La Jornada/22 de febrero de 2009
Hasta ahora percibimos que, en nuestro país, para hacer una ley que va a favor del interés general de la sociedad, hay que hacerlo de modo de evitar que todos aquellos que se puedan oponer, por lo común, quienes tienen intereses parciales o facciosos que, también por lo general, hacen naufragar el esfuerzo (porque son muy poderosos), no se enteren sino hasta que el acto legislativo está consumado. No es un reproche. Si hay que hacerlo así, pues habrá que hacerlo, pero eso no está apegado a lo que debe privar en la definición de la labor del legislador. En todo caso, es un principio constitucional y legal que el interés general debe prevalecer sobre el particular.
Que en el Senado se haya tenido que operar, como dicen los gringos en su pedestre jerga parlamentaria, fast track, para impedir que los monopolios televisivos siguieran impidiendo adecuar la Ley Federal de Radio y Televisión a la legislación electoral aprobada, fue, por decir lo menos, sorprendente, pero justificable porque, en efecto y a la postre, prevalece el interés general. Interés particular: impunidad de los medios para desobedecer abiertamente y casi sin explicaciones la legalidad reinante, como venganza por haberles quitado (en la nueva normatividad electoral) los jugosos ingresos por propaganda electoral. Interés general: que se sometiera a los medios a esa normatividad y no siguieran medrando, como en el pasado, con los dineros públicos que son de toda la sociedad y los administra su Estado.
Eso destaca la duplicidad que existe entre la ley, que representa el ideal deseado, y la realidad, en la que los intereses en juego (particulares todos) se imponen en los hechos a favor suyo. En el derecho, el Legislativo es un órgano representativo en el que los legisladores son elegidos por partidos que representan la pluralidad de los intereses sociales (todos ellos particulares) y que quieren presentarse como los que convienen a toda la sociedad. En los hechos, resulta que no todos los intereses tienen el mismo peso y, en particular, aquellos que están ligados a la riqueza privada tienen muchos más recursos para imponerse y, aunque abiertamente ni siquiera simulan ser los generales de la sociedad, a fin de cuentas se imponen sobre el Legislativo y lo hacen trabajar a su favor.
Eso es lo que ha estado pasando con la legislación en materia de radio y telecomunicaciones. El deplorable sainete en el que estuvieron enfrascados el IFE, sus consejeros y las televisoras resultó la gota que derramó el vaso. Ya ni siquiera vale la pena seguir el relato de los hechos que se dieron, baste con decir que la autoridad institucional del IFE resultó terriblemente dañada y de eso se tomó nota en el Senado. El PRD y el PT fueron los únicos partidos que en el Consejo General impugnaron los arreglos con las televisoras que, en los hechos, fueron exoneradas por sus abiertas violaciones a la ley o muy mal sancionadas. Había que hacer algo y consistió en volver coincidentes la legislación electoral y la legislación sobre medios.
En un Legislativo tal y como está diseñado en la Constitución se supone que los intereses que llevan los partidos al debate sobre las leyes se confrontan y, al final, se negocian. No puede haber otra base. La institución del cabildeo privado pone las cosas en otro nivel: un partido que sostiene ciertos principios (que responden siempre a ciertos intereses) puede ser alejado por las presiones de los cabilderos privados de las posiciones que le son propias y tomar decisiones que lesionan esos principios. En esos casos ya no importan los principios sino la fuerza de la presión. Para eso, a veces, ni siquiera hace falta la presión, porque muchos legisladores no son más que personeros o mandaderos de los poderosos y ellos, con ese respaldo, pueden hacer mucho para favorecer a sus patronos.
Las televisoras, en el fondo, nunca justificaron que la libertad de expresión que tanto cacarean era su objetivo. El principio constitucional de la libertad de expresión no tuvo nada que ver con sus transgresiones de la ley. Su verdadero motivo de irritación era que la nueva legislación electoral les había quitado el jugoso negocio de las transmisiones de mensajes de los partidos y de la autoridad electoral. Nunca lo admitieron, pero era lo que resentían. Su argumento cumbre era que, en todo caso, la nueva legislación electoral no las podía vincular porque la legislación sobre medios no decía lo mismo y no las obligaba a cumplir lo en aquella estipulado. No tenían razón, pues cualquier ley vale para todos, pero era un buen escudo.
Ese pretexto artificioso y falaz se les acabó con unas cuantas modificaciones a la Ley Federal de Radio y Televisión (todavía en proceso). En su nuevo artículo 79-A, inciso cuarto, se impone que las televisoras y radiodifusoras están obligadas a reconocer la suprema autoridad del IFE en la materia y los concesionarios no podrán alterar las pautas ni exigir requisitos adicionales a los aprobados por el instituto, amén de no regatear y poner a disposición del IFE el tiempo de 48 minutos diarios en cada emisora que corresponde al Estado, sin pagar nada por ello, pues se trata de derechos e impuestos que ellas le deben. Lo que quiere decir que están obligadas a transmitir íntegramente y en los tiempos señalados en las pautas correspondientes los mensajes y programas que ordene. ¿Qué libertad individual se transgrede cuando lo único que se establece es que el Estado se toma lo que le corresponde?
Aunque el senador Ricardo García Cervantes propuso en su dictamen que en caso de infracciones graves y sistemáticas a las nuevas disposiciones el IFE pediría que se revocara la concesión de las empresas insumisas (artículo 107), el cabildeo interno (legisladores gatos de los monopolios) impuso que sólo se dará cuenta a la autoridad competente (Secretaría de Comunicaciones y Transportes) para que decida al respecto. Eso es como darle al caco las llaves de la casa. Pero, a final de cuentas, no resultó mal. Ahora ya está claro que el dinero de los contribuyentes no será para los tiburones de los medios.
Carlos Sotelo, presidente de la comisión en el Senado, dijo que era penoso aprobar de forma rápida, sin debate y con dispensa de lecturas en el pleno (pues era la única forma de sacar) esa reforma. Los senadores deberían preguntarse por qué tienen que legislar al oculto para evitar ser presionados por los poderosos y por qué no pueden hacer su trabajo, digamos, normalmente.
Que en el Senado se haya tenido que operar, como dicen los gringos en su pedestre jerga parlamentaria, fast track, para impedir que los monopolios televisivos siguieran impidiendo adecuar la Ley Federal de Radio y Televisión a la legislación electoral aprobada, fue, por decir lo menos, sorprendente, pero justificable porque, en efecto y a la postre, prevalece el interés general. Interés particular: impunidad de los medios para desobedecer abiertamente y casi sin explicaciones la legalidad reinante, como venganza por haberles quitado (en la nueva normatividad electoral) los jugosos ingresos por propaganda electoral. Interés general: que se sometiera a los medios a esa normatividad y no siguieran medrando, como en el pasado, con los dineros públicos que son de toda la sociedad y los administra su Estado.
Eso destaca la duplicidad que existe entre la ley, que representa el ideal deseado, y la realidad, en la que los intereses en juego (particulares todos) se imponen en los hechos a favor suyo. En el derecho, el Legislativo es un órgano representativo en el que los legisladores son elegidos por partidos que representan la pluralidad de los intereses sociales (todos ellos particulares) y que quieren presentarse como los que convienen a toda la sociedad. En los hechos, resulta que no todos los intereses tienen el mismo peso y, en particular, aquellos que están ligados a la riqueza privada tienen muchos más recursos para imponerse y, aunque abiertamente ni siquiera simulan ser los generales de la sociedad, a fin de cuentas se imponen sobre el Legislativo y lo hacen trabajar a su favor.
Eso es lo que ha estado pasando con la legislación en materia de radio y telecomunicaciones. El deplorable sainete en el que estuvieron enfrascados el IFE, sus consejeros y las televisoras resultó la gota que derramó el vaso. Ya ni siquiera vale la pena seguir el relato de los hechos que se dieron, baste con decir que la autoridad institucional del IFE resultó terriblemente dañada y de eso se tomó nota en el Senado. El PRD y el PT fueron los únicos partidos que en el Consejo General impugnaron los arreglos con las televisoras que, en los hechos, fueron exoneradas por sus abiertas violaciones a la ley o muy mal sancionadas. Había que hacer algo y consistió en volver coincidentes la legislación electoral y la legislación sobre medios.
En un Legislativo tal y como está diseñado en la Constitución se supone que los intereses que llevan los partidos al debate sobre las leyes se confrontan y, al final, se negocian. No puede haber otra base. La institución del cabildeo privado pone las cosas en otro nivel: un partido que sostiene ciertos principios (que responden siempre a ciertos intereses) puede ser alejado por las presiones de los cabilderos privados de las posiciones que le son propias y tomar decisiones que lesionan esos principios. En esos casos ya no importan los principios sino la fuerza de la presión. Para eso, a veces, ni siquiera hace falta la presión, porque muchos legisladores no son más que personeros o mandaderos de los poderosos y ellos, con ese respaldo, pueden hacer mucho para favorecer a sus patronos.
Las televisoras, en el fondo, nunca justificaron que la libertad de expresión que tanto cacarean era su objetivo. El principio constitucional de la libertad de expresión no tuvo nada que ver con sus transgresiones de la ley. Su verdadero motivo de irritación era que la nueva legislación electoral les había quitado el jugoso negocio de las transmisiones de mensajes de los partidos y de la autoridad electoral. Nunca lo admitieron, pero era lo que resentían. Su argumento cumbre era que, en todo caso, la nueva legislación electoral no las podía vincular porque la legislación sobre medios no decía lo mismo y no las obligaba a cumplir lo en aquella estipulado. No tenían razón, pues cualquier ley vale para todos, pero era un buen escudo.
Ese pretexto artificioso y falaz se les acabó con unas cuantas modificaciones a la Ley Federal de Radio y Televisión (todavía en proceso). En su nuevo artículo 79-A, inciso cuarto, se impone que las televisoras y radiodifusoras están obligadas a reconocer la suprema autoridad del IFE en la materia y los concesionarios no podrán alterar las pautas ni exigir requisitos adicionales a los aprobados por el instituto, amén de no regatear y poner a disposición del IFE el tiempo de 48 minutos diarios en cada emisora que corresponde al Estado, sin pagar nada por ello, pues se trata de derechos e impuestos que ellas le deben. Lo que quiere decir que están obligadas a transmitir íntegramente y en los tiempos señalados en las pautas correspondientes los mensajes y programas que ordene. ¿Qué libertad individual se transgrede cuando lo único que se establece es que el Estado se toma lo que le corresponde?
Aunque el senador Ricardo García Cervantes propuso en su dictamen que en caso de infracciones graves y sistemáticas a las nuevas disposiciones el IFE pediría que se revocara la concesión de las empresas insumisas (artículo 107), el cabildeo interno (legisladores gatos de los monopolios) impuso que sólo se dará cuenta a la autoridad competente (Secretaría de Comunicaciones y Transportes) para que decida al respecto. Eso es como darle al caco las llaves de la casa. Pero, a final de cuentas, no resultó mal. Ahora ya está claro que el dinero de los contribuyentes no será para los tiburones de los medios.
Carlos Sotelo, presidente de la comisión en el Senado, dijo que era penoso aprobar de forma rápida, sin debate y con dispensa de lecturas en el pleno (pues era la única forma de sacar) esa reforma. Los senadores deberían preguntarse por qué tienen que legislar al oculto para evitar ser presionados por los poderosos y por qué no pueden hacer su trabajo, digamos, normalmente.
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