El Universal/29 de junio de 2009
Según el imaginario de nuestras autoridades el brote de influenza AH1N1 (mezcla de influenza aviar, porcina y humana) se esperaba surgiera en otras latitudes, por lo que “nos había tomado desprevenidos”, pero que aún así se había dado una manejo eficaz del problema. Detrás del mito siempre hay relictos de incomprensión de los fenómenos naturales. La epidemia de influenza en nuestro país ha dado muestra de ello y ha dejado al descubierto toda una serie de carencias.
En primer lugar, la influenza puso en evidencia la falta de una cultura científica, expresada en la suposición de que el brote pandémico del virus surgiría en una región lejana del país. Ignorancia científica, porque el aumento en la letalidad de los virus ocurre por mutaciones o recombinaciones de su material genético y esos procesos evolutivos han ocurrido y pueden ocurrir en cualquier región del planeta y quizá en los momentos más inesperados, por lo que cualquier nación tiene la obligación de estar preparada.
En segundo lugar, se evidenció la ineficiencia de los sistemas de salud nacional y locales, que si en verdad funcionaran como un sistema tendrían mayor coordinación y comunicación entre las instancias que los constituyen y también con las instituciones de investigación del país. Esa coordinación no se dio. Los datos para México indican que fue el país con el índice más alto de mortalidad de infectados, pero aún no se explican las causas.
En tercer lugar, dejó entrever el miedo colectivo generado por el mal manejo de la información, que fluyó de actores con una deficiente cultura científica a receptores en su mayoría carentes de ella.
Por otro lado, la influenza dejó en evidencia el atraso de nuestro país y la magnitud de nuestra dependencia con el extranjero en cuestiones de ciencia y tecnología, en particular en lo que se refiere a la producción de medicamentos y vacunas, así como en la capacidad de identificación del tipo de virus que estaba provocando la epidemia (por cierto, con un poco de coordinación y de apoyo a los grupos especializados, hoy ya es posible en México identificarlos, se tiene la preparación y la tecnología para hacerlo en poco tiempo).
Esta vez fue como un ensayo, tuvimos suerte, pero tenemos que estar preparados para la siguiente, es posible que como ha ocurrido en la historia de las epidemias de influenza (en especial la terrible de 1918) el virus pueda retornar con igual o mayor letalidad. No olvidemos que en la temporada de invierno se presentan casos de influenza provocados por diversos virus, los llamados estacionales, que acompañados de una variante de AH1N1 u otro, podrían generar nuevamente una epidemia. Necesitamos tener dosis suficientes de antivirales (hay que apoyar a quienes los están produciendo en México como es el caso del Instituto de Biotecnología de la UNAM, además de adquirir los que hagan falta) y lo mismo con las vacunas. No podemos darnos el lujo de equivocarnos, pues se trata de vidas humanas.
Una de las fallas más grandes que exhibió la epidemia fue la poca importancia que el gobierno le da a la ciencia. Se puede incluso hablar de un menosprecio a la investigación científica, tecnológica y por supuesto a la humanística, claramente visible en los escasos recursos que se le asignan (0.33% del PIB), aún cuando tenemos como país el compromiso de asignar como mínimo 1% del PIB.
En un ejercicio de autocrítica debemos reconocer las deficiencias que tenemos y aprender las lecciones que estos eventos dejan. Tenemos la oportunidad de prepararnos para cualquier epidemia, pues hemos aprendido la importancia de la difusión y enseñanza de conocimientos científicos, éticos y médicos y en consecuencia tenemos la obligación de sentar las bases para desarrollar una sólida cultura científica que vaya desde los niños, y en general a los ciudadanos, hasta las clases dirigentes.
Hemos re-aprendido comportamientos básicos de cuidados a la salud que se habían perdido en la cotidianidad, hábitos tan sencillos como lavarse las manos con frecuencia y comer alimentos preparados con normas de higiene. Hemos aprendido que los gastos en investigación científica y desarrollo tecnológico no son lujos, sino una necesidad que nos permite resolver problemas prioritarios; hemos aprendido también que depender de la ciencia y la tecnología del extranjero cuesta mucho más caro que destinar recursos a nuestras universidades y demás centros de investigación; que necesitamos un sistema eficiente de salud pública con entidades que trabajen coordinadamente entre sí y con los centros de investigación del país, que no deje la vida de un ser humano en manos de la suerte y la casualidad.
Ante la falta de una preparación adecuada para enfrentar la epidemia, las medidas extremas que se tomaron fueron correctas, pero no dejemos que el atraso regule la historia de nuestras vidas y el desarrollo del país. El costo en vidas, pérdida de empleos y recursos económicos no debe repetirse.
En primer lugar, la influenza puso en evidencia la falta de una cultura científica, expresada en la suposición de que el brote pandémico del virus surgiría en una región lejana del país. Ignorancia científica, porque el aumento en la letalidad de los virus ocurre por mutaciones o recombinaciones de su material genético y esos procesos evolutivos han ocurrido y pueden ocurrir en cualquier región del planeta y quizá en los momentos más inesperados, por lo que cualquier nación tiene la obligación de estar preparada.
En segundo lugar, se evidenció la ineficiencia de los sistemas de salud nacional y locales, que si en verdad funcionaran como un sistema tendrían mayor coordinación y comunicación entre las instancias que los constituyen y también con las instituciones de investigación del país. Esa coordinación no se dio. Los datos para México indican que fue el país con el índice más alto de mortalidad de infectados, pero aún no se explican las causas.
En tercer lugar, dejó entrever el miedo colectivo generado por el mal manejo de la información, que fluyó de actores con una deficiente cultura científica a receptores en su mayoría carentes de ella.
Por otro lado, la influenza dejó en evidencia el atraso de nuestro país y la magnitud de nuestra dependencia con el extranjero en cuestiones de ciencia y tecnología, en particular en lo que se refiere a la producción de medicamentos y vacunas, así como en la capacidad de identificación del tipo de virus que estaba provocando la epidemia (por cierto, con un poco de coordinación y de apoyo a los grupos especializados, hoy ya es posible en México identificarlos, se tiene la preparación y la tecnología para hacerlo en poco tiempo).
Esta vez fue como un ensayo, tuvimos suerte, pero tenemos que estar preparados para la siguiente, es posible que como ha ocurrido en la historia de las epidemias de influenza (en especial la terrible de 1918) el virus pueda retornar con igual o mayor letalidad. No olvidemos que en la temporada de invierno se presentan casos de influenza provocados por diversos virus, los llamados estacionales, que acompañados de una variante de AH1N1 u otro, podrían generar nuevamente una epidemia. Necesitamos tener dosis suficientes de antivirales (hay que apoyar a quienes los están produciendo en México como es el caso del Instituto de Biotecnología de la UNAM, además de adquirir los que hagan falta) y lo mismo con las vacunas. No podemos darnos el lujo de equivocarnos, pues se trata de vidas humanas.
Una de las fallas más grandes que exhibió la epidemia fue la poca importancia que el gobierno le da a la ciencia. Se puede incluso hablar de un menosprecio a la investigación científica, tecnológica y por supuesto a la humanística, claramente visible en los escasos recursos que se le asignan (0.33% del PIB), aún cuando tenemos como país el compromiso de asignar como mínimo 1% del PIB.
En un ejercicio de autocrítica debemos reconocer las deficiencias que tenemos y aprender las lecciones que estos eventos dejan. Tenemos la oportunidad de prepararnos para cualquier epidemia, pues hemos aprendido la importancia de la difusión y enseñanza de conocimientos científicos, éticos y médicos y en consecuencia tenemos la obligación de sentar las bases para desarrollar una sólida cultura científica que vaya desde los niños, y en general a los ciudadanos, hasta las clases dirigentes.
Hemos re-aprendido comportamientos básicos de cuidados a la salud que se habían perdido en la cotidianidad, hábitos tan sencillos como lavarse las manos con frecuencia y comer alimentos preparados con normas de higiene. Hemos aprendido que los gastos en investigación científica y desarrollo tecnológico no son lujos, sino una necesidad que nos permite resolver problemas prioritarios; hemos aprendido también que depender de la ciencia y la tecnología del extranjero cuesta mucho más caro que destinar recursos a nuestras universidades y demás centros de investigación; que necesitamos un sistema eficiente de salud pública con entidades que trabajen coordinadamente entre sí y con los centros de investigación del país, que no deje la vida de un ser humano en manos de la suerte y la casualidad.
Ante la falta de una preparación adecuada para enfrentar la epidemia, las medidas extremas que se tomaron fueron correctas, pero no dejemos que el atraso regule la historia de nuestras vidas y el desarrollo del país. El costo en vidas, pérdida de empleos y recursos económicos no debe repetirse.
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