jueves, 20 de agosto de 2009

1929: el nacimiento de la autonomía

Fernando Serrano Migallón
Excélsior/20 de agosto de 2009

Hablar de la conquista de la autonomía, de la historia de la UNAM y de su desarrollo, es hacerlo de la evolución de la sociedad mexicana. Ningún movimiento en la Universidad, ningún momento de su historia, se ha dado al margen de la sociedad. Existe un nexo indisoluble entre ambas, que se pone de manifiesto en los momentos críticos. La Universidad se nutre de la vida social y la sociedad tiene en su Universidad el baluarte de sus valores y la guía para sus inquietudes.
El movimiento de mayo de 1929 estableció el canon de lo que casi puede ser una ley histórica —si es que tal cosa existe— y que permite afirmar que los movimientos universitarios siempre sobrepasan los estrechos cauces de los problemas coyunturales que les hacen estallar. Del mismo modo en que no puede atribuirse el movimiento de 1968 al pleito de la preparatoria Isaac Ochoterena y la Vocacional 2, tampoco puede decirse que el origen de la lucha por la autonomía fuera el reglamento de exámenes aprobado en 1925 y que tanto furor causó entre los estudiantes. En realidad, se trató de un fenómeno complejo, tanto porque la Universidad seguía regulada por los instrumentos jurídicos de 1910, porfirianos y para una pequeñísima institución, mientras que, en vísperas de la década de los treinta, la sociedad de la Revolución ya no era la misma y la institución había crecido de una manera insospechada. Por otra parte, los estudiantes aprovecharon la coyuntura de los reclamos al reglamento, para presionar y conseguir la apertura del debate sobre el proyecto que el rector Pruneda había comisionado en los últimos meses de 1928 para la redacción de una nueva ley orgánica. Los estudiantes, además, eran más conscientes de su presencia y valor en la Universidad: desde ese año habían luchado por hacer realidad un acuerdo del entonces secretario de Educación Pública, Ezequiel Padilla, que dio voto y no sólo voz a los estudiantes en el Consejo Universitario.
Todos estos elementos, en un ambiente casi convulso, poco después del asesinato de Álvaro Obregón y cercano a hechos como la campaña vasconcelista y el levantamiento escobarista, potenciaron el movimiento y permitieron a los universitarios aprovechar una coyuntura cuyo desarrollo, digamos, normal, hubiera tomado tal vez decenios. La demanda de autonomía era ya una lucha de décadas —Justo Sierra había hecho una propuesta en 1881—, pero ningún gobierno había permitido que un elemento pensante y crítico como la Universidad saliera de su estricta esfera de influencia.
Cuando el 5 de mayo de 1929 se cerraron a la fuerza las puertas de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, la suerte estaba echada. Después de varios actos represivos cuyo total de muertos y heridos nunca fue conocido, se habían sumado unas 23 escuelas y alrededor de quince mil alumnos de varios estados, ocurrió la renuncia de Narciso Bassols, director de la Nacional de Jurisprudencia, y la intervención de José Manuel Puig Casauranc, secretario de Educación Pública. Cuando lo que podemos considerar las primeras manifestaciones masivas de la posrevolución estallaron, Puig Casauranc recomendó al presidente apoyar la autonomía y convertir la presión estudiantil en una conquista universitaria. Así, en la tarde del 29 de mayo, el entonces presidente Portes Gil escuchó a los líderes universitarios, que fueron recibidos con la oferta de reconocimiento de la autonomía. Los hechos se precipitan: el 31 de mayo, los estudiantes discuten y aprueban la propuesta; del 3 al 15 de junio hay un periodo extraordinario del Congreso y, el 10 de julio de 1929, se expidió la Ley Orgánica de la Universidad Nacional Autónoma de México, con una autonomía universitaria limitada. Lo que parecía dar fin a un movimiento social no fue sino el inicio de una historia que todavía continúa.
fserranomigallon@yahoo.com

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