Milenio/23 de febrero de 2009
El Estado mexicano es más un concepto abstracto que un aparato de poder. Se le usa más en el terreno de la retórica, sobre todo en estos tiempos en que la violencia y la inseguridad han crecido a niveles insospechados. “Se ejercerá todo la fuerza del Estado” es una afirmación común empleada por la clase política pero que no pasa de eso: una declaración, no una acción. La explicación es que el otrora poderoso Estado mexicano ha entrado en un proceso de fragmentación. Hay un evidente desorden en las iniciativas que emprende y eso explica, en buena medida, que la inseguridad que la sociedad padece es por la falta de un mecanismo que compatibilice sus acciones con sus objetivos. Es necesario reconocer que México carece, hoy en día, de un liderazgo político que permita enfrentar razonablemente las diversas crisis que nos rodean.
Sin un poder unificado es difícil hacer imperar la ley, ya de por sí tan devaluada. Y cuando la ley se debilita le cede el paso a la corrupción y a la impunidad, entre otros lastres, como sucede en este país. La delincuencia organizada, más cohesionada que el Estado, ha incursionado en terrenos que hasta hace poco habría sido inimaginable pensar que ahí llegaría. Es capaz de organizar narcoprotestas, de manera simultánea, en diversas partes del país con el pretexto de que el Ejército no tiene por qué estar en las calles. Una de las consecuencias cuando el poder se fragmenta es que las diversas partes que se han separado entran en conflicto y tienden a destruirse mutuamente. Que mejor evidencia puede ofrecerse que el desempeño del gabinete presidencial. Mientras Calderón intenta día con día infundir algo de optimismo ante la adversidad que nos flagela, sus más cercanos colaboradores hacen lo contrario. Si el objetivo es debilitar al jefe del Estado, lo logran con creces.
El secretario de Economía del gabinete presidencial desató una polémica innecesaria pero profundamente dañina para vulnerar todavía más el precario andamiaje del Estado mexicano. Fue a París y asumiendo facultades ajenas a su función sostuvo que la Presidencia mexicana está en riesgo de quedar en manos de los narcotraficantes. En una u otra forma el perjudicado es su jefe, pues mientras él sostiene una cosa, uno de sus allegados sostiene la posición contraria.
Durante la conmemoración del Día del Ejército, la semana pasada, Calderón afirmó que la delincuencia organizada “está condenada a la derrota”. La criticó por su cobardía al utilizar a mujeres y niños para sus “mezquinos propósitos”. Y pese a que en los últimos tiempos se han hecho decomisos muy importantes de estupefacientes y de arsenales muy sofisticados, ello no obsta para que la delincuencia organizada, día a día, alimente una muy preocupante espiral de violencia y evidencia un alto nivel de organización.
Se equivocan aquellos, como la responsable de la Secretaría de Relaciones Exteriores, de sostener que el problema de la violencia se reduzca a tres entidades federativas: Chihuahua, Sinaloa y Baja California. Es un intento fallido de minimizar un grave problema. Es el mismo argumento que se usó cuando la guerrilla, liderada por el Subcomandante Marcos, irrumpió hace 15 años en Chiapas: el problema, según las autoridades de aquella época, estaba circunscrito a cuatro municipios. Poco tiempo después, el Presidente nombró un comisionado para negociar ese conflicto, reconociéndose así su carácter nacional. Lo mismo pasa ahora: es probable que el problema sea más visible en algunas entidades. Sin embargo, la violencia generalizada y la declaración de guerra del Estado mexicano contra el crimen organizado es un problema nacional; lejos está de ser local o regional. La gobernabilidad está en riesgo.
El poder fragmentado ha contribuido para que algunos miembros del gabinete adquieran un cierto grado de autonomía que escapa del control presidencial. En una coyuntura tan compleja como la que enfrenta el país, es indeseable que el grupo de trabajo de la administración presidencial vaya por un camino y el responsable del Poder Ejecutivo quede, estrictamente, aislado, en medio de un “fuego cruzado” que lo hace lucir débil y sin liderazgo. Se ha gestado una desafortunada continuidad entre el foxismo y el calderonismo: la pérdida de control político explicada por la fragmentación del poder.
De acuerdo con Weber, la autoridad es el poder legitimado. La actual administración presidencial está acusando un déficit a este respecto. Si se quiere tener éxito en los diversos problemas que aquejan al país, Calderón tiene que hacer cambios en su gabinete que demuestren que tiene autoridad y sobre su base construir un liderazgo del que carece. No hacerlo implicaría que los problemas económicos, de inseguridad y de violencia seguirán sin solución. Encarar los problemas de hoy implica una redefinición del Estado, lo que equivale a disminuir su nivel de fragmentación y transformar al Estado mexicano de un concepto abstracto en un aparato de poder. De no hacerse, el país es el que está condenado a la derrota.
Sin un poder unificado es difícil hacer imperar la ley, ya de por sí tan devaluada. Y cuando la ley se debilita le cede el paso a la corrupción y a la impunidad, entre otros lastres, como sucede en este país. La delincuencia organizada, más cohesionada que el Estado, ha incursionado en terrenos que hasta hace poco habría sido inimaginable pensar que ahí llegaría. Es capaz de organizar narcoprotestas, de manera simultánea, en diversas partes del país con el pretexto de que el Ejército no tiene por qué estar en las calles. Una de las consecuencias cuando el poder se fragmenta es que las diversas partes que se han separado entran en conflicto y tienden a destruirse mutuamente. Que mejor evidencia puede ofrecerse que el desempeño del gabinete presidencial. Mientras Calderón intenta día con día infundir algo de optimismo ante la adversidad que nos flagela, sus más cercanos colaboradores hacen lo contrario. Si el objetivo es debilitar al jefe del Estado, lo logran con creces.
El secretario de Economía del gabinete presidencial desató una polémica innecesaria pero profundamente dañina para vulnerar todavía más el precario andamiaje del Estado mexicano. Fue a París y asumiendo facultades ajenas a su función sostuvo que la Presidencia mexicana está en riesgo de quedar en manos de los narcotraficantes. En una u otra forma el perjudicado es su jefe, pues mientras él sostiene una cosa, uno de sus allegados sostiene la posición contraria.
Durante la conmemoración del Día del Ejército, la semana pasada, Calderón afirmó que la delincuencia organizada “está condenada a la derrota”. La criticó por su cobardía al utilizar a mujeres y niños para sus “mezquinos propósitos”. Y pese a que en los últimos tiempos se han hecho decomisos muy importantes de estupefacientes y de arsenales muy sofisticados, ello no obsta para que la delincuencia organizada, día a día, alimente una muy preocupante espiral de violencia y evidencia un alto nivel de organización.
Se equivocan aquellos, como la responsable de la Secretaría de Relaciones Exteriores, de sostener que el problema de la violencia se reduzca a tres entidades federativas: Chihuahua, Sinaloa y Baja California. Es un intento fallido de minimizar un grave problema. Es el mismo argumento que se usó cuando la guerrilla, liderada por el Subcomandante Marcos, irrumpió hace 15 años en Chiapas: el problema, según las autoridades de aquella época, estaba circunscrito a cuatro municipios. Poco tiempo después, el Presidente nombró un comisionado para negociar ese conflicto, reconociéndose así su carácter nacional. Lo mismo pasa ahora: es probable que el problema sea más visible en algunas entidades. Sin embargo, la violencia generalizada y la declaración de guerra del Estado mexicano contra el crimen organizado es un problema nacional; lejos está de ser local o regional. La gobernabilidad está en riesgo.
El poder fragmentado ha contribuido para que algunos miembros del gabinete adquieran un cierto grado de autonomía que escapa del control presidencial. En una coyuntura tan compleja como la que enfrenta el país, es indeseable que el grupo de trabajo de la administración presidencial vaya por un camino y el responsable del Poder Ejecutivo quede, estrictamente, aislado, en medio de un “fuego cruzado” que lo hace lucir débil y sin liderazgo. Se ha gestado una desafortunada continuidad entre el foxismo y el calderonismo: la pérdida de control político explicada por la fragmentación del poder.
De acuerdo con Weber, la autoridad es el poder legitimado. La actual administración presidencial está acusando un déficit a este respecto. Si se quiere tener éxito en los diversos problemas que aquejan al país, Calderón tiene que hacer cambios en su gabinete que demuestren que tiene autoridad y sobre su base construir un liderazgo del que carece. No hacerlo implicaría que los problemas económicos, de inseguridad y de violencia seguirán sin solución. Encarar los problemas de hoy implica una redefinición del Estado, lo que equivale a disminuir su nivel de fragmentación y transformar al Estado mexicano de un concepto abstracto en un aparato de poder. De no hacerse, el país es el que está condenado a la derrota.
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