lunes, 31 de agosto de 2009

Jóvenes por los derechos de los animales

Gustavo Larios Velasco
El Universal/30 de agosto de 2009

Cuando era niño mi padre me llevó a una “becerrada” en un lienzo charro; la experiencia me dejó sensaciones de impotencia e injusticia que nunca pude olvidar. Yo ignoraba, al momento del traumático evento, que tales sensaciones eran compartidas por otros pequeños que, al igual que yo, y en formas diversas, estaban siendo presionados por sus padres para ver tales masacres.
Desde temprana edad me lastimaba el sufrimiento de los demás: niños de la calle, ancianos con rudos trabajos, perros famélicos o confinados a infames azoteas, burros cargados hasta casi no verse sus cuerpos, cadáveres amontonados de pollos, cerdos o reses en las carnicerías… la tristeza en la mirada de los animales de los circos, de los zoológicos o de las perreras. Llegué a pensar que únicamente yo sufría ante esas imágenes de abuso y que posiblemente algo andaba mal en mi mente, pues el resto de la gente pasaba ante ello como si nada, e incluso era capaz de reír y aplaudir ante el linchamiento de un becerrito.
Siendo adulto me enteré de que la patología estaba del otro lado: en la indiferencia o, más aún, en el gusto por el sufrimiento ajeno, y no en la capacidad de compadecer. Fui conociendo a mucha gente sensible y a expertos en la psique humana y en el razonamiento lógico, al tiempo que descubría literatura seria sobre el maltrato a los animales y el ambiente, la salud, la ética y la criminalidad, todo lo cual me reveló que mi preocupación por el sufrimiento de los animales era natural e incluso era prueba de salud mental. Aprendí también que la peligrosidad de un sujeto que tortura a humanos o no humanos es similar, aunque las legislaciones primitivas no lo contemplen así. Me di cuenta de que las nuevas generaciones tienden a rechazar a la crueldad, incluso teniendo a ascendientes taurinos o aficionados a la cacería, a palenques o a otras formas de abuso.
De hecho, la decadencia de la tauromaquia y de los circos con animales obedece en mucho a esa mutación generacional y, claro está, a las mayores posibilidades de comunicación que existen gracias a la tecnología y a la nueva apertura de los medios, lo que ha sacado a la luz la vergonzosa realidad de esos espectáculos.
Empresarios y viejos aficionados ya no pueden convencer a los jóvenes y niños de que clavar lanzas, arpones, espadas y dagas a un bovino, o destripar a un equino en una plaza donde se consumen incontables litros de alcohol, es algo artístico, y menos aún, de que eso deba continuar por simple inercia, como si fuera obligatorio que una sociedad se mantenga aturdida o enajenada.
En mi activismo a favor de los derechos de los animales por más de 15 años he conocido niveles inimaginables de maldad humana, pero al mismo tiempo se ha acrecentado mi esperanza en una sociedad más justa, pues la mayoría no está de acuerdo con la crueldad, sólo que muchos no saben qué hacer o desconfían de las autoridades para denunciar o para proponer cambios en legislación o en políticas públicas.
Hoy, cuando alguien pretende convencer a un estudiante de que “el toro no siente” o de que los humanos somos seres superiores y tenemos derecho de hacer lo que nos plazca con los demás animales, el fracaso suele ser rotundo. En los debates en los que he participado es recurrente la respuesta de los jóvenes: toreros y picadores deberían ser tratados igual que el toro para que entiendan lo que se siente. Aunque no se trata de lastimar a los torturadores, sino de evitar que éstos sigan haciendo daño, es claro que la respuesta de las nuevas generaciones alude en forma sencilla y lógica a la regla de oro de la ética: “No le hagas a otro lo que no te gustaría que te hicieran a ti.”
Algunos aficionados a la tauromaquia intentan convencer de que hay una diferencia entre su “fiesta” y las “pamplonadas” u otros eventos de abuso animal, tratando de atribuir a la primera ciertas virtudes “estéticas” o de “rito”, pero la verdad es que más allá de sus extrañas vanidades, las nuevas generaciones conciben a todo maltrato animal como un primitivismo a superar y piensan que sólo modificando nuestra actitud podremos garantizar la supervivencia del planeta.
Trabajando con niños en talleres en los que se les motiva a desarrollar su empatía con los seres vivos, o en foros con jóvenes, notamos la facilidad con que comprenden los derechos de los animales. Con frecuencia, estudiantes de diferentes carreras solicitan asesoría para sus trabajos escolares y a aun para la elaboración de tesis con el tema del abuso a los animales y sus derechos.
Un ejemplo de este fenómeno de la generación sensible es la realización del documental Bravo, de egresados de la Universidad Iberoamericana, campus Puebla, que decidieron crear un testimonio gráfico del salvajismo real de los “festejos” callejeros en Huamantla, Tlaxcala, donde imitando a las fiestas españolas de San Fermín, pero en una modalidad aún más cobarde, se tortura, agota y asesina a varios bovinos. En la “huamantlada” se rentan azoteas para que los visitantes observen cómo decenas de individuos envalentonados por el alcohol torturan animales, mientras algunos noticiarios de tv preparan alegres y superficiales notas sobre el número de lesionados que “heroicamente” enfrentaron a los “fieros toros”.
En Bravo las imágenes van más a fondo, pero además se integran testimonios que muestran la mentalidad de quienes forman parte de la masacre y de quienes, apoyándonos en la ciencia y en la ética, proponemos conciencia y dignidad en gobernantes y gobernados. Leyes y burócratas deberían ser instrumentos sociales para poner límites a la conducta criminal, pero no es así. Muchas autoridades son la primera causa del problema, pero en contrapeso, la nueva generación sigue empujando para bien, documentando, invitando a pensar, presionando hacia un México civilizado y no discriminador por especie.
Quizá las catástrofes en el planeta (inundaciones, maremotos, huracanes, sequías, desgajamientos de cerros), provocadas por los impactos ambientales antropogénicos, están obligando a nuestra especie a plantearse modelos distintos de desarrollo. Quienes han causado la destrucción podrán o no reflexionar, pero aquellos a quienes corresponderá vivir el nuevo y frágil escenario no tienen más que ver a la Tierra y a sus integrantes desde otra perspectiva, con menos egoísmo y prepotencia. Pero, más allá de lo que esté provocando en los jóvenes ese cambio de mentalidad, tal mutación es evidente y… esperanzadora.
Presidente y fundador de Amedea

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Y como me hago voluntario? yoy de Campeche, México.

Unknown dijo...
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