Por José Joaquín Brunner
Director del Centro de Políticas Comparadas de Educación y encargado de la Cátedra UNESCO de Políticas Comparadas de Educación superior, ambos con sede en la Universidad Diego Portales de Chile. Cursó sus estudios de pregrado en la Facultad de Derecho de la PUC-Chile; realizó estudios de posgrados en sociología de la educación en la Universidad de Oxford y obtuvo su doctorado en la Universidad de Leiden.
Comparto el diagnóstico de Simón Schwartzman sobre la educación superior en América Latina y su análisis sobre las equivocadas narrativas que exaltan su pasado al precio de confundir y obstaculizar su futuro. Mucho más que en otros ámbitos de la sociedad --como la economía por ejemplo y las políticas de comercio exterior de los países de la región, donde se ha difundido gradualmente una apreciación más realista del presente y menos nostálgica del pasado-- en el ámbito de la enseñanza terciaria en cambio prevalecen los conceptos que Beck llama zombis; esto es, conceptos que han muerto pero que siguen rigiendo nuestro pensamiento y nuestra acción.
En efecto, nuestra educación superior deambula --como envuelta en una densa neblina-- por una escena crepuscular y fantasmagórica que ella misma ha creado con sus relatos y de la cual ahora pareciera no poder escapar. Los conceptos muertos pesan demasiado en su conciencia e imaginación.
Todavía, por ejemplo, se habla en nuestros medios académicos de la educación superior como si fuese una empresa eminentemente estatal, de neto y exclusivo interés público y de contenido y vocación crítico-populares. En realidad, la educación terciaria de América Latina es una empresa mixta, de interés de los privados ante todo y con un claro contenido y vocación de mercados. Más de la mitad de los alumnos de la región cursa sus estudios en instituciones privadas, universitarias y no-universitarias. Una proporción significativa y creciente de los recursos que financian a esta empresa mixta provienen de fuentes privadas; las familias y los propios estudiantes en primer lugar. Los jóvenes concurren masivamente a la educación superior buscando, ante todo, servir su propio interés y proyecto de vida; invierten en capital humano avanzado esperando obtener en el futuro un retorno monetario a dicho esfuerzo, status y otras satisfacciones no-monetarias. El contenido mismo de la enseñanza superior ha cambiado con todo esto, al tornarse ella en un eslabón inescapable del mercado laboral y la estratificación de las ocupaciones.
Este carácter mixto de la educación superior --‘impuro’, ‘contaminado’ sin duda--se manifiesta ahora en todos los planos. Por ejemplo, la masificación de las oportunidades de acceso no es ya un monopolio, ni siquiera una función preeminente, de las instituciones estatales; en muchas partes de la región, ella es asumida, preferentemente, por instituciones privadas, en primer lugar aquellas de carácter no-universitario. En el otro extremo, la educación de las élites, ‘los herederos’ de Bourdieu, no descansa única o exclusivamente en universidades burguesas, confesionales o no; es también, y a veces de manera gravitante, una función realizada por universidades público-estatales (o estaduales) altamente selectivas desde el punto de vista académico-social. En suma, estas últimas se vuelven frecuentemente elitistas en tanto aquellas, al ocuparse de las demandas río abajo en la estructura de clases y grupos sociales, se popularizan. En la escena zombi, sin embargo, las universidades estatales se proclaman a sí mismas nacional-populares mientras que las privadas son identificadas habitualmente como instituciones elitistas, burguesas y comerciales.
También han ingresado a esta escena de los muertos vivos algunos conceptos fuertemente contrastantes que articulan la discusión sobre el financiamiento de las universidades latinoamericanas, tales como el derecho de las universidades estatales a captar una parte de la renta nacional en función de la producción de bienes públicos que nunca terminan por definirse (y producirse); o el subsidio a la demanda mediante la gratuidad de la adquisición de bienes individualmente apropiables que habitualmente dan ventajas a los ya aventajados; o la oposición entre fines sociales altruistas y fines comerciales o de lucro que caracterizarían a instituciones estatales y privadas, respectivamente.
En realidad, todas las instituciones de educación superior, independientemente de sus formas de propiedad, gobierno y gestión, han debido diversificar sus fuentes de ingreso durante los últimos diez años e ingresar al mercado, cobrando aranceles (así no sea al nivel del posgrado), vendiendo servicios de conocimiento, contratando con la industria y el gobierno, concursando por fondos para investigar, etc. En suma, todas han tenido que adoptar un modelo de negocios y compiten de variadas maneras por recursos y prestigio. Sin embargo, la narrativa tradicional de la gratuidad, la solidaridad, los fines públicos, el alma mater persisten porfiadamente, oponiendo la acrópolis y el ágora.
El problema con la escena zombi, por tanto, es que no deja ver la realidad, no permite abandonar la fijación y nostalgia con respecto al pasado (siempre imaginado como ‘edad dorada’) e impide que surjan nuevos conceptos para enfrentar los desafíos y renovar las políticas. Esta es la encrucijada en que nos encontramos. Mientras no se revise con seriedad la historia de los sistemas nacionales de educación superior y se echen por la borda los mitos que la pueblan, será difícil avanzar y cambiar de escena. Pues esto supone un análisis riguroso del papel que las universidades cumplen en el presente --v.gr., sus inercias conservadoras, sus gobiernos bloqueados, su defensa de intereses corporativos, su captación de renta nacional y/o de lucro, su resistencia a evaluar la productividad de los académicos, su papel en la reproducción de las élites y en la inflación de credenciales, etc.-- análisis que las propias universidades rehúyen, aún a riesgo de permanecer atrapadas en un ensimismamiento zombi.
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