La Jornada/19 de febrero de 2009
Al Presidente de la República le irrita que se hagan pronósticos catastrofistas en torno al futuro inmediato de México. Lo suyo, está visto, es el optimismo como fuerza que mueve montañas (literalmente). Si reconoce los problemas es para recargar la esperanza en el futuro luminoso que, según él, nos espera a la salida del túnel. Y, claro, como todo se acaba, incluida la recesión global, algún día acertará. Pero ése es un horóscopo, no el análisis objetivo que la sociedad reclama como sustento de una postura del gobierno menos grupuscular, más abierta a la crítica, y mejor dispuesta a aceptar propuestas sin importar su origen. Claro, si no se admite la gravedad de la crisis, no hay por dónde comenzar.
La Presidencia reclama unidad en todos los frentes, pero no se ve en él disposición a conciliar posturas; no hay esfuerzo político para destrabar problemas. Sobre la política de Estado prima la pelea en corto. Todo se deslava, pierde color y significados: las elecciones son un juego de simulaciones donde ninguno de los contendientes se muestra como es, pues no se teme tanto al premio o al castigo de los votos ciudadanos cuanto al reflejo imaginario de la competencia mediática, al efecto que las campañas puedan tener sobre las inercias conservadoras de los partidos.
En esas circunstancias, la salida de la crisis puede presentarse como un escenario cargado de signos ominosos. Si ya, gracias a las políticas aplicadas en las últimas décadas, se nos presentan grados extremos de desigualdad y polarización social, ¿qué realidad será la nuestra con una masa creciente de desocupados y niveles insostenibles de pobreza? ¿Cuál será la gran palanca que permita recuperar lo perdido y crecer para satisfacer viejas y nuevas necesidades en un mundo que seguirá siendo global, injusto, depredador con el medio ambiente y agobiado por los efectos de la propia crisis? Si el gobierno pide unidad y esperanza, debería intentar ofrecer respuestas que eludan la cantinela repetida por sus antecesores. Por desgracia, fuera de poner en el orden del día las reformas estructurales, no tienen oferta ni siquiera para rebasarse a sí mismos. Pero los hechos son tercos: el fracaso de la modernización por la vía neoliberal exige abandonar las recetas, cambiar el rumbo.
Atender los problemas nacionales no es tarea sencilla, tomando en cuenta el crecimiento exponencial de la delincuencia organizada, cuyos desafíos violentos y simbólicos van in crescendo, pese a los éxitos pregonados. La instalación de la cultura de la violencia en sectores urbanos muy amplios (Monterrey es una prueba, no la única) no se evita con la mera fuerza policial, pues su aparición sólo se explica como resultado de la combinación de los factores y condicionamientos sociales, económicos y culturales que están en la base de esta crisis.
Es imposible ser optimista cuando en una ciudad como la capital de Nuevo León, tan orgullosa de su progresismo, tan clasista en el fondo y tan alejada de la influencia de la izquierda, es posible lanzar por varios días a grupos de marginales auspiciados por la delincuencia para atacar la presencia del ejército. ¿No es ésa una imagen terriblemente catastrófica de lo que podrían traerse entre manos los cárteles asociados a minorías descontroladas procedentes de la pequeña política, dispuestas a comprar la desesperación de las masas marginales hasta lograr cierto entendimiento?
El gran error de Calderón no está en defender del crimen organizado al Estado, sino en creer que basta la violencia legítima para vencerlo y en hacer de esa propuesta desnuda el fundamento de su estrategia de gobierno. La militarización de la lucha contra el narco no está mal solamente porque se desprende de una errónea interpretación de la ley, sino porque ha devorado los demás asuntos de Estado, al grado de hacerle perder significado.
El malestar cunde porque se advierte impotencia. Fuera de aquella que se manifiesta como expresión de una inconformidad asumida, a la que se ha marcado como un peligro para México, también se filtra desde las elites una sensación de fin de época. Con naturalidad, se habla de Estado fallido en los cenáculos (o en la intimidad de un celular se admite que Salinas se robó la mitad de la cuenta secreta). ¿Puede sorprender que esté en boga ese discurso cuando en la realidad algunas de las instituciones capitales dan pruebas de fragilidad o simple connivencia con los poderes decisivos?
Lo ocurrido con las televisoras y el IFE queda para siempre: se ha consumado una gran claudicación que pone bajo sospecha la credibilidad, ya vapuleada, del árbitro electoral, pero también la disposición de los partidos a defender la ley que aprobaron. No menos grave es la resolución de la Suprema Corte respecto a Atenco. Más allá de los enredos jurídicos de algunos ministros, los analistas convienen en un punto: el máximo tribunal perdió de vista el tema de las violaciones graves a los derechos humanos para salvar a los responsables políticos, no ya de un castigo ejemplar, sino de las molestias que el juicio debido les habría causado. Llenar los vacíos jurídicos en cuanto al uso de la fuerza policial es importante, pero lo es más dejar constancia de que no se tolerarán abusos de ningún mandatario, por presidenciables –e intocables– que a muchos les parezcan.
Nos acercamos a un momento de confrontación en medio de una crisis incomprendida por el gobierno, con grupos capaces de ejercer la violencia que no ceden al castigo, con partidos embebidos en su juego de poder o distantes de los temas de preocupación social, con instituciones débiles para acatar las directivas de los intereses fácticos y con el desánimo de una elite que se vuelve cada vez más pesimista y por ello más dispuesta a la aventura. El partido del orden, con la jerarquía católica a la cabeza, no está satisfecho y quiere más en materia educativa y moral. Los modernos de ayer se zambullen en el gradualismo ratonero de hoy. Esperan que las elecciones le abran las compuertas. El país espera.
La Presidencia reclama unidad en todos los frentes, pero no se ve en él disposición a conciliar posturas; no hay esfuerzo político para destrabar problemas. Sobre la política de Estado prima la pelea en corto. Todo se deslava, pierde color y significados: las elecciones son un juego de simulaciones donde ninguno de los contendientes se muestra como es, pues no se teme tanto al premio o al castigo de los votos ciudadanos cuanto al reflejo imaginario de la competencia mediática, al efecto que las campañas puedan tener sobre las inercias conservadoras de los partidos.
En esas circunstancias, la salida de la crisis puede presentarse como un escenario cargado de signos ominosos. Si ya, gracias a las políticas aplicadas en las últimas décadas, se nos presentan grados extremos de desigualdad y polarización social, ¿qué realidad será la nuestra con una masa creciente de desocupados y niveles insostenibles de pobreza? ¿Cuál será la gran palanca que permita recuperar lo perdido y crecer para satisfacer viejas y nuevas necesidades en un mundo que seguirá siendo global, injusto, depredador con el medio ambiente y agobiado por los efectos de la propia crisis? Si el gobierno pide unidad y esperanza, debería intentar ofrecer respuestas que eludan la cantinela repetida por sus antecesores. Por desgracia, fuera de poner en el orden del día las reformas estructurales, no tienen oferta ni siquiera para rebasarse a sí mismos. Pero los hechos son tercos: el fracaso de la modernización por la vía neoliberal exige abandonar las recetas, cambiar el rumbo.
Atender los problemas nacionales no es tarea sencilla, tomando en cuenta el crecimiento exponencial de la delincuencia organizada, cuyos desafíos violentos y simbólicos van in crescendo, pese a los éxitos pregonados. La instalación de la cultura de la violencia en sectores urbanos muy amplios (Monterrey es una prueba, no la única) no se evita con la mera fuerza policial, pues su aparición sólo se explica como resultado de la combinación de los factores y condicionamientos sociales, económicos y culturales que están en la base de esta crisis.
Es imposible ser optimista cuando en una ciudad como la capital de Nuevo León, tan orgullosa de su progresismo, tan clasista en el fondo y tan alejada de la influencia de la izquierda, es posible lanzar por varios días a grupos de marginales auspiciados por la delincuencia para atacar la presencia del ejército. ¿No es ésa una imagen terriblemente catastrófica de lo que podrían traerse entre manos los cárteles asociados a minorías descontroladas procedentes de la pequeña política, dispuestas a comprar la desesperación de las masas marginales hasta lograr cierto entendimiento?
El gran error de Calderón no está en defender del crimen organizado al Estado, sino en creer que basta la violencia legítima para vencerlo y en hacer de esa propuesta desnuda el fundamento de su estrategia de gobierno. La militarización de la lucha contra el narco no está mal solamente porque se desprende de una errónea interpretación de la ley, sino porque ha devorado los demás asuntos de Estado, al grado de hacerle perder significado.
El malestar cunde porque se advierte impotencia. Fuera de aquella que se manifiesta como expresión de una inconformidad asumida, a la que se ha marcado como un peligro para México, también se filtra desde las elites una sensación de fin de época. Con naturalidad, se habla de Estado fallido en los cenáculos (o en la intimidad de un celular se admite que Salinas se robó la mitad de la cuenta secreta). ¿Puede sorprender que esté en boga ese discurso cuando en la realidad algunas de las instituciones capitales dan pruebas de fragilidad o simple connivencia con los poderes decisivos?
Lo ocurrido con las televisoras y el IFE queda para siempre: se ha consumado una gran claudicación que pone bajo sospecha la credibilidad, ya vapuleada, del árbitro electoral, pero también la disposición de los partidos a defender la ley que aprobaron. No menos grave es la resolución de la Suprema Corte respecto a Atenco. Más allá de los enredos jurídicos de algunos ministros, los analistas convienen en un punto: el máximo tribunal perdió de vista el tema de las violaciones graves a los derechos humanos para salvar a los responsables políticos, no ya de un castigo ejemplar, sino de las molestias que el juicio debido les habría causado. Llenar los vacíos jurídicos en cuanto al uso de la fuerza policial es importante, pero lo es más dejar constancia de que no se tolerarán abusos de ningún mandatario, por presidenciables –e intocables– que a muchos les parezcan.
Nos acercamos a un momento de confrontación en medio de una crisis incomprendida por el gobierno, con grupos capaces de ejercer la violencia que no ceden al castigo, con partidos embebidos en su juego de poder o distantes de los temas de preocupación social, con instituciones débiles para acatar las directivas de los intereses fácticos y con el desánimo de una elite que se vuelve cada vez más pesimista y por ello más dispuesta a la aventura. El partido del orden, con la jerarquía católica a la cabeza, no está satisfecho y quiere más en materia educativa y moral. Los modernos de ayer se zambullen en el gradualismo ratonero de hoy. Esperan que las elecciones le abran las compuertas. El país espera.
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