Excélsior/23 de febrero de 2009
El ferrocarril que pasa por el centro del país fue saqueado hace unas semanas, no por grupos de delincuentes en búsqueda de mercancías de lujo; no por “cuatreros” en pos de ganado de la mejor calidad, sino por gente “de a pie” que se llevó unos cuantos costales de maíz, frijol y trigo.
El escenario del hambre es y ha sido siempre aterrador. No tener nada para llevarse a la boca ha sido siempre el mayor catalizador para la revuelta social o con miras a detonar el inicio de revoluciones.
El saqueo al tren en la ciudad de Celaya debiera constituir un mensaje mayor para el gobierno; lo deben ser también las marchas de “los tapados”, integradas por gente que, ante la pobreza, es perfectamente manipulable a cambio de los 200 pesos que, se dice, les pagaron miembros del crimen organizado.
Estas manifestaciones se están dando, sin duda, porque el Estado no cuenta con los mecanismos de interlocución legítima con la población para atender y conocer sus demandas y, es ante la falta de estas mediaciones, que la capacidad organizativa puede desplazarse, ya sea a favor de los delincuentes o bien hacia el caos y la revuelta, como en Francia y Grecia.
Éstos y otros son poderosos signos de descomposición social que, en el contexto de crisis en la que estamos, pueden agravarse a pasos acelerados. En efecto, las condiciones económicas globales parecen ser peores de lo que los más pesimistas auguraban: el mercado global no responde a los estímulos de los gobiernos; la información en todas partes es caótica; el desempleo crece masivamente; cada vez más empresas se declaran en insolvencia y, por si fuera poco, las desigualdades entre quienes más tienen y los más pobres se acrecientan todos los días.
En ese sentido, destacar las cifras económicas dadas a conocer por el Inegi el pasado viernes debe llevarnos a reflexiones mayores, no sólo por la reducción en el resultado esperado del desempeño económico en 2008, sino porque esto se traduce en la pérdida del empleo y de las capacidades de ingreso de las personas.
Los datos aportados por el Inegi son más que graves: desde abril de 2008 la capacidad de ingresos de los mexicanos se encuentra en números rojos, pues a lo largo del año pasado, la pérdida real para el salario fue de un acumulado de -1.69 por ciento.
Frente a esto, no hay medidas ni capacidades para fortalecer la interlocución de las personas frente al gobierno y los poderes del Estado. El Congreso ha sido rebasado en su capacidad de representatividad y la justicia de la Unión es percibida en muchos sectores como una instancia que beneficia preferentemente a los más ricos.
No hay nada peor que, en un escenario de tal polarización, que la ciudadanía se encuentre desorganizada y desarticulada en sus capacidades para exigir el pleno cumplimiento de los derechos económicos, sociales, de ambiente y de cultura.
No hay nada más riesgoso, para una democracia frágil como la nuestra, a la que amenaza el crimen organizado y, además, los poderes fácticos del mundo económico y político, que una ciudadanía blanda, sin recursos y aparte desalentada desde el gobierno y sus instituciones.
Por esto es fundamental que la autoridad replantee su política de relación con las organizaciones sociales y de la sociedad civil y que, simultáneamente, construya una nueva política de fomento para permitir que, ante la crisis, haya más espacios destinados a la organización, la cooperación y la solidaridad social a fin de enfrentar con mayores posibilidades de éxito la crisis actual.
Por ello he insistido en que debe replantearse el modelo económico para poner al centro de las políticas públicas el objetivo de volver a crecer con el objetivo de garantizar la equidad entre los mexicanos.
De este modo, hay una disyuntiva paradójica para un régimen democrático, pues, ante el falso dilema de optar entre sólo contener o incluso reprimir posibles revueltas sociales o promover la organización social y la formación del capital social, hay un solo camino transitable: apostar por una ciudadanía fuerte, capaz de exigir y defender el régimen de libertades que, aun en la crisis que nos agobia, todavía nos ampara.
El escenario del hambre es y ha sido siempre aterrador. No tener nada para llevarse a la boca ha sido siempre el mayor catalizador para la revuelta social o con miras a detonar el inicio de revoluciones.
El saqueo al tren en la ciudad de Celaya debiera constituir un mensaje mayor para el gobierno; lo deben ser también las marchas de “los tapados”, integradas por gente que, ante la pobreza, es perfectamente manipulable a cambio de los 200 pesos que, se dice, les pagaron miembros del crimen organizado.
Estas manifestaciones se están dando, sin duda, porque el Estado no cuenta con los mecanismos de interlocución legítima con la población para atender y conocer sus demandas y, es ante la falta de estas mediaciones, que la capacidad organizativa puede desplazarse, ya sea a favor de los delincuentes o bien hacia el caos y la revuelta, como en Francia y Grecia.
Éstos y otros son poderosos signos de descomposición social que, en el contexto de crisis en la que estamos, pueden agravarse a pasos acelerados. En efecto, las condiciones económicas globales parecen ser peores de lo que los más pesimistas auguraban: el mercado global no responde a los estímulos de los gobiernos; la información en todas partes es caótica; el desempleo crece masivamente; cada vez más empresas se declaran en insolvencia y, por si fuera poco, las desigualdades entre quienes más tienen y los más pobres se acrecientan todos los días.
En ese sentido, destacar las cifras económicas dadas a conocer por el Inegi el pasado viernes debe llevarnos a reflexiones mayores, no sólo por la reducción en el resultado esperado del desempeño económico en 2008, sino porque esto se traduce en la pérdida del empleo y de las capacidades de ingreso de las personas.
Los datos aportados por el Inegi son más que graves: desde abril de 2008 la capacidad de ingresos de los mexicanos se encuentra en números rojos, pues a lo largo del año pasado, la pérdida real para el salario fue de un acumulado de -1.69 por ciento.
Frente a esto, no hay medidas ni capacidades para fortalecer la interlocución de las personas frente al gobierno y los poderes del Estado. El Congreso ha sido rebasado en su capacidad de representatividad y la justicia de la Unión es percibida en muchos sectores como una instancia que beneficia preferentemente a los más ricos.
No hay nada peor que, en un escenario de tal polarización, que la ciudadanía se encuentre desorganizada y desarticulada en sus capacidades para exigir el pleno cumplimiento de los derechos económicos, sociales, de ambiente y de cultura.
No hay nada más riesgoso, para una democracia frágil como la nuestra, a la que amenaza el crimen organizado y, además, los poderes fácticos del mundo económico y político, que una ciudadanía blanda, sin recursos y aparte desalentada desde el gobierno y sus instituciones.
Por esto es fundamental que la autoridad replantee su política de relación con las organizaciones sociales y de la sociedad civil y que, simultáneamente, construya una nueva política de fomento para permitir que, ante la crisis, haya más espacios destinados a la organización, la cooperación y la solidaridad social a fin de enfrentar con mayores posibilidades de éxito la crisis actual.
Por ello he insistido en que debe replantearse el modelo económico para poner al centro de las políticas públicas el objetivo de volver a crecer con el objetivo de garantizar la equidad entre los mexicanos.
De este modo, hay una disyuntiva paradójica para un régimen democrático, pues, ante el falso dilema de optar entre sólo contener o incluso reprimir posibles revueltas sociales o promover la organización social y la formación del capital social, hay un solo camino transitable: apostar por una ciudadanía fuerte, capaz de exigir y defender el régimen de libertades que, aun en la crisis que nos agobia, todavía nos ampara.
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