Excélsior/24 de junio de 2009
El debate sobre qué hacer con el voto incluye tres opciones básicas: el voto partidista, el voto de protesta (nulo o independiente) y el abstencionismo. En general, la polémica se ha dado esencialmente entre las dos primeras. Es un tanto paradójico que las dos corrientes que más se han confrontado coincidan en lo que, para mí, es esencial: concurrir a las urnas y utilizar el voto con el fin de expresar cualquier opción contemplada en la ley, sea sufragar por un partido político o emitir una inconformidad con todos ellos. De haberse reconocido que el voto nulo es legal, democrático, institucional y, por tanto, legítimo, probablemente ambas corrientes (partidistas y anulistas) estarían coordinados para promoverlo en conjunción con el IFE, y el debate se estaría dando principalmente con los abstencionistas. Pero, no siendo así, la principal división se dio entre quienes promueven el voto partidista y quienes defendemos el derecho de anular el voto, como algo legítimo, democrático y, quizás, eficaz en cuanto a palanca de presión al sistema de partidos. ¿Por qué a los partidos y sus apologistas les preocupa más el voto nulo que la abstención (aunque pretendan identificarlos como uno y el mismo fenómeno)? Porque la abstención es silenciosa (aunque también signifique algo) y no tiene efectos jurídicos, a diferencia del voto nulo, que además de ser una protesta ruidosa, es computado para, entre otras cosas, determinar qué partidos mantienen su registro y cuáles no (algo nada menor, aunque varios consejeros del IFE le hayan querido restar importancia).
Pero el abstencionismo no sólo existe como fenómeno (y será la opción que predomine en esta elección), sino también tiene sus promotores. Ellos dirigen sus baterías principalmente hacia quienes promueven el voto nulo. Repudian no sólo al sistema de partidos, sino igualmente al proceso electoral. El abstencionismo activo considera que concurrir a las urnas, así sea para anular el voto, es convalidar una simulación. Por lo tanto, consideran a los anulistas como comparsas o, en el mejor de los casos, ingenuos (pues calculan que un voto nulo nutrido podría generar una eficaz condición de exigencia a los partidos). Y es que el anulismo se ubica en medio de los extremos: en un polo está el voto partidista y, en el otro, el abstencionismo. Y como es inevitable en los fenómenos políticos, las posturas que se ubican en medio del espectro (en este caso los anulistas) son objeto de bombardeo simultáneo desde ambos polos: para los partidos (y algunos de sus apologistas), los anulistas son irresponsables, antidemocráticos, incluso cuasi subversivos; según los abstencionistas, los anulistas son cómplices de la farsa o víctimas de una gran candidez.
Uno podría pensar que entre los abstencionistas predomina la gente de izquierda, desencantada —no sin cierto fundamento— por las elecciones presidenciales de 2006. Es probable que así sea (quizá las encuestas poselectorales nos puedan aclarar el perfil del abstencionista). Ahí está, como una destacada defensora del abstencionismo, nuestra apreciada y admirada Sara Sefchovich, quien recientemente ha escrito: “Votar, aunque sea para anular el voto, es entrarle al juego, y mientras lo hagamos, seguirá existiendo pretexto para que los partidos y las instituciones que tienen que ver con elecciones se sigan despachando en grande, como vergonzosamente han hecho y siguen haciendo, aun con la crisis”. Dice también que la abstención “es la propuesta de los ciudadanos, no porque se haya hecho de manera formal, sino porque desde hace muchos años ha sido la decisión y la actitud asumida por millones de ellos, y en ese sentido es una propuesta que va de abajo hacia arriba y no al revés” (El Universal, 21/VI/09). Es una posición congruente, en todo caso, con el desencanto que Sefchovich experimenta —no sin razón— con todo el entramado institucional y nuestra vida política, a la cual considera una gran simulación y la retrata muy bien en su reciente libro, País de mentiras.
Pero los abstencionistas activos no son sólo de izquierda; también los hay filopanistas, como Javier Livas, luchador por la democracia desde el fraude de Chihuahua en 1986 y expulsado del PAN hace años por externar críticas hacia la dirigencia de ese democrático partido. Dice hoy Livas que: “Si todos salimos a votar, es lo que mantendría a la partidocracia contenta... La gente, mansamente, saliendo a votar, aunque sea para anular su voto… tranquilos, obedientes, apoyando al sistema que los explota y los engaña y los roba… Anular es votar, es aceptar como bueno el proceso, es decir al mundo que somos tontos o tolerantes de las mentiras y la corrupción; los partidos prefieren la anulación que la abstención activa y razonada; no votar es veneno para el sistema; anular los fortalece… No quiero ser parte de una gran simulación” (16/VI/09). No coincido con Livas en que a los partidos les conviene más el voto nulo que la abstención y, por ello, no me parece casual que mientras merodeó solamente el fantasma del abstencionismo, los partidos se dedicaban tranquilamente a su guerra de lodo; pero al detectar el potencial de un amplio voto de protesta, enfilaron una parte de su artillería hacia el movimiento que lo promueve. Respeto, con todo, la decisión de los abstencionistas activos, pues me parece que también ejercerán su libertad de sufragio. Sin embargo, si muchos abstencionistas decidieran expresar su inconformidad en las urnas (con un voto nulo), además de depurar un poco el sistema partidista (eliminando algunos de los costosos y nocivos partidos-negocio), sería inevitable que los partidos escucharan el hartazgo ciudadano y crecería la probabilidad de que reconocieran la necesidad de reformarlo en favor del interés colectivo.
La principal división se dio entre quienes promueven un sufragio partidista y quienes defendemos el derecho de anularlo.
Pero el abstencionismo no sólo existe como fenómeno (y será la opción que predomine en esta elección), sino también tiene sus promotores. Ellos dirigen sus baterías principalmente hacia quienes promueven el voto nulo. Repudian no sólo al sistema de partidos, sino igualmente al proceso electoral. El abstencionismo activo considera que concurrir a las urnas, así sea para anular el voto, es convalidar una simulación. Por lo tanto, consideran a los anulistas como comparsas o, en el mejor de los casos, ingenuos (pues calculan que un voto nulo nutrido podría generar una eficaz condición de exigencia a los partidos). Y es que el anulismo se ubica en medio de los extremos: en un polo está el voto partidista y, en el otro, el abstencionismo. Y como es inevitable en los fenómenos políticos, las posturas que se ubican en medio del espectro (en este caso los anulistas) son objeto de bombardeo simultáneo desde ambos polos: para los partidos (y algunos de sus apologistas), los anulistas son irresponsables, antidemocráticos, incluso cuasi subversivos; según los abstencionistas, los anulistas son cómplices de la farsa o víctimas de una gran candidez.
Uno podría pensar que entre los abstencionistas predomina la gente de izquierda, desencantada —no sin cierto fundamento— por las elecciones presidenciales de 2006. Es probable que así sea (quizá las encuestas poselectorales nos puedan aclarar el perfil del abstencionista). Ahí está, como una destacada defensora del abstencionismo, nuestra apreciada y admirada Sara Sefchovich, quien recientemente ha escrito: “Votar, aunque sea para anular el voto, es entrarle al juego, y mientras lo hagamos, seguirá existiendo pretexto para que los partidos y las instituciones que tienen que ver con elecciones se sigan despachando en grande, como vergonzosamente han hecho y siguen haciendo, aun con la crisis”. Dice también que la abstención “es la propuesta de los ciudadanos, no porque se haya hecho de manera formal, sino porque desde hace muchos años ha sido la decisión y la actitud asumida por millones de ellos, y en ese sentido es una propuesta que va de abajo hacia arriba y no al revés” (El Universal, 21/VI/09). Es una posición congruente, en todo caso, con el desencanto que Sefchovich experimenta —no sin razón— con todo el entramado institucional y nuestra vida política, a la cual considera una gran simulación y la retrata muy bien en su reciente libro, País de mentiras.
Pero los abstencionistas activos no son sólo de izquierda; también los hay filopanistas, como Javier Livas, luchador por la democracia desde el fraude de Chihuahua en 1986 y expulsado del PAN hace años por externar críticas hacia la dirigencia de ese democrático partido. Dice hoy Livas que: “Si todos salimos a votar, es lo que mantendría a la partidocracia contenta... La gente, mansamente, saliendo a votar, aunque sea para anular su voto… tranquilos, obedientes, apoyando al sistema que los explota y los engaña y los roba… Anular es votar, es aceptar como bueno el proceso, es decir al mundo que somos tontos o tolerantes de las mentiras y la corrupción; los partidos prefieren la anulación que la abstención activa y razonada; no votar es veneno para el sistema; anular los fortalece… No quiero ser parte de una gran simulación” (16/VI/09). No coincido con Livas en que a los partidos les conviene más el voto nulo que la abstención y, por ello, no me parece casual que mientras merodeó solamente el fantasma del abstencionismo, los partidos se dedicaban tranquilamente a su guerra de lodo; pero al detectar el potencial de un amplio voto de protesta, enfilaron una parte de su artillería hacia el movimiento que lo promueve. Respeto, con todo, la decisión de los abstencionistas activos, pues me parece que también ejercerán su libertad de sufragio. Sin embargo, si muchos abstencionistas decidieran expresar su inconformidad en las urnas (con un voto nulo), además de depurar un poco el sistema partidista (eliminando algunos de los costosos y nocivos partidos-negocio), sería inevitable que los partidos escucharan el hartazgo ciudadano y crecería la probabilidad de que reconocieran la necesidad de reformarlo en favor del interés colectivo.
La principal división se dio entre quienes promueven un sufragio partidista y quienes defendemos el derecho de anularlo.
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