viernes, 26 de junio de 2009

PRD: la ruptura anunciada (segunda y última parte)

Epigmenio Carlos Ibarra
Milenio/26 de junio de 2009

Trágica paradoja la de la izquierda mexicana; para tener posibilidades reales de alcanzar una victoria electoral hubo de abrirse ideológica, programática y organizativamente tanto que terminó desdibujándose por completo. Sus victorias, su acceso al poder en cada vez más municipios y estados de la República, el haber llegado al umbral mismo de la Presidencia –otra paradoja más que marca su destino– aceleró su proceso de descomposición. Mientras más ganaba más perdía.
Obviamente ni los comunistas que habían dado el salto del PCM al PSUM, ni los ex guerrilleros ni los luchadores sociales de la izquierda sindical, campesina o estudiantil, tenían por sí solos –o incluso unidos– la fuerza suficiente para, a través de las urnas, asaltar al poder.
Tanto el desgaste sufrido por la continua y brutal represión gubernamental como el haber sido blanco, durante décadas, de una campaña permanente de desprestigio y descrédito desde el púlpito y los medios de comunicación (eran ya “un peligro para México”) como su mismo sectarismo y en muchos casos su dogmatismo ideológico (que los hacía, por otro lado, un peligro para sí mismos) los volvía incapaces de acercarse con un discurso convincente a las capas medias de la población urbana y a los sectores más conservadores del campesinado; esos que, finalmente, son los que deciden –cuando la televisión y el poder del dinero pierden momentáneamente el férreo control que sobre ellos ejercen– quién habrá de gobernar.
Enfrentar con éxito al régimen autoritario y la fuerza creciente de una derecha confesional que, gracias a las concertacesiones y al giro estratégico de la correlación de fuerzas entre los gobiernos del PRI y los poderes fácticos en muchos de los casos, comenzaba a sumar triunfos en el norte del país, implicaba necesariamente abrir el abanico de alianzas.
Había ahora que marchar del brazo con aquellos que, dentro del aparato del partido de estado y hasta ese momento, habían creído que el PRI era todavía, en tanto que producto de la revolución mexicana, una alternativa de desarrollo con justicia social.
Los enemigos de ayer se volvieron, de pronto, los aliados de hoy; a muchos de estos nuevos compañeros de viaje, sin embargo, no los movía tanto la convicción ideológica como la decepción burocrática.
Había, claro, entre ellos, mujeres y hombres dignos e íntegros, convencidos de la necesidad de recuperar los postulados originales de la revolución mexicana decididos además a hacerlo a todo trance y de ponerse al servicio de las mayorías empobrecidas. Pero había también –y su número se incrementó en la misma proporción en que crecieron las victorias electorales– muchos otros oportunistas que, simplemente, abandonaban al aparato porque éste no les había asignado una buena parte del botín.
Aportaron los ex priistas a la aventura su capacidad de organización, su conocimiento de los meandros del poder y también, es preciso decirlo, los usos y costumbres, los vicios adquiridos a lo largo de décadas de ser miembros de la elite gobernante.
El descubrimiento de que, por primera vez, el PRD tenía perspectiva de victoria, hizo que se acercaran a él, por otro lado, aventureros de toda laya. Una mezcla inestable con alto potencial explosivo se formó así. Más que un partido un frente; más que un frente una especie de coalición prendida con alfileres y en la que la calidad y el tono del debate interno iba descomponiéndose a ritmo acelerado.
Millones de ciudadanos respiraron con alivio ante la aparición de esta nueva opción, y sobre todo en el centro y el sur del país, se volcaron a las urnas a respaldar al PRD. En esa misma medida los poderes fácticos comenzaron una ofensiva, que aun hoy mantienen, para destruirlo.
Jamás organización política alguna ha sufrido un embate tan feroz, coordinado y consistente; conjurar el peligro para México que una izquierda ascendente significaba se volvió el propósito estratégico de los barones del dinero y especialmente de la televisión privada; convertida, en virtud de su desmedida influencia, en gran elector.
Convencidos de que el PRI no daba para más había que buscar una alternativa gatopardiana para sustituirlo. Fox y el PAN eran la solución. El llamado al voto útil representó el primer desgarramiento de la precaria unidad de una izquierda tan heterogénea como vulnerable; un anuncio de lo que vendría después. Ante la sombra del poder muchos de sus nuevos miembros cambiaron tranquilamente de camiseta.
Cuando llegó el 2006 la semilla de la destrucción de la izquierda estaba sembrada y tanto que, por su propio y pragmático sistema de alianzas, era ya difícil reconocerla. La fuerza brutal del embate externo no fue más efectiva, sin embargo, que lo que los mismos perredistas hicieron para perderlo todo.
La sensación de tener a su servicio una corte personal, la nube de asistentes con el celular a disposición del jefe, la camioneta y los guarda espaldas fueron, a la postre, más nocivos que el tolete; tanto que de esa izquierda original hoy no queda rastro.
A quienes tuvieron la audacia para construir este frente; supieron abrirse, crear alianzas y mantener al mismo tiempo el temple y el compromiso con las mayorías empobrecidas, a esos que han resistido la seducción del poder, hoy no les queda, me temo, más alternativa que abandonar ese barco que hace agua y construir uno nuevo. Es la suya la tarea de Sísifo sólo que la cuesta será más empinada y la piedra más grande.
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