viernes, 28 de agosto de 2009

La democracia hechizada

Jesús Silva-Herzog Márquez
La entrada de México a la democracia fue el ingreso a un mundo encantado. Al cruzar la puerta entramos a un territorio de hadas, a una casa gobernada por espíritus: un universo de prohibiciones, de palabras impronunciables, de efigies intocables, de tabúes. Nuestra transición estuvo tal vez en el fondo de un armario, en la espalda de un espejo, en el retorno a un tiempo muy antiguo. El pluralismo hechizó nuestro mundo, lo fosilizó repentinamente. La aldea de nuestra democracia es de piedra: sólido, pesado, invariable. Y al mismo tiempo, las rocas parecen tener alma: actuar sobre ellas es lastimarlas y deshonrar el mundo. Todo nos ha sido legado con la encomienda de preservarlo tal y como nos fue heredado por los ancestros. Nuestra misión es cuidarlo para los siglos por venir. Las órdenes de este mundo son claras: no debemos tocar los árboles santos, no debemos acercarnos a la montaña sagrada, no debemos pronunciar una larga lista de nombres malditos. Nuestro deber es honrar y preservar las piedras que son los intereses, las instituciones, las costumbres. Las amenazas son terribles: si tocamos la hoja del árbol se secará la vida; si subimos la colina el pueblo se cubrirá de plagas; si mentamos al innombrable caerá la maldición eterna. Temerosos de nuestra iniciativa, debemos caminar sin levantar polvo. Se nos enseña a adorar lo que tenemos y a mantenernos limpios de la perversa tentación de la voluntad.
Nos arrullan con el cuento de que el equilibrio del mundo es delicadísimo. Si algo se altera, si permitimos que sople el viento, si nos atrevemos a mover una piedra caerá una terrible condena sobre nosotros, sobre nuestros hijos, sobre los hijos de nuestros hijos. ¡Ay de nosotros si alguien se atreve alterar lo imperturbable! Debemos reverenciar al mundo y cuidarlo frente a la amenaza del cambio. Vivimos por la gracia del río, por la generosidad de las grutas, por la simpatía de los cerros. A ellos les debemos la tranquilidad del suelo. Quien pretenda alborotar las aguas es un agente ingrato y peligroso: un desagradecido que olvida nuestra vulnerabilidad. El cuento nos dice que el soberbio que pretende algún cambio no se percata de su impotencia: quiere reacomodar la arena sin darse cuenta de que tarde o temprano regresará a su verdadera casa. El papel del hombre en el cuento es idéntico al del monte o el pasto. Acata su naturaleza, ocupa su sitio y se calla. No tiene por qué trastornar el orden encantado.
Los votos en México no han abierto su mundo: lo han cerrado. Han conducido a la alternancia, es cierto. Que los votos castigan y premian también es verdad. Pero debajo de ese flujo de recompensas y escarmientos, se solidifica un extensísimo territorio inmutable. Bajo la sociedad abierta de los votos, la sociedad cerrada de los intereses petrificados. La democratización mexicana no ha ensanchado las posibilidades de la política, las ha encogido sustancialmente hasta eliminar el nervio mismo de la voluntad. La democracia, en ese sentido, ha reencantado a México. Por todos lados podemos escuchar a los brujos que nos amenazan: si pretendes modificar este arreglo, caerá la catástrofe; si combates tal poder la plaga nos destruirá. El hechizo se origina en el nudo esencial de nuestro cambio político: una presidencia (panista) sin poder y un poder (priista) sin responsabilidad. Esta tensión se ha ido apretando poco a poco hasta cancelar la opción de actuar.
Es entendible que la ruta de la decisión bajo el pluralismo sea más trabajosa, más lenta, más resbaladiza de lo que es bajo el dictado unipersonal. No denuncio este hechizo de lo intocable pensando que puede encontrarse una varita de mago. Pero no hablamos en el caso de México de un ajuste realista de la política a su circunstancia. Lo que contemplamos es la consagración de la superchería y la consecuente abdicación de la política. El tabú se ha vuelto el domicilio de la democracia mexicana. Que no seamos ingenuos nos piden los brujos. Nos advierten que es imposible adelantar la salida del sol y absurdo querer colorear la luna de rojo. Por eso nos llaman a respetar lo sagrado: la vaca del petróleo; los pactos ancestrales; la coraza del ejército; los intereses monopólicos. Las reglas de nuestra convivencia han quedado bajo el hechizo de lo intocable. Cuidado, nos advierten, si buscamos un nuevo camino todo se desmoronará.

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