miércoles, 12 de agosto de 2009

Pesada agenda en derechos humanos

Mariclaire Acosta
El Universal/12 de agosto de 2009

Las organizaciones de la sociedad civil en la región, y muy especialmente las que forman parte del movimiento por los derechos humanos, tienen muchos motivos para estar orgullosas. Han jugado un papel central en las transiciones a la democracia que marcaron las últimas décadas y lograron, en un buen número de países, que se conozca la verdad sobre los crímenes cometidos por los regímenes autoritarios del pasado inmediato.
En Argentina, Chile y Uruguay numerosos perpetradores de los crímenes de lesa humanidad cometidos por las dictaduras militares del pasado están siendo sometidos a la justicia. En Perú, un ex jefe de Estado, Alberto Fujimori, fue condenado el pasado mes de abril a 25 años de prisión por violaciones a los derechos humanos cometidas durante su presidencia.
En realidad la impunidad de estos atropellos generalizados en América Latina comienza a ceder paso al imperio del derecho a la verdad y a la justicia, con la excepción de algunos cuantos países, entre los cuales se encuentra desgraciadamente el nuestro. Esto no significa que a México o a Brasil, por citar sólo a dos, no les llegue algún día el momento de confrontar cabalmente su pasado. La historia ha demostrado la inevitabilidad de este tipo de procesos, pero por lo pronto al menos en México eso aún no ha sucedido.
A pesar de lo innegablemente difícil y peligroso que es defender los derechos humanos frente a dictaduras y gobiernos autoritarios, el trabajo de los defensores latinoamericanos en la actualidad se antoja mucho más complejo. Los gobiernos autoritarios reprimen a sus ciudadanos por razones políticas e ideológicas, pero cuando esa represión se logra investigar, documentar y denunciar adecuadamente, la legitimidad de estos regímenes se ve afectada. Tarde o temprano algo comienza a ceder, así sea lentamente, y el statu quo se modifica.
En este tipo de situaciones los temas se perfilan en blanco y negro, los instrumentos creados por el movimiento de los derechos humanos funcionan adecuadamente y con el tiempo pueden lograr impacto.
En nuestras defectuosas democracias las cosas se complican. Así sean éstas incompletas y precarias como las que tenemos en la región, la legitimidad de los gobiernos elegidos a través de elecciones aceptablemente libres y auténticas es más sólida. El poder político se vuelve más difuso y la presión internacional no tiene el mismo efecto que ante un gobierno groseramente represor.
Además, los problemas actuales de derechos humanos en América Latina son de naturaleza distinta. A las ancestrales herencias de desigualdad y discriminación profundas, estructurales en nuestras sociedades, se añade el legado masivo y brutal de la represión autoritaria y sus secuelas, y por si fuera poco, la forma en que nuestros gobiernos deciden confrontar fenómenos de la globalización como migración masiva y crimen organizado.
Estos últimos son concebidos casi exclusivamente como amenazas a la seguridad y no como síntomas de problemas sociales y económicos profundos, ligados a la ausencia de garantías a los derechos humanos. En consecuencia, se abordan con políticas represivas que afectan aún más la precariedad de estos derechos y de las instituciones encargadas de la seguridad y la justicia, proverbialmente débiles e ineficaces en la región.
Esta situación coloca al movimiento por los derechos humanos en una situación difícil y complicada, pues ya no le basta con investigar y denunciar los atropellos e injusticias. Ahora debe además presentar propuestas de política pública para buscarles solución, y en ocasiones también involucrarse con las mismas instituciones a las que denuncia. Esto es particularmente obvio y urgente en la seguridad pública, preocupación central de los ciudadanos latinoamericanos. La impunidad y la corrupción son problemas endémicos que afectan a vastas regiones, y las instituciones encargadas de combatirlas se han vuelto parte del problema.
Las razones para este estado de cosas son numerosas, pero apuntan a la ausencia del estado de derecho, que es la sustancia misma de la democracia.
De esta manera, el combate a la impunidad, tanto la del pasado como la del presente, se convierte en la tarea central de un movimiento que tiene mucho camino recorrido, pero al que aún le falta mucho por recorrer. A la verdad y la justicia hay que agregar ahora la reforma de las instituciones de seguridad y su vigilancia permanente.
Esto implica fortalecer a la sociedad civil, lo que significa necesariamente garantizar los derechos que le permiten actuar y organizarse, a la par que ensanchar las bases de la democracia para que ésta no beneficie solamente a unas cuantas élites, sino a todos y a todas.
Una agenda pesada y compleja pero indispensable.
Analista

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