EL Universal/26 de junio de 2009
Hace unas semanas escribía en este espacio que quizá el componente más serio que conforma el reto de conducir a nuestro país hacia la sustentabilidad es encontrar la forma de alimentar a la población mexicana de mediados del siglo presente —que será de casi 135 millones de personas— sin destruir lo que queda de nuestros ecosistemas naturales, tanto terrestres como marinos.
Mencionaba también que ese reto no está presente ni por asomo entre las preocupaciones que deberían hoy captar nuestra atención hacia el rumbo futuro que debería tomar nuestro país, cuando estamos por celebrar 200 años de independencia y 150 de una revolución que ocurrió para resolver muchos de los problemas de desigualdad, de hambre y marginación de la mayoría de la población mexicana de principios del siglo XX.
El estudio Capital natural de México, coordinado por la Conabio, recién presentado el 5 de junio y en el que participaron más de 750 expertos mexicanos en ecología, biodiversidad, economía, etcétera, apunta en relación a esto que el reparto agrario resultante de la Revolución y que “se aceleró en los años 30 logró parcialmente su objetivo de justicia social, pero tuvo serias repercusiones ambientales”. Los dueños de ese capital natural “no recibieron por mucho tiempo los beneficios del aprovechamiento directo de la biodiversidad y las políticas (públicas) fomentaron la deforestación para las actividades agropecuarias”.
Es decir, se mejoraron sólo parcialmente las condiciones de bienestar de la población rural, pero perdimos la mitad de nuestros ecosistemas, y la agricultura hoy tiene limitaciones para abastecer las necesidades alimentarias del país.
Retomo esta idea después de leer un informe de expertos de la FAO, que establece que el desmoronamiento económico mundial ha provocado el incremento de 100 millones de personas más que las que había en 2008 y que ingieren por debajo de mil 800 calorías diarias (límite establecido por la FAO para definir que una persona está subalimentada), al grado de que uno de cada seis actuales habitantes del planeta (desde luego, provenientes de la porción más vulnerable de la humanidad) sufre hambre crónica. Según Jacques Diouf, director general de la FAO, no hay región del mundo inmune a este problema, que más que una crisis humanitaria es ya un problema de tipo político.
La crisis económica contribuye importantemente a la desnutrición, pues dificulta a la gente de muy escasos recursos la obtención de granos básicos, que han aumentado su precio 25% en promedio a escala global. El reporte de la FAO coincide con otra evaluación, del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, en la que el número de gente hambrienta aparece creciendo más que la poblacional mundial.
Lo anterior hace ver como una imposibilidad que la meta propuesta por el G-8 de reducir a la mitad las cifras de hambruna en el mundo para 2015 se alcance por muchos esfuerzos (aunque fuesen reales) que se hagan. Sólo hay tres posibles salidas para las sociedades que se encuentren en esta encrucijada del hambre: emigrar a otro país, desatar una revuelta social o morirse de hambre.
México no escapa de las predicciones globales de dificultad para cambiar la situación alimentaria. Poner en el centro de la discusión nacional los posibles escenarios de cómo encararemos en México el reto de la alimentación de 135 millones de habitantes para mediados del siglo (y sus repercusiones ambientales, sociales y económicas) es una necesidad ineludible y una responsabilidad de la presente generación.
jose.sarukhan@hotmail.com
Investigador del Instituto de Ecología de la UNAM
Mencionaba también que ese reto no está presente ni por asomo entre las preocupaciones que deberían hoy captar nuestra atención hacia el rumbo futuro que debería tomar nuestro país, cuando estamos por celebrar 200 años de independencia y 150 de una revolución que ocurrió para resolver muchos de los problemas de desigualdad, de hambre y marginación de la mayoría de la población mexicana de principios del siglo XX.
El estudio Capital natural de México, coordinado por la Conabio, recién presentado el 5 de junio y en el que participaron más de 750 expertos mexicanos en ecología, biodiversidad, economía, etcétera, apunta en relación a esto que el reparto agrario resultante de la Revolución y que “se aceleró en los años 30 logró parcialmente su objetivo de justicia social, pero tuvo serias repercusiones ambientales”. Los dueños de ese capital natural “no recibieron por mucho tiempo los beneficios del aprovechamiento directo de la biodiversidad y las políticas (públicas) fomentaron la deforestación para las actividades agropecuarias”.
Es decir, se mejoraron sólo parcialmente las condiciones de bienestar de la población rural, pero perdimos la mitad de nuestros ecosistemas, y la agricultura hoy tiene limitaciones para abastecer las necesidades alimentarias del país.
Retomo esta idea después de leer un informe de expertos de la FAO, que establece que el desmoronamiento económico mundial ha provocado el incremento de 100 millones de personas más que las que había en 2008 y que ingieren por debajo de mil 800 calorías diarias (límite establecido por la FAO para definir que una persona está subalimentada), al grado de que uno de cada seis actuales habitantes del planeta (desde luego, provenientes de la porción más vulnerable de la humanidad) sufre hambre crónica. Según Jacques Diouf, director general de la FAO, no hay región del mundo inmune a este problema, que más que una crisis humanitaria es ya un problema de tipo político.
La crisis económica contribuye importantemente a la desnutrición, pues dificulta a la gente de muy escasos recursos la obtención de granos básicos, que han aumentado su precio 25% en promedio a escala global. El reporte de la FAO coincide con otra evaluación, del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, en la que el número de gente hambrienta aparece creciendo más que la poblacional mundial.
Lo anterior hace ver como una imposibilidad que la meta propuesta por el G-8 de reducir a la mitad las cifras de hambruna en el mundo para 2015 se alcance por muchos esfuerzos (aunque fuesen reales) que se hagan. Sólo hay tres posibles salidas para las sociedades que se encuentren en esta encrucijada del hambre: emigrar a otro país, desatar una revuelta social o morirse de hambre.
México no escapa de las predicciones globales de dificultad para cambiar la situación alimentaria. Poner en el centro de la discusión nacional los posibles escenarios de cómo encararemos en México el reto de la alimentación de 135 millones de habitantes para mediados del siglo (y sus repercusiones ambientales, sociales y económicas) es una necesidad ineludible y una responsabilidad de la presente generación.
jose.sarukhan@hotmail.com
Investigador del Instituto de Ecología de la UNAM
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