidad cívica. Si no se empecinan en hacerlas como si fueran excursiones al Popo, entonces tienen sentido.

—¿Ya empezó a escribir sus memorias?

—Sí, no como memorias, sino como crónica de una etapa, ubicándome necesariamente en el centro y necesariamente en los márgenes. Vale la pena evocar, siempre y cuando uno posea la objetividad suficiente para que sepa que en el momento en que uno está centrando la crónica, el relato o las memorias en uno mismo, está mintiendo. Uno no ha sido el centro de las circunstancias en que se desarrolla. Ha sido —porque no le queda de otra— el centro de su vida, pero no más.

—¿Espera algún día ver su nombre en letras de oro en el Congreso?

—Si consigo unos amigos que estén dispuestos a penetrar a altas horas en el Congreso y pongan mis letras de oro en aluminio y luego las quiten rápidamente porque ya viene el cuerpo de seguridad, sí.

—¿Se volvería a poner un traje de cura, como en la cinta Un alma pura?

—Desde luego. Tengo una vocación sacerdotal que no se ha cumplido por falta de fe, pertenencia a una Iglesia y por falta de reconocimiento de los fieles. Me gustaría en una lápida la leyenda: Al cura desconocido. Sería una bonita manera de reconocer que la falta de fe no impide la capacidad de absolver almas.

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