lunes, 31 de agosto de 2009

El último Kennedy

Gabriel Guerra Castellanos
El Universal/31 de agosto de 2009

Con Edward Kennedy se fue una época de la política estadounidense. El León del Senado, como se conocía al que pasó 47 años en sus pasillos, lo fue no sólo por su melena primero rubia y luego gris, sino por la manera en que luchó, confrontó y dominó buena parte del debate parlamentario de su país, ganando unas veces, perdiendo otras, pero siempre en los temas que para él resultaban centrales.
Kennedy fue el último gran liberal de la política norteamericana, basadas sus ideas y principios en el New Deal de Roosevelt, ese nuevo pacto que se planteó a una nación malherida por la crisis de 1929, como la fórmula para proteger a los más pobres y desamparados y demostrar que la solución a los problemas que enfrentaba EU pasaban necesariamente por un mayor activismo e intervención gubernamental.
A lo largo de casi medio siglo el senador por Massachusetts adquirió una presencia icónica en la vida pública. Si bien en un principio fue su apellido el que lo llevó de la mano, poco a poco el más joven y menos agraciado de los cuatro varones Kennedy comenzó a sobresalir por méritos propios. Todavía en 1969, a poco del asesinato de su hermano Robert, Ted Kennedy era visto como el más probable y viable candidato a la Presidencia por el Partido Demócrata, y las encuestas le vaticinaban una fácil victoria sobre Richard Nixon. En ese momento, los hados de la política parecían hablarle al oído al benjamín de la dinastía, le susurraban que el mundo era suyo con sólo desearlo, que el legado de su familia y el suyo estaban garantizados, que sólo tenía que hacer un pequeño esfuerzo para llegar a la ansiada meta.
Fue entonces que por primera vez aparecieron los fantasmas que lo perseguirían por siempre. En una noche veraniega en 1969, en la bucólica isla de Chappaquiddick, una bella joven también le sonrió, minutos antes de que cayera al agua el automóvil que Kennedy conducía alcoholizado y del que solamente él salió vivo. La muchacha, Mary Jo Kopechne, se ahogó en el vehículo y con ella murieron también las ilusiones políticas de su acompañante. Las múltiples omisiones y mentiras fallidas del joven senador cortaron para siempre sus aspiraciones. A partir de ahí su vida personal se volvió más desordenada y el joven Kennedy se hizo pronto fama de borracho y mujeriego. Un hábil, carismático e inteligente senador, pero borracho y mujeriego. Un liberal de cepa, pero borracho y mujeriego. No hubo adjetivo que no viniera acompañado, casi siempre al final y con cierto pesar, por esas dos palabras.
La tragedia y el infortunio no fueron nunca ajenas a los Kennedy, cuyo padre Joseph fue un exitoso e influyente banquero y empresario que le apostó —en una paradoja que lo pinta de cuerpo completo— a la campaña del liberalísimo Roosevelt, a quien ayudó a ganar la Presidencia y quien a su vez le retribuyó al nombrarlo como director de la entonces recién creada SEC, o Comisión Bancaria y de Valores, y tiempo después embajador de EU ante el Reino Unido. Kennedy fue un converso tardío a la causa del liberalismo, y lo que no pudo hacer en persona lo vio realizarse en la figura de sus hijos John, Robert y Edward.
En 1980 Edward se lanzó de nuevo al vacío, al desafiar al presidente Jimmy Carter (quien buscaba reelegirse) por la candidatura presidencial demócrata. Kennedy tenía escasas posibilidades por la leyenda negra de Chappaquiddick y porque Carter era presidente en funciones y era virtualmente imposible arrebatarle la nominación. Kennedy llevó las cosas hasta la Convención del partido, en la que pronunció uno de sus más famosos discursos, y si bien no ganó sí debilitó a Carter, quien después perdería frente a Ronald Reagan, enemigo feroz del New Deal rooseveltiano y de la intervención gubernamental. Inconscientemente, Kennedy entregó la Presidencia de EU a los más conservadores del Partido Republicano.
Tras hacer y pasar por todo eso, las cosas estaban como para que Kennedy se retirara de la vida pública, pero algo le pasó que hizo que el enfant terrible de la izquierda estadounidense entrara en sus cabales y se asumiera como un cruzado a favor de los derechos de las minorías, de los desprotegidos, de los pobres, de los indocumentados, de los excluidos del sistema de seguridad social, de todos los que necesitan de la mano del gobierno para no quedar fuera de la agujerada red de protección social estadounidense.
A partir de entonces, Edward Kennedy comenzó a escribir la verdadera historia de su vida, aquella que perdurará más allá de sus incontables fallas personales y errores públicos. Un hombre que podía perfectamente haberse retirado a la vida privada, pues contaba con los recursos y las tentaciones para hacerlo, decidió en cambio reinventarse y dedicar sus esfuerzos a las causas en las que siempre creyó.
Pocos como él llegaron a dominar el arte de la política parlamentaria en EU. Su eficacia legislativa y su enorme capacidad para hacer a un lado las ideologías con tal de llegar a buenos acuerdos son el sello del León con el que la familia Kennedy siempre soñó. Su liberalismo nunca dejó lugar a dudas de que su mente y su corazón estaban del lado izquierdo, pero fue capaz de forjar buenas relaciones, incluso amistades, con dos presidentes republicanos, Ronald Reagan y George W. Bush, con los que tuvo más acuerdos sustantivos que desavenencias retóricas.
Al ver sus funerales —de Estado, por supuesto— y las reacciones que provocó entre izquierdas y derechas en EU, no pude dejar de preguntarme con un dejo de envidia lo que sería de México si tuviéramos hombres y mujeres como ésos.

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