viernes, 14 de agosto de 2009

El calabozo temporal

Jesús Silva-Herzog Márquez

El gobierno de Felipe Calderón es un muerto al que habrá que enterrar dentro de tres años. Empieza a oler mal pero no hay más remedio que convivir con él. La constitución nos impone tan macabra obligación. Desde las elecciones de julio pasado, el presidente encabeza una administración zombi. Deambula por el país y lo seguirá haciendo durante un larguísimo trienio pero su aliento le ha sido arrebatado a golpe de votos adversos y abdicaciones personales. Ejercerá con terquedad su derecho a vivir en casa ajena y a colocarse las insignias del poder pero sabe bien que carece de fuerza para conducir algún cambio, de impulso para la innovación, de fibra para transformar al país, de valentía para asumir riesgos.
Es interesante la reflexión que Jorge G. Castañeda y Manuel Rodríguez Woog hicieron recientemente a propósito de la segunda mitad de la administración. En su colaboración para Enfoque bosquejan una agenda ambiciosa que reinstale al presidente en el terreno de los vivos y recupere para bien del país al combatiente dispuesto a las batallas. La agenda de Castañeda y Rodríguez Woog es más que pertinente pero lo que resulta notable es que invitan al presidente a redactar un testamento. Más que convocarlo a cambiar, le piden que dedique los tres años que le restan a su gobierno a redactar una carta de deseos para el país. No importa que se realicen las reformas, hay que plantearlas. El presidente como profeta inerme. No importa que la derrota esté anunciada, hay que llamar al cambio para que otros, en otro tiempo, lleguen al lugar deseado. Que la despedida de Calderón deje testimonio público del proyecto necesario.
Con épica testamentaria o sin ella, el futuro que nos aguarda es aterrador. México está condenado constitucionalmente a padecer la debilidad gubernativa en un entorno extraordinariamente amenazador. Padecemos los efectos de una de las peores reglas del régimen presidencial: la rigidez de su calendario. El politólogo español Juan J. Linz lo vio con gran claridad hace ya muchos años cuando analizó los problemas del modelo norteamericano. El periodo presidencial es una jaula que impone una cadencia irreal y frecuentemente perniciosa al tiempo de la política. Sea cual sea el entorno, el plazo sexenal queda trabado en la vida pública como un calabozo. El régimen presidencial no ofrece ninguna flexibilidad temporal: los ciclos no pueden concluir un minuto antes ni un segundo después del término de ley. En nuestro caso, la rigidez resulta especialmente gravosa: hemos fijado un periodo larguísimo para la gestión presidencial. México, el empecinado país antireelecionista, es uno de los países que se ata por más tiempo a sus ejecutivos. El periodo de los seis años fue diseñado para dar fuerza a una presidencia que no tenía oportunidad de una segunda elección. Seis años permitirían la maduración de las políticas. Se pensaba que en ese extenso plazo los presidentes serían capaces de arriesgar iniciativas y de sujetar los muchos hilos del poder gracias a que el reloj los guarecía. Porque su poder era estable y prolongado, sería imponente. De nuevo, la expectativa de los ingenieros contrasta con el funcionamiento de su máquina. En el contexto del pluralismo que hemos vivido en los últimos lustros, la debilidad presidencial se prolonga durante seis largos años y suele agudizarse en el último tramo de la gestión.
Es cierto que la rigidez del calendario presidencial imprime cierta regularidad a la política. Nos ofrece alguna seguridad el conocer la duración exacta de los ciclos presidenciales. Pero lo que nosotros tenemos es la seguridad de que la ineficacia se recicla puntualmente cada seis años. Perverso carrusel de la nulidad. El genio de los federalistas en Estados Unidos entendió que un gobierno fuerte necesitaba periodos de responsabilidad relativamente amplios. Los defensores de la constitución norteamericana anticiparon que un relevo demasiado frecuente detendría la marcha gubernamental. Pero un periodo demasiado largo tendría también efectos siniestros. El secreto del diseño estaba en la determinación del plazo y la fijación de los estímulos. En ambas cuentas falla nuestro diagrama. Nuestro periodo es demasiado largo y carecemos de dispositivos para la eficaz rendición de cuentas.
El fetiche cronométrico del presidencialismo es costosísimo para México. El presidencialismo clásico instaura un calabozo temporal. En él estamos atrapados hoy y no hemos llegado siquiera, al punto medio de la condena. Necesitados de un liderazgo enérgico y una administración eficaz, estamos forzados a padecer la nulidad de un cartucho quemado.

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