La Jornada/1 de febrero de 2009
Hay varias razones por las cuales el Estado es tan necesario para la sociedad. Una de ellas es que no hay otra fuerza que sea capaz de mantener unido y organizado al cuerpo social; otra es que es la única que puede dar principios generales de organización, convenientes a todos sus integrantes y, al mismo tiempo, capaz de conducirla de acuerdo con esos principios generales que resumen, a su vez, los intereses que son comunes a todos; otra más es que es la sola que puede defender a esa sociedad de los extraños que deseen dañarla o aprovecharse de su debilidad y de sí misma pues, dejada a su libre curso, acabaría autodestruyéndose; pero, ante todo, la sociedad espera que se la conduzca bien y atendiendo a su beneficio.
Cuando se habla de gobierno de la sociedad se habla de todas esas cosas y de muchas otras que les son afines. Ahora bien, ese es sólo un polo del problema; si se tratara nada más que de eso, la sociedad podría apreciarse como un cuerpo inerme y sin voluntad propia a la que se debe conducir y la que debe someterse a ello. Esa fue la idea inspiradora de muchos regímenes (las monarquías absolutistas o las dictaduras) y de muchas teorías de la política. Pero la sociedad no es un ente dejado a la voluntad, buena o mala, de otros; es un ser vivo y actuante que necesita ser gobernado, pero que llega a tener la capacidad de decidir cómo desea ser gobernado e, incluso, de decidir también quién lo gobierna.
Aquí estamos en presencia de una sociedad democrática que es gobernada por quienes ella decidió; pero tampoco eso es todo. Los teóricos de las democracias anglosajonas se contentan con decir que el supremo poder decisorio de sus ciudadanías es que, si se equivocan en su elección, tienen la revancha para las siguientes elecciones y “castigar” a quienes no les cumplieron. A eso se le ha llamado “simulación” de la democracia. Rousseau decía que los ingleses se creían libres porque cada dos años elegían a sus gobernantes, pero luego volvían a ser tan esclavos como antes. Hablemos de mal gobierno: si no hay más que eso, se estará condenados a no ser gobernados nunca en atención a los intereses comunes de esas ciudadanías, sino a intereses parciales y privados.
La democracia está evolucionando a formas de participación ciudadana en las que los ciudadanos tienen la posibilidad de decir y de actuar cuando se los mal gobierna o se les deja de gobernar. Depende de los casos, pero esa participación debería conducir no sólo a que se tenga la capacidad y los medios de decir que se está obrando mal desde el gobierno, sino también a que se esté provistos de medios eficaces para parar y para reordenar las acciones de los gobiernos y, en general, de los poderes del Estado. Hay casos en los que, incluso, se da la revocación del mandato dado a malos gobiernos y a su defenestración.
El problema, empero, no es sólo de teoría. Lo que estamos diciendo tiene que ver directamente con lo que hoy está pasando en nuestro país. El autoritarismo presidencialista diseñado en la Constitución de 1917 nos acostumbró a pensar, como sociedad, que estábamos regidos por un verdadero poder político y, es más, a que ese poder nos resolvía todos los problemas que, como colectividad, nos podían aquejar. De repente, todo cambió. Los gobiernos comenzaron a mostrarse ineficaces e incapaces de gobernarnos. Los problemas se fueron acumulando y la vida social, económica y política se fue empobreciendo de modo tal que aquella noción de gobierno acabó por desaparecer.
Llegó el periodo de las crisis sucesivas (que no cíclicas, como suelen decir los economistas), desde mediados de los setentas, y la sociedad mexicana comenzó a perder la noción del gobierno. Errores iban y venían y cada vez más el sentimiento de desprotección y abandono se fue apoderando de ella. Es una historia real y todos podemos dar testimonio de ello. Hoy en día ya nadie puede creer en el gobierno de la sociedad. Hasta se ha llegado a añorar a aquellos gobiernos priístas que sabían de verdad gobernar a la sociedad. Los priístas se relamen los bigotes pensando en eso y adoptan una idea de “reconquista”, pensando que ahora será su gran oportunidad. Deben estar soñando.
El mal gobierno o el “desgobierno” (expresión que no significa nada para mí) o, peor aún, el vacío de gobierno, comenzó desde mediados de los setentas y cada vez se ha vuelto más evidente, sean priístas o panistas los que gobiernen. Manipular situaciones, como lo hicieron Salinas y Zedillo, no quiere decir gobernar bien. El primero forjó una alianza histórica con el PAN y el segundo le entregó el poder a ese partido derechista, justo cuando menos se parecía a lo que había sido cuando sus fundadores le dieron vida. Todo ello significó tan sólo que se aseguraba a un bloque histórico de derecha (integrado por todos los sectores dominantes en la economía, en la política, en la vida social y hasta en la cultura) su permanencia en el poder, paradójicamente, dejando cada vez más a la sociedad sin gobierno.
Que la sociedad se quede sin gobierno quiere decir, dialécticamente, que el gobierno se queda sin sociedad y eso es lo que ahora nos está ocurriendo. Todo se da de un modo de verdad insospechado: los políticos se han acostumbrado a luchar por un poder divorciado de la sociedad, lo que quiere decir, inevitablemente, por un botín que se puede disfrutar sin responsabilidad alguna para con quienes la misma Constitución define como los beneficiarios de ese poder. Que Carstens nos venga a decir, en tiempos de crisis, que lo que se necesita es más desregulación, sólo significa que necesitan, los que ejercen el poder, de un gobierno todavía más divorciado de la sociedad. Eso es lo que históricamente ha significado ese concepto tan acuoso y fangoso que es el de neoliberalismo.
Que nadie se extrañe de que la sociedad comience a responder por sí misma ante este vacío de poder (una idea aterradora para los detentadores del poder) y se ponga por delante, por sí misma, para defenderse, ante todo, de quienes están llamados constitucional y legalmente a defenderla. Definir a México como un “Estado fallido” es una idiotez. Eso significaría exonerar a los responsables. Aquí hay responsables y la ciudadanía mexicana los identifica cada vez mejor, hasta por sus nombres. Cada vez aprende también que si ella no se defiende nadie lo hará por ella. Esa es la razón del movimiento cívico que atesta las plazas de la República.
Cuando se habla de gobierno de la sociedad se habla de todas esas cosas y de muchas otras que les son afines. Ahora bien, ese es sólo un polo del problema; si se tratara nada más que de eso, la sociedad podría apreciarse como un cuerpo inerme y sin voluntad propia a la que se debe conducir y la que debe someterse a ello. Esa fue la idea inspiradora de muchos regímenes (las monarquías absolutistas o las dictaduras) y de muchas teorías de la política. Pero la sociedad no es un ente dejado a la voluntad, buena o mala, de otros; es un ser vivo y actuante que necesita ser gobernado, pero que llega a tener la capacidad de decidir cómo desea ser gobernado e, incluso, de decidir también quién lo gobierna.
Aquí estamos en presencia de una sociedad democrática que es gobernada por quienes ella decidió; pero tampoco eso es todo. Los teóricos de las democracias anglosajonas se contentan con decir que el supremo poder decisorio de sus ciudadanías es que, si se equivocan en su elección, tienen la revancha para las siguientes elecciones y “castigar” a quienes no les cumplieron. A eso se le ha llamado “simulación” de la democracia. Rousseau decía que los ingleses se creían libres porque cada dos años elegían a sus gobernantes, pero luego volvían a ser tan esclavos como antes. Hablemos de mal gobierno: si no hay más que eso, se estará condenados a no ser gobernados nunca en atención a los intereses comunes de esas ciudadanías, sino a intereses parciales y privados.
La democracia está evolucionando a formas de participación ciudadana en las que los ciudadanos tienen la posibilidad de decir y de actuar cuando se los mal gobierna o se les deja de gobernar. Depende de los casos, pero esa participación debería conducir no sólo a que se tenga la capacidad y los medios de decir que se está obrando mal desde el gobierno, sino también a que se esté provistos de medios eficaces para parar y para reordenar las acciones de los gobiernos y, en general, de los poderes del Estado. Hay casos en los que, incluso, se da la revocación del mandato dado a malos gobiernos y a su defenestración.
El problema, empero, no es sólo de teoría. Lo que estamos diciendo tiene que ver directamente con lo que hoy está pasando en nuestro país. El autoritarismo presidencialista diseñado en la Constitución de 1917 nos acostumbró a pensar, como sociedad, que estábamos regidos por un verdadero poder político y, es más, a que ese poder nos resolvía todos los problemas que, como colectividad, nos podían aquejar. De repente, todo cambió. Los gobiernos comenzaron a mostrarse ineficaces e incapaces de gobernarnos. Los problemas se fueron acumulando y la vida social, económica y política se fue empobreciendo de modo tal que aquella noción de gobierno acabó por desaparecer.
Llegó el periodo de las crisis sucesivas (que no cíclicas, como suelen decir los economistas), desde mediados de los setentas, y la sociedad mexicana comenzó a perder la noción del gobierno. Errores iban y venían y cada vez más el sentimiento de desprotección y abandono se fue apoderando de ella. Es una historia real y todos podemos dar testimonio de ello. Hoy en día ya nadie puede creer en el gobierno de la sociedad. Hasta se ha llegado a añorar a aquellos gobiernos priístas que sabían de verdad gobernar a la sociedad. Los priístas se relamen los bigotes pensando en eso y adoptan una idea de “reconquista”, pensando que ahora será su gran oportunidad. Deben estar soñando.
El mal gobierno o el “desgobierno” (expresión que no significa nada para mí) o, peor aún, el vacío de gobierno, comenzó desde mediados de los setentas y cada vez se ha vuelto más evidente, sean priístas o panistas los que gobiernen. Manipular situaciones, como lo hicieron Salinas y Zedillo, no quiere decir gobernar bien. El primero forjó una alianza histórica con el PAN y el segundo le entregó el poder a ese partido derechista, justo cuando menos se parecía a lo que había sido cuando sus fundadores le dieron vida. Todo ello significó tan sólo que se aseguraba a un bloque histórico de derecha (integrado por todos los sectores dominantes en la economía, en la política, en la vida social y hasta en la cultura) su permanencia en el poder, paradójicamente, dejando cada vez más a la sociedad sin gobierno.
Que la sociedad se quede sin gobierno quiere decir, dialécticamente, que el gobierno se queda sin sociedad y eso es lo que ahora nos está ocurriendo. Todo se da de un modo de verdad insospechado: los políticos se han acostumbrado a luchar por un poder divorciado de la sociedad, lo que quiere decir, inevitablemente, por un botín que se puede disfrutar sin responsabilidad alguna para con quienes la misma Constitución define como los beneficiarios de ese poder. Que Carstens nos venga a decir, en tiempos de crisis, que lo que se necesita es más desregulación, sólo significa que necesitan, los que ejercen el poder, de un gobierno todavía más divorciado de la sociedad. Eso es lo que históricamente ha significado ese concepto tan acuoso y fangoso que es el de neoliberalismo.
Que nadie se extrañe de que la sociedad comience a responder por sí misma ante este vacío de poder (una idea aterradora para los detentadores del poder) y se ponga por delante, por sí misma, para defenderse, ante todo, de quienes están llamados constitucional y legalmente a defenderla. Definir a México como un “Estado fallido” es una idiotez. Eso significaría exonerar a los responsables. Aquí hay responsables y la ciudadanía mexicana los identifica cada vez mejor, hasta por sus nombres. Cada vez aprende también que si ella no se defiende nadie lo hará por ella. Esa es la razón del movimiento cívico que atesta las plazas de la República.
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