lunes, 2 de junio de 2008

Transparencia y reforma universitaria
















El siguiente texto es de la autoría de Manuel Gil Antón, académico del Departamento de Sociología, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco.

En la casa de las preguntas hay polvo en el viento

Fue todo un reto –no lo advertí a tiempo, dado el entusiasmo compartido por estos temas con mi colega Ricardo Becerra– haber aceptado la invitación de la Universidad Veracruzana y el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública para participar en este encuentro.

Como los retos obligan a pensar, he de dar las gracias por este empujón intelectual a quienes me convocaron, pues la pregunta no es en absoluto trivial: ¿cómo se relacionan la transparencia y la reforma –la vida misma– de nuestras universidades e instituciones de educación superior públicas?

El tema tiene muchas aristas y nosotros poco tiempo en esta ocasión, así que intentaré poner en orden algunas ideas, las cuales seguramente ustedes enriquecerán con sus críticas. Vayamos, pues, al toro.

Transparencia y autonomía

De pocos valores estamos tan orgullosos como de la autonomía. Una idea que puede rondar en las mentes que confunden a la autonomía con una cierta forma de autismo frente a la sociedad, es que la rendición de cuentas –mucho más allá de la publicación de los estados financieros– implica un atropello al estatus autónomo en las casas de estudio.

Mi parecer es totalmente contrario. La autonomía de la que gozan, y en buena hora, las universidades mexicanas, lejos de ser un escollo para la transparencia la implica de manera intrínseca. Esta palabra proviene de la vieja filosofía que estudié en su momento, y quiere decir que sin transparencia en la libertad para autogobernarse (y decidir ajenos a cortapisas económicas, políticas o ideológicas externas en materia de los asuntos académicos), la autonomía deja de ser un valor y se convierte en pretexto para la opacidad, la discrecionalidad sin argumentos, y valladar en la lucha contra la impunidad que, sin duda, puede existir en las relaciones y procesos que llevamos a cabo los distintos actores en las universidades. No hay –quiero ser tajante– autonomía sin transparencia, sin rendición de cuentas claras a la sociedad que otorga ese privilegio y a las comunidades académicas que las conforman.

La autonomía es el valor y el fin a preservar de manera responsable: la transparencia, la rendición de cuentas claras, es el medio indispensable, crucial, para lograrlo.

Bien concebida, la autonomía acrecienta la responsabilidad de brindar la información necesaria para la valoración social del quehacer universitario, y no sólo información cruda, sino el enunciado nítido de las argumentaciones que conducen y sustentan, a las instancias responsables, en la toma de decisiones en materia de acceso a la vida universitaria, programas de estudio, distribución de presupuestos, elección de personal académico o funcionarios, condiciones laborales de todos los universitarios, asignación racional de tareas docentes, de investigación o difusión, cumplimiento de las normas que a todos estos procederes han de guiar, etcétera.

En muy apretada síntesis, y a contracorriente de los que reducen la función de la educación superior a la lógica instrumental de capacitar para el empleo, o el desempeño exitoso en la esfera económica –aspecto valioso pero muy estrecho– sostengo que la principal función de la vida universitaria es capacitarnos para hacer preguntas, con toda libertad, y conocer las que propusieron nuestros antecesores. La autonomía protege esa actitud crítica, cuestionadora; ahí radica su sentido. Por ende, no cabe la menor duda que en ellas –en las casas abiertas a las preguntas– sea imprescindible asentar y acrecentar el valor de preguntar con libertad, no sólo sobre átomos o teorías económicas, sino sobre su propio quehacer y el de las instancias públicas que intervienen en la vida social y educativa.

No es necesario abundar en el tema. A mi juicio está clara la relación indisoluble entre transparencia y vida universitaria: como la actividad académica siempre está en movimiento –en su relación con el saber humano, dinámico a su vez– el acceso a la información se constituye en condición necesaria para la reforma, incesante, de nuestros procesos y relaciones. ¿Por qué decido dedicarle este espacio? Porque me parece que provenimos de una cultura que frente al poder –en general y el universitario– ha aceptado dosis abundantes de secretismo y opacidad, con tal que desde la cúspide de la pirámide se derramara, hasta llegar a nosotros, un poco de queso.

La transparencia genera una mutación esencial

No son buenos los augurios para el desarrollo y consolidación de la democracia en el país sin la construcción social de la condición que le da sustento: la creación de ciudadanos, esos agentes sociales que se saben sujetos a los derechos y obligaciones que implica participar en el destino de la sociedad. No afirmo su inexistencia, pero me hago cargo que aún no son (somos, quisiera pensar) suficientes para estabilizar al menos malo de los sistemas de gobierno. Mutar de súbditos a ciudadanos es el reto más álgido de nuestro actuar democrático. Tiene algo que ver, me perdonarán el atrevimiento, con la lucha contra los fueros impresentables en el siglo XIX (y no sólo en ese periodo, me temo.)

El acceso a la información, me han enseñado, es un derecho de derechos:

• No es sólo un derecho ciudadano en sí, sino el que conduce, una vez recibida de manera cabal y transparente la información solicitada, a la posibilidad de ejercer otros derechos como la denuncia fundada, el llamado a cuentas por parte de los ciudadanos frente a las autoridades, el ejercicio responsable del voto y uno de los derechos más importantes a mi entender: la crítica y, por su medio, la contención frente a la discrecionalidad o impunidad de los que ejercen el poder.

• Y se trata de un derecho establecido en la constitución: esto es, no ha de concebirse como una generosa actitud de los que mandan que moviera a la gratitud: es su obligación, parte primordial de su trabajo; es –no exagero– una de las fuentes más importantes de lo que Weber llama legitimidad, esto es, una legalidad que debe y sabe argumentar la idoneidad de las acciones que emprende, así como las razones, en su caso, que no hicieron posible la realización prevista. También de los errores se aprende, quizá más que de los aciertos: doy fe de vida de esta proposición.

Trasladada esta consideración general al ámbito universitario, la mutación imprescindible consiste en transitar:

• De la noción, por parte de los estudiantes, como si fuesen beneficiarios de un regalo (un don) del Estado o las autoridades respectivas, a la que implica concebirse como usuarios responsables y con derechos de un bien público.

• De la imagen del académico como un beneficiario, a su vez, al obtener el empleo, a la convicción de ser actor, a su vez responsable –con obligaciones nítidas– y con el derecho a exigir claridad en los asuntos que le competen y otorgar la que le corresponde.

• De la concepción de las autoridades institucionales como mandatarios sin límites –reyezuelos– en el ejercicio sin contrapesos de sus funciones expresas y no escritas, a la del ejercicio de su trabajo autorizado por las normas y vigilado por los actores que dan vida a la actividad académica. Esto vale también para los otros seudo emperadores en el salón de clases, tantas veces impunes: nosotros, los profesores.

• De la idea del sector administrativo que ejerce, a placer, su pequeño espacio de poder amparado en la laxitud de las relaciones laborales para “evitar conflictos”, a la de un actor importante en la vida universitaria en la medida en que se le pueda llamar a cuentas por parte de los que, hasta ahora (con frecuencia) se resignan a que termine su torta o regrese, si es que lo hace, de cobrar su quincena, dejando la ventanilla vacía o el salón sin asear.

Un ejercicio de imaginación

Termino estas notas con algo así como un listado de algunas novedades que traería consigo la extensión y apropiación –o como decimos los sociólogos: interiorización, hacer nuestro– de este derecho de derechos, este ejercicio pleno de ciudadanía que no teme al poder porque de ella, de la ciudadanía, procede su fugaz paso por las alturas de un ladrillo:

• Profe Gil: el maestro fulano, que nos asignaron para la clase de Teoría III, nos dijo, el primer día que asistió –en la tercera semana de 11 que dura el trimestre– que como a él no le da puntos dar clases –sólo 330–, mientras que hacer sus “papers” y asistir a congresos le da muchos más (tal vez 3 mil), sólo vendrá a clases un día a la semana para no poner en riesgo su SNI ni sus Becas y Estímulos, pero que no nos preocupemos: no será nada exigente a la hora de calificar. Nos fuimos a quejar con el coordinador y dijo que no podía hacer nada, que, total, siempre salían todos sus alumnos aprobados. ¿Qué podemos hacer? Ejercer el derecho a la información, me gustaría decir: solicitar a las autoridades la información precisa de las funciones asignadas y, al tener la respuesta oficial, fincar una denuncia contra ese académico y que sea despedido por gandul.

• Manuel: en el concurso de oposición al que me inscribí para ser profesora definitiva, se han puesto de acuerdo los (i)rresponables de generar el perfil para que gane su candidato. ¿Qué me aconsejas? En vez de decirle que así es la vida, con un gran gusto le recomendaría que tiene derecho a solicitar la información debida con todo detalle, y que si no procede a su juicio, impugne la convocatoria y denuncie el fraude. Sin miedo, porque el miedo es de vasallos, no de ciudadanos.

• De 1990 al 2006, han proliferado las escuelas de absorción de demanda no aceptada por las instituciones públicas, y sin dinero para pagar las altísimas cuotas de las privadas de élite (racial y clasista). Ahí están, son negocios infames muchas de ellas (aunque se escondan en la denominación de Sociedad Civil), esclavizan a sus profesores... Pues tengo el derecho, como investigador, a solicitar a la SEP o a la Universidad que le concedió el Reconocimiento de Validez Oficial de los Estudios (RVOE) o la incorporación, respectivamente, los criterios que siguió al conceder esa licencia para medrar, si es el caso, con las esperanzas. Y si la respuesta no es satisfactoria, o si resulta falsa, pues a denunciar a estos creadores del mercado de tercera para salvar prestigios y ahorrar dineros públicos.

• Desde hace más de 25 años me dedico a investigar, con mis colegas, el tema de la profesión académica. Pido los datos a las instituciones y me responden: ¿Cuáles quieres? ¿Los que reportamos a la SEP, o los de Hacienda, o los del Informe del Rector, o los que en realidad existen? Pues claro que los que en realidad existen, pues requiero hacer una muestra para mis indagaciones. ¿Estás loco? Eso es la nómina, y es secreta, confidencial. Pero no quiero saber ni lo que ganan ni nada, sólo el listado para poder hacer la selección aleatoria. Pues te tienes que ir con tu música a otra parte... Sería todo un acto de justicia solicitar, por el medio que ahora tenemos, esa información detallada para hacer el trabajo, y si no se me contesta, poder recurrir al IFAI y quejarme. Ojalá prospere alguna reforma constitucional para lograr este paso. Y si no fuese posible o adecuado, que las propias universidades soliciten al IFAI su intervención como asesores de los usuarios del derecho a la información y emita el Instituto su opinión fundada.

• Sin información no se puede hacer investigación sobre las universidades. Lo mismo pasa si solicito el listado o al menos la cantidad de estudiantes que hay en la universidad y en cada facultad o escuela; hay tantos datos: el reportado a la SEP, a Hacienda, a los Diputados y el real. Para tener más presupuesto se miente: tenemos tantos miles de alumnos, pero se trata de estudiantes que alguna vez se han inscrito y no han tenido la gentileza de presentarse con su respectiva acta de defunción para darlos de baja....

• Cada fin de año, recibo como diez agendas, al menos un par de plumas, varias botellas de vino, sacacorchos y otra serie de regalos que vienen acompañados de la consabida tarjeta: Con los atentos saludos de Fulano de Tal –siempre un funcionario. ¿De dónde sale el dinero para regalar en su nombre esas cosas? No de sus bolsillos, supongo, pero es una deferencia que se abrogan personalmente. Con la transparencia puedo preguntar –exigir– que se me informe sobre la partida dispuesta para regalos de navidad, y de existir, que se me diga el monto y la razón de su existencia. Como considero vergonzosa esa conducta, y fuera de la ley o de la ética a mi juicio, puedo hacer una denuncia pública. Claro, cuando lo he escrito en el periódico me han respondido, enojados, que en el presupuesto total de la institución, lo que se gasta en eso “no pinta”. He contra argumentado que si no pinta, sí mancha y ofende. Prefiero que con su dinero me regalen una tarjeta de la UNICEF, o me inviten a un tamal en la Candelaria. Y creo que ha lugar al reclamo. Cuestión distinta es recibir, luego de una conferencia, algunos libros u obras de la universidad convocante.

• Pero siguen las preguntas: ¿y los bonos, las nóminas confidenciales, los tratos para obtener automóviles? Como diría Doña Milú, en la telenovela Tieta do Agreste: Misterio... Basta.

• ¿Y las licitaciones para obras y servicios, compras, contratos? ¿El destino de las cuotas sindicales, la compra y venta de plazas, el empleo de las partidas que hay en el contrato para beneficio de los trabajadores que se quedan en la burocracia gremial? Preguntas que, hasta ahora, tienen por respuesta, si acaso, lo que las autoridades o las dirigencias se dignen proferir. ¿No le parece suficiente la respuesta? Pues apachurre el acceso a inconformidades: aparece en la pantalla, me imagino, en grandes letras: AJO Y AGUA...

• ¿Quién decide y con qué criterios expresos y transparentes lo que ha de ser clasificado como confidencial. Va una muestra que si no fuera cruda sería ridícula: los datos del documento Fortaleza y Debilidad de la UNAM, hecho público por el Rector Carpizo en su momento y profusamente divulgado... hoy son confidenciales: no es posible obtenerlos de manera actualizada. ¿Quién y con qué razones decidió mandarlos al cajón de los secretos?

Tenemos un derecho. Hay que divulgarlo, ejercerlo, experimentar con él, hacerlo nuestro, patrimonio de nuestra ciudadanía en general y de la condición de usuarios responsables de un bien público: la educación toda y la superior, sin duda.

No se trata de dar lata, sino avanzar en la construcción de ciudadanos sabedores de sus posibilidades de acción frente a la autoridad y, sobre todo, de fortalecer a la autonomía, al gasto escrupuloso de fondos públicos, el cumplimiento de las labores universitarias y despejar, de nuestro horizonte cotidiano, tanta impunidad, discrecionalidad florida, ausencia de argumentación suficiente sobre decisiones... En otras palabras, si hay polvo en el viento, como dice la canción del grupo Kansas, con nuestra acción responsable, fincada en el derecho de derechos, y con base en la raíz del sentido de la autonomía –el libre empleo de las preguntas– lo podremos eliminar. No poco se juega en ello.

Texto publicado originalmente en:
Revista de Investigación Educativa 4
enero-junio, 2007
ISSN 1870-5308, Xalapa, Ver
Instituto de Investigaciones en Educación, Universidad Veracruzana

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