El Universal/1 de febrero de 2009
El 5 y el 6 de agosto de 1945 se lanzan dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.
Por lo pronto, el horror generalizado, las fotos disponibles y la emergencia del hongo en el imaginario internacional, unidos al estrépito de la Segunda Guerra, ahogan el rechazo de este procedimiento. Tarda un año el primer gran reportaje sobre lo acontecido, del periodista John Hersey, al que el semanario New Yorker le dedica el número entero, sin columnas ni caricaturas.
Según el reportero Steve Rothman (en 1997), Hiroshima no es el primer trabajo sobre el etnocidio. Ya en 1946 la revista Collier’s publica un primer exposé, sobre el estallido y sus consecuencias atroces. Sin embargo, ni las revelaciones previas ni el notable reportaje de Hersey provocan una respuesta masiva, no se admiten leyes, y lo casi seguro es que el texto no tiene un impacto específico en la estrategia militar o política exterior de EU.
Sesenta años más tarde, las atrocidades del Ejército estadounidense en Abu-Ghraib y Guantánamo sí generan una respuesta internacional de gran magnitud. Los acontecimientos no son de modo alguno comparables, pero en ese lapso se ha desarrollado con fuerza la noción de los derechos humanos, y el rechazo a la barbarie es lo que señala la diferencia.
* * *
Con tardanza y no sin hipocresía a raudales se implanta la conciencia internacional de los derechos humanos, en medio de gravísimos impedimentos; por ejemplo, el veto del gobierno estadounidense al enjuiciamiento por la Corte Penal Internacional del comportamiento de sus soldados; por ejemplo, las grandes potencias que se mantienen a la expectativa mientras se consuma el “experimento” filonazi de los serbios contra los musulmanes.
Y también, con las demoras del caso se implanta la resistencia social y jurídica ante los actos de brutalidad de los cuerpos policiacos y los ejércitos. La lucha contra la tortura está en el centro de la defensa de los derechos humanos.
“Primero fusílenlo y después inician el proceso”
¿Quién da las órdenes y por qué siempre hay quienes las acatan con ferocidad y rigor? En el siglo XX se acumulan a tal grado el odio y la vileza que, paradójicamente o no, al asombro puede sucederlo el pasmo. Idim Amin en Uganda filma sus matanzas y guarda las cabezas de sus enemigos en un refrigerador; Gustavo Díaz Ordaz, con tal de recibir sin problemas a los visitantes de los Juegos Olímpicos, ordena la represión sangrienta el 2 de octubre en Tlatelolco; Augusto Pinochet concentra a los prisioneros en el estadio de Santiago; los militares argentinos se deleitan con la tortura. En la guerra sucia de México de la década de 1970, los encargados de ejecutar a guerrilleros y terroristas arrojan los cuerpos torturados al mar. En Guatemala se extermina por sistema a las comunidades indígenas. En Irán, el sha le ordena a la Savak la eliminación de sospechosos y amigos de sospechosos y vecinos de sospechosos. Y el sucesor, el ayatolla Jomeini, manda fusilar a “pro occidentales” y “delincuentes morales” (adúlteros, homosexuales, vendedores de mariguana).
En el siglo XX, a la indiferencia ante la tortura, el asesinato, el encarcelamiento injusto, no la engendra el mal en estado puro ni la impunidad de un puñado de individuos carismáticos deseosos de infligir dolor y muerte. Más bien, la operación responde a la disminución del valor de la vida humana en un mundo regido por el individualismo extremo. Y ante esto, lo declarativo —documentos de la ONU y la UNESCO, leyes de las naciones, llamados de los clérigos— suele disponer de escasa importancia, en tanto que las acciones de exterminio se sustentan en esa “ignorancia” que es miedo, es desinformación involuntaria y voluntaria y es táctica de supervivencia.
¿Quién protesta en la Alemania nazi cuando las detenciones masivas y las deportaciones de judíos, gitanos y homosexuales? ¿Por qué son tan excepcionales los clérigos, como el pastor Martín Niemoller, opuestos públicamente al Holocausto? ¿Cuántos le hicieron caso en la izquierda mundial a las denuncias sobre los procesos de Moscú, de Praga, de Budapest, de Berlín Oriental? ¿Por qué no existió en la derecha indignación moral alguna ante las atrocidades de Franco en España, de Oliveira Salazar en Portugal, de Trujillo en Santo Domingo, de Somoza en Nicaragua, de Stroessner en Paraguay? ¿Qué gobiernos boicotearon al régimen de Sudáfrica mientras duró el apartheid? La moral admite aplazamientos, y a esto también se le llama historia.
Por lo pronto, el horror generalizado, las fotos disponibles y la emergencia del hongo en el imaginario internacional, unidos al estrépito de la Segunda Guerra, ahogan el rechazo de este procedimiento. Tarda un año el primer gran reportaje sobre lo acontecido, del periodista John Hersey, al que el semanario New Yorker le dedica el número entero, sin columnas ni caricaturas.
Según el reportero Steve Rothman (en 1997), Hiroshima no es el primer trabajo sobre el etnocidio. Ya en 1946 la revista Collier’s publica un primer exposé, sobre el estallido y sus consecuencias atroces. Sin embargo, ni las revelaciones previas ni el notable reportaje de Hersey provocan una respuesta masiva, no se admiten leyes, y lo casi seguro es que el texto no tiene un impacto específico en la estrategia militar o política exterior de EU.
Sesenta años más tarde, las atrocidades del Ejército estadounidense en Abu-Ghraib y Guantánamo sí generan una respuesta internacional de gran magnitud. Los acontecimientos no son de modo alguno comparables, pero en ese lapso se ha desarrollado con fuerza la noción de los derechos humanos, y el rechazo a la barbarie es lo que señala la diferencia.
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Con tardanza y no sin hipocresía a raudales se implanta la conciencia internacional de los derechos humanos, en medio de gravísimos impedimentos; por ejemplo, el veto del gobierno estadounidense al enjuiciamiento por la Corte Penal Internacional del comportamiento de sus soldados; por ejemplo, las grandes potencias que se mantienen a la expectativa mientras se consuma el “experimento” filonazi de los serbios contra los musulmanes.
Y también, con las demoras del caso se implanta la resistencia social y jurídica ante los actos de brutalidad de los cuerpos policiacos y los ejércitos. La lucha contra la tortura está en el centro de la defensa de los derechos humanos.
“Primero fusílenlo y después inician el proceso”
¿Quién da las órdenes y por qué siempre hay quienes las acatan con ferocidad y rigor? En el siglo XX se acumulan a tal grado el odio y la vileza que, paradójicamente o no, al asombro puede sucederlo el pasmo. Idim Amin en Uganda filma sus matanzas y guarda las cabezas de sus enemigos en un refrigerador; Gustavo Díaz Ordaz, con tal de recibir sin problemas a los visitantes de los Juegos Olímpicos, ordena la represión sangrienta el 2 de octubre en Tlatelolco; Augusto Pinochet concentra a los prisioneros en el estadio de Santiago; los militares argentinos se deleitan con la tortura. En la guerra sucia de México de la década de 1970, los encargados de ejecutar a guerrilleros y terroristas arrojan los cuerpos torturados al mar. En Guatemala se extermina por sistema a las comunidades indígenas. En Irán, el sha le ordena a la Savak la eliminación de sospechosos y amigos de sospechosos y vecinos de sospechosos. Y el sucesor, el ayatolla Jomeini, manda fusilar a “pro occidentales” y “delincuentes morales” (adúlteros, homosexuales, vendedores de mariguana).
En el siglo XX, a la indiferencia ante la tortura, el asesinato, el encarcelamiento injusto, no la engendra el mal en estado puro ni la impunidad de un puñado de individuos carismáticos deseosos de infligir dolor y muerte. Más bien, la operación responde a la disminución del valor de la vida humana en un mundo regido por el individualismo extremo. Y ante esto, lo declarativo —documentos de la ONU y la UNESCO, leyes de las naciones, llamados de los clérigos— suele disponer de escasa importancia, en tanto que las acciones de exterminio se sustentan en esa “ignorancia” que es miedo, es desinformación involuntaria y voluntaria y es táctica de supervivencia.
¿Quién protesta en la Alemania nazi cuando las detenciones masivas y las deportaciones de judíos, gitanos y homosexuales? ¿Por qué son tan excepcionales los clérigos, como el pastor Martín Niemoller, opuestos públicamente al Holocausto? ¿Cuántos le hicieron caso en la izquierda mundial a las denuncias sobre los procesos de Moscú, de Praga, de Budapest, de Berlín Oriental? ¿Por qué no existió en la derecha indignación moral alguna ante las atrocidades de Franco en España, de Oliveira Salazar en Portugal, de Trujillo en Santo Domingo, de Somoza en Nicaragua, de Stroessner en Paraguay? ¿Qué gobiernos boicotearon al régimen de Sudáfrica mientras duró el apartheid? La moral admite aplazamientos, y a esto también se le llama historia.
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