Excélsior/23 de febrero de 2009
La doctrina de la democracia representativa concibe al sufragio como nutriente esencial de ese régimen político: a mayor concurrencia electoral, mayor legitimidad y representatividad de los gobernantes y los legisladores. Con el voto ciudadano, se afirma, la democracia crece y se fortalece. Así es, siempre y cuando se viva en una situación de normalidad democrática. Pero eso es justo lo que no hay en México: nuestra situación política ni es normal ni es precisamente democrática. Es más una democracia simulada que una funcional. En todo caso, nuestro sistema de partidos se aproxima más a una partidocracia que a una democracia representativa. Los partidos, pese a su rivalidad mutua, pactan sus intereses y prebendas comunes, frecuentemente por encima del interés colectivo. El antiguo partido hegemónico compartió su poder con los demás (pacto democrático), pero el reparto no descendió a la ciudadanía, más allá de la emisión del voto (pacto partidocrático). Es cierto que la mexicana no es una partidocracia plena y consolidada, pero estamos más cerca de ella que de un pluralismo democrático y funcional. Y dado que la partidocracia es antagónica a la democracia por definición, el sufragio se convierte en un aval a los abusos y las arbitrariedades de los partidos, más que en un mecanismo eficaz de rendición de cuentas políticas. Por ende, el voto puede desincentivar el cambio democrático (al premiar la inercia de los partidos) en vez de estimularlo. Es como poner el vino nuevo de la participación ciudadana en los viejos odres de un indiferente sistema partidario.
En México, la representación formal es trunca: podemos elegir a nuestros representantes mediante el voto, pero no podemos pedirles cuentas personalizadas, pues no hay reelección legislativa consecutiva, un mecanismo democrático que los partidos en general y no sólo el PRI han relegado deliberadamente. Es cierto que, a través del voto, se puede premiar a unos partidos y castigar a otros. Y eso tiene un efecto político indudable: reducir el poder a un partido para transferírselo a otro. En un primer plano, al votar por un partido se castiga a todos los demás. Pero, en un siguiente nivel (si se considera a los partidos como un gremio), un voto emitido por cualquiera de ellos legitima los privilegios de todos por igual y los exonera políticamente de su alejamiento ciudadano, sus excesos y despilfarros. En esa lógica, el sufragio constituye un espaldarazo a todos los partidos por su desempeño pasado, y un cheque en blanco para el futuro inmediato. Quien considere que la conducción de los partidos en general es deficiente o abusiva o quien les ha perdido la confianza (por obviar razones), tiene comprensiblemente pocos incentivos para respaldarlos en las urnas. En lo que hace a los legisladores en particular, el sufragio equivale a avalar sus injustificablemente altos salarios, sus ofensivos aguinaldos y bonos, sus fastuosos gastos y viáticos, sus privilegiadas exenciones fiscales.
En tales condiciones, votar pareciera parte de la dejadez típicamente mexicana ante los excesos y los abusos cometidos por los partidos y las autoridades emanadas de sus filas. Votar es atender al llamado de los partidos y creer en sus ofertas. Es respaldarlos en el momento en que necesitan nuestro sufragio, para inmediatamente después ser excluidos, marginados e ignorados por ellos... hasta la próxima elección, cuando volverán a requerir de nuestro apoyo. Los partidos piden el aval de los ciudadanos, sin tomar después demasiado en cuenta sus opiniones, demandas y reclamos. En tanto no se hagan reformas que fortalezcan la participación ciudadana y permitan más eficazmente llamar a cuentas políticas a partidos y legisladores, sufragar es fortalecer la partidocracia, no la democracia. El rechazo a todos los partidos (que flota en el ambiente), de traducirse en abstención o anulación del voto (según el caso), podría ser un eficaz acicate para urgirlos a realizar cambios en dirección democrática y participativa. Un aviso inequívoco de que muchos no estamos conformes ni con su desempeño ni con la ruta por la que conducen la política y de que no contarán con nuestro respaldo en tanto no veamos signos convincentes de inclusión ciudadana y apertura política.
No se trata, desde luego, de demoler el sistema de partidos, sino de reformarlo democráticamente. Pero ellos no se ven muy dispuestos a eso. Paradójicamente, la abstención (o anulación del voto) puede considerarse, a un tiempo, como una expresión de la crisis de representación y una estrategia ciudadana con el fin de superarla. ¿Por qué? Los partidos requieren un cierto monto de legitimidad y respaldo ciudadano para su continuidad, y lo saben. Por ello, un elevado nivel de abstención (o de votos anulados) podría orillarlos a tomar las medidas necesarias para acercarse a la ciudadanía, recuperar su credibilidad y compartir su poder con sus “representados”. Si, en cambio, la participación es elevada, los partidos se ufanarán de un alto respaldo ciudadano, que leerán como prueba indiscutible de que están haciendo las cosas bien y que, en materia de representación política o participación ciudadana, no es necesario hacer mayores concesiones. Desde luego, ante el mensaje ciudadano de inconformidad, tocaría a los partidos reaccionar para transformar y democratizar el actual sistema partidario. De no hacerlo, la responsabilidad de un consecuente deterioro institucional sería fundamentalmente suya. En todo caso, a los ciudadanos corresponde hacer su parte, pero no parece que volcarse a las urnas ayude a generar un clima de transformación real. Eso parece más bien seguir fingiendo que los partidos nos representan cabalmente, cuando no es así.
En México, la representación formal es trunca: podemos elegir a nuestros representantes mediante el voto, pero no podemos pedirles cuentas personalizadas, pues no hay reelección legislativa consecutiva, un mecanismo democrático que los partidos en general y no sólo el PRI han relegado deliberadamente. Es cierto que, a través del voto, se puede premiar a unos partidos y castigar a otros. Y eso tiene un efecto político indudable: reducir el poder a un partido para transferírselo a otro. En un primer plano, al votar por un partido se castiga a todos los demás. Pero, en un siguiente nivel (si se considera a los partidos como un gremio), un voto emitido por cualquiera de ellos legitima los privilegios de todos por igual y los exonera políticamente de su alejamiento ciudadano, sus excesos y despilfarros. En esa lógica, el sufragio constituye un espaldarazo a todos los partidos por su desempeño pasado, y un cheque en blanco para el futuro inmediato. Quien considere que la conducción de los partidos en general es deficiente o abusiva o quien les ha perdido la confianza (por obviar razones), tiene comprensiblemente pocos incentivos para respaldarlos en las urnas. En lo que hace a los legisladores en particular, el sufragio equivale a avalar sus injustificablemente altos salarios, sus ofensivos aguinaldos y bonos, sus fastuosos gastos y viáticos, sus privilegiadas exenciones fiscales.
En tales condiciones, votar pareciera parte de la dejadez típicamente mexicana ante los excesos y los abusos cometidos por los partidos y las autoridades emanadas de sus filas. Votar es atender al llamado de los partidos y creer en sus ofertas. Es respaldarlos en el momento en que necesitan nuestro sufragio, para inmediatamente después ser excluidos, marginados e ignorados por ellos... hasta la próxima elección, cuando volverán a requerir de nuestro apoyo. Los partidos piden el aval de los ciudadanos, sin tomar después demasiado en cuenta sus opiniones, demandas y reclamos. En tanto no se hagan reformas que fortalezcan la participación ciudadana y permitan más eficazmente llamar a cuentas políticas a partidos y legisladores, sufragar es fortalecer la partidocracia, no la democracia. El rechazo a todos los partidos (que flota en el ambiente), de traducirse en abstención o anulación del voto (según el caso), podría ser un eficaz acicate para urgirlos a realizar cambios en dirección democrática y participativa. Un aviso inequívoco de que muchos no estamos conformes ni con su desempeño ni con la ruta por la que conducen la política y de que no contarán con nuestro respaldo en tanto no veamos signos convincentes de inclusión ciudadana y apertura política.
No se trata, desde luego, de demoler el sistema de partidos, sino de reformarlo democráticamente. Pero ellos no se ven muy dispuestos a eso. Paradójicamente, la abstención (o anulación del voto) puede considerarse, a un tiempo, como una expresión de la crisis de representación y una estrategia ciudadana con el fin de superarla. ¿Por qué? Los partidos requieren un cierto monto de legitimidad y respaldo ciudadano para su continuidad, y lo saben. Por ello, un elevado nivel de abstención (o de votos anulados) podría orillarlos a tomar las medidas necesarias para acercarse a la ciudadanía, recuperar su credibilidad y compartir su poder con sus “representados”. Si, en cambio, la participación es elevada, los partidos se ufanarán de un alto respaldo ciudadano, que leerán como prueba indiscutible de que están haciendo las cosas bien y que, en materia de representación política o participación ciudadana, no es necesario hacer mayores concesiones. Desde luego, ante el mensaje ciudadano de inconformidad, tocaría a los partidos reaccionar para transformar y democratizar el actual sistema partidario. De no hacerlo, la responsabilidad de un consecuente deterioro institucional sería fundamentalmente suya. En todo caso, a los ciudadanos corresponde hacer su parte, pero no parece que volcarse a las urnas ayude a generar un clima de transformación real. Eso parece más bien seguir fingiendo que los partidos nos representan cabalmente, cuando no es así.
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