viernes, 6 de junio de 2008

La mala costumbre de temer al debate en política

Desde el portal del sociólogo chileno, Manuel Antonio Garretón, un tema que muy bien puede hacerse extensivo a la situación que vive el sindicalismo universitario:

La mala costumbre de temer al debate en política

Archivado en: Columnas de Opinión — Info @ 3:44 pm/Junio 4 de 2008

El conflicto es inherente a la democracia. Los consensos bajo presión no ayudan a su vitalidad.

Manuel Antonio Garretón, columnista invitado en el diario El Clarin, Argentina del 11 de Mayo del 2008

Si la política de otras décadas se caracterizó por un carácter confrontativo —lo que tuvo una justificación tanto en la naturaleza de los conflictos como en su carga ideológica—, el cambio en estos dos aspectos abre paso a una nueva visión en la que se enfatiza el carácter consensual de la política. Se estigmatiza incluso la época anterior y la dimensión conflictiva, haciéndolas pasar por la causa principal de las crisis que llevaron al derrumbe de sistemas políticos y a las dictaduras militares.

Se instala entonces una nueva ideología, por supuesto sin el carácter doctrinario de las anteriores, que proclama que todo consenso es bueno y todo conflicto es dañino y, entonces, hay que negarlo, esquivarlo o superarlo de cualquier manera. La posibilidad de conflictos estructurales, es decir, de carácter permanente, es vista como una amenaza a la sobrevivencia de la sociedad, y por lo tanto el consenso a todo precio será usado como chantaje para aislar al “conflictivo” u obligarlo a negociar y aceptar la solución que se le impone aun cuando contraríe sus intereses.

La referencia a la globalización y sus restricciones a las posibilidades de acción de los países vulnerables, el calentamiento global y la crisis catastrófica medioambiental y energética, o, en sus expresiones más crudas, el fin de las ideologías y proyectos alternativos y, sobre todo, la necesidad de no perjudicar la estabilidad, el crecimiento y el libre juego de los mecanismos de mercado o la dimensión técnica del problema, son algunos de los argumentos utilizados por esta nueva visión. Ella es coadyuvada por los medios de comunicación en la medida que al exacerbar todo enfrentamiento menor y darle cobertura muy superior a su importancia retroalimentan una percepción contraria a cualquier debate o conflicto.

Estamos frente a un cambio en el papel de la política en nuestras sociedades, por un lado, en el sentido que ella no parece ser el campo exclusivo de definición de su rumbo ni tampoco de debate de grandes proyectos o visiones alternativas. Por otro lado, se produce una exacerbación de conflictos particulares y parciales, en la medida que hay una emergencia de múltiples y nuevos sectores que luchan por sus derechos en el espacio democrático y que no encuentran en el ámbito político o en las organizaciones tradicionales un patrón común. Tal incremento de la conflictividad, donde además los conflictos propiamente políticos aparecen desgajados de los que provienen de la sociedad, aumenta la inseguridad o el desconcierto y la presión por el “que se pongan todos de acuerdo”.

Finalmente, también hay que aceptar que la política no debiera ser sólo confrontación, sino también consenso o colaboración en la búsqueda de un bien común, siempre difícil de definir y, por lo tanto, nunca exento de debate o conflicto.

Porque el debate y el conflicto son condiciones necesarias para un consenso. Sobre todo en aquellos grandes temas que constituyen el núcleo ético y doctrinario, los fundamentos de la convivencia en un país, sobre todo cuando estamos en períodos, “plásticos”, en los que nuestros países están reconstruyendo su unidad como comunidad histórica. Esto se ilustra más dramáticamente en casos como el boliviano o el colombiano, con todas sus diferencias, o en las situaciones de búsqueda de nuevas Constituciones. Además, hay que aceptar que los consensos fundamentales también están siempre en reformulación y profundización. Porque las percepciones de los actores sociales van variando —entre otras cosas, por un mayor conocimiento y experiencia—, todo consenso que no se base en debates y conflictos arriesga ser la imposición larvada de una determinada relación de poder, es decir, lo contrario de un consenso propiamente tal.

Muchas de las soluciones apresuradas a cuestiones fundamentales en educación, economía o en derechos humanos, por citar sólo algunos ejemplos, se han hecho bajo la amenaza de la pérdida de unidad, por la presión de grupos de poder fáctico, por cálculos coyunturales y al cabo de un par de años se revelan erradas y tienen que revisarse enteramente con el agravante no sólo de la pérdida de tiempo y oportunidad, sino del alejamiento de los actores involucrados. En este sentido, las “comisiones nacionales” que se crean en algunas partes con distintos nombres, carentes de institucionalidad y responsabilidad frente a los Parlamentos, se revelan más como mecanismos de apaciguamiento y postergación de conflictos que de solución real de problemas.

Quizás uno de los déficit mayores de nuestras democracias sea este aspecto llamado por algunos “democracia deliberativa”. Es interesante notar que si tampoco hay una institucionalidad para otro aspecto deficitario no siempre bien definido como es la democracia participativa, éste ha ido buscando sus espacios en movilizaciones a veces sectoriales o a veces masivas, aunque su fuerza radique casi exclusivamente en el aspecto reivindicativo y también corporativo.

Pero el aspecto deliberativo —de debate de ideas y propuestas, con una dimensión necesaria, aunque no excluyente, de conflicto y confrontación regulada— no tiene ni los espacios informales ni los ámbitos institucionales de desarrollarse. Esto exige un cambio en los partidos políticos, a los que hay que dotar de recursos para que cumplan su misión de educación cívica y se generen foros donde se encuentren ciudadanos, políticos y funcionarios del Estado, se resignifiquen las Universidades públicas y los Parlamentos en la vida política nacional y se verifique una profunda reforma de los medios de comunicación para que expresen y acojan el debate público sin la tergiversación de sus propios intereses.

Sólo después de conflictos y debates podrá esperarse que el consenso sobre ciertos temas sea no el reflejo unilateral de ciertas visiones e intereses particulares sino la expresión de un auténtico proyecto nacional en todas las áreas.

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