La Jornada/29 de junio de 2009
Qué pronto nos hemos acostumbrado los mexicanos a que el presidente de la República pronuncie el nombre de Dios en vano. Digo en vano, porque resulta inútil cada vez que lo hace. ¿Qué no era ilegal, además? Como predicador al menos, nadie lo toma en serio, ni siquiera sus creyentes”, que los tiene, sobre todo en el PAN.
La expedita conclusión forense presidencial de que por su vida disipada a Michael Jackson lo castigó Diosito, debería preocuparnos. Su aparente ingenuidad lo muestra irresponsable. Pero más grave es la naturalidad y normalidad con que Dios (y no cualquiera, el católico, poderosísimo, en términos materiales, y extraterritorial, como ninguno) aparece en las alocuciones y acciones de los nuevos funcionarios nacionales y estatales.
La verdad, yo sí extraño a Benito Juárez. Con él las cosas quedaron claras y así se mantuvieron sus buenos 130 años. No es nostalgia del PRI. Como si no fueran nuestras la guerra contra Francia y la Revolución de 1910, donde Dios poco tuvo que ver. ¿Y cuánto falta para que el precandidato “favorito” del tricolor se nos case por la iglesia en el canal de las Estrellas?
Dios sólo protagonizó aquí una guerra moderna, la Cristera, la más tonta que hemos tenido. La única que los neogobiernos consideran propia, y en vez de héroes gestionan santos. Vicente Fox trataba al Papa de Roma como compadre, iba a misa como a una conferencia de prensa, quería casarse en Catedral con su novia de campaña y soltaba el “Dios mediante” a la menor provocación. El retroceso ya estaba ahí, aunque sonara a chiste. No tanto: la jerarquía católica, con sus Onésimos y sus Norbertos, se había metido “en la política”, o sea, en todo lo que no es de su incumbencia.
En su hipertrofia de poder, el presidente Carlos Salinas de Gortari reconoció al Vaticano como Estado, creyéndose muy “moderno”. Y retrocedimos un siglo. México fue vanguardia mundial en ese aspecto de la salud mental pública y el buen gobierno: la separación Estado-Iglesia. Lo seguiría siendo, si las leyes no hubieran involucionado. La circunstancia laica beneficiaba la educación, los servicios médicos, las finanzas públicas, la reforma agraria. La aplicación de justicia, por abusiva y represora que fuera, no llegaba disparando bendiciones y agua bendita.
El problema no consiste en ser ateo o no. Cada quien lo suyo (la libertad de cultos del ateo Juárez), sino en usar la “fe” como pretexto ético, retórica política y legislación suprahumana. Que es lo que hacen Felipe Calderón, su esposa, sus familiares y correligionarios, quienes, por cierto, resultan ser “el gobierno”. En nombre de Dios podrían criminalizar cualquier conducta individual (eso fue la Inquisición), en negación del pensamiento racional y la justicia escencial. Ganas no les faltan.
Pero basta ver el mundo. Los millares de muertes que han causado las religiones en años recientes. (Habrá quien diga que eso pasa siempre). La combinación Estado-religión es funesta. Ahí tenemos Irán e Israel como ejemplo. Una nación tan “creyente” como Estados Unidos nos acaba de recetar ocho años de terror bajo la prédica de George W. Bush y sus acólitos, cuando literalmente incendiaron países enteros en nombre de su Dios (el que asoma su ojo en los billetes de dólar). Y esas llamas no se han extinguido.
Acá estábamos mejor sin el indebido matrimonio entre el gobierno y la religión. A este empeoramiento cívico se debe agregar la hipocresía de los discursos “creyentes” de los funcionarios. Si el pecado está en meterse droga, ellos no cantan mal las rancheras, que no se hagan. Ya lo ubicaron en el sexo “fuera del matrimonio” bajo sus diversas manifestaciones adúlteras, homosexuales o paganas. En el aborto de las mujeres dueñas de sí mismas, y en las violadas, para acabarla de fregar. De allí, sin mucho trámite, el pecado aflorará, según ellos, en las protestas y resistencias sociales, por lo demás en justificado aumento.
Siempre hemos sido pecadores los mexicanos, eso que ni qué. Y muchos, ateos gracias a Dios, como decía Salvador Novo. Eso no representaba un problema con la policía o los Poderes de la Unión. Dios nos coja confesados, su regreso al gobierno no augura nada bueno para nuestras libertades.
La expedita conclusión forense presidencial de que por su vida disipada a Michael Jackson lo castigó Diosito, debería preocuparnos. Su aparente ingenuidad lo muestra irresponsable. Pero más grave es la naturalidad y normalidad con que Dios (y no cualquiera, el católico, poderosísimo, en términos materiales, y extraterritorial, como ninguno) aparece en las alocuciones y acciones de los nuevos funcionarios nacionales y estatales.
La verdad, yo sí extraño a Benito Juárez. Con él las cosas quedaron claras y así se mantuvieron sus buenos 130 años. No es nostalgia del PRI. Como si no fueran nuestras la guerra contra Francia y la Revolución de 1910, donde Dios poco tuvo que ver. ¿Y cuánto falta para que el precandidato “favorito” del tricolor se nos case por la iglesia en el canal de las Estrellas?
Dios sólo protagonizó aquí una guerra moderna, la Cristera, la más tonta que hemos tenido. La única que los neogobiernos consideran propia, y en vez de héroes gestionan santos. Vicente Fox trataba al Papa de Roma como compadre, iba a misa como a una conferencia de prensa, quería casarse en Catedral con su novia de campaña y soltaba el “Dios mediante” a la menor provocación. El retroceso ya estaba ahí, aunque sonara a chiste. No tanto: la jerarquía católica, con sus Onésimos y sus Norbertos, se había metido “en la política”, o sea, en todo lo que no es de su incumbencia.
En su hipertrofia de poder, el presidente Carlos Salinas de Gortari reconoció al Vaticano como Estado, creyéndose muy “moderno”. Y retrocedimos un siglo. México fue vanguardia mundial en ese aspecto de la salud mental pública y el buen gobierno: la separación Estado-Iglesia. Lo seguiría siendo, si las leyes no hubieran involucionado. La circunstancia laica beneficiaba la educación, los servicios médicos, las finanzas públicas, la reforma agraria. La aplicación de justicia, por abusiva y represora que fuera, no llegaba disparando bendiciones y agua bendita.
El problema no consiste en ser ateo o no. Cada quien lo suyo (la libertad de cultos del ateo Juárez), sino en usar la “fe” como pretexto ético, retórica política y legislación suprahumana. Que es lo que hacen Felipe Calderón, su esposa, sus familiares y correligionarios, quienes, por cierto, resultan ser “el gobierno”. En nombre de Dios podrían criminalizar cualquier conducta individual (eso fue la Inquisición), en negación del pensamiento racional y la justicia escencial. Ganas no les faltan.
Pero basta ver el mundo. Los millares de muertes que han causado las religiones en años recientes. (Habrá quien diga que eso pasa siempre). La combinación Estado-religión es funesta. Ahí tenemos Irán e Israel como ejemplo. Una nación tan “creyente” como Estados Unidos nos acaba de recetar ocho años de terror bajo la prédica de George W. Bush y sus acólitos, cuando literalmente incendiaron países enteros en nombre de su Dios (el que asoma su ojo en los billetes de dólar). Y esas llamas no se han extinguido.
Acá estábamos mejor sin el indebido matrimonio entre el gobierno y la religión. A este empeoramiento cívico se debe agregar la hipocresía de los discursos “creyentes” de los funcionarios. Si el pecado está en meterse droga, ellos no cantan mal las rancheras, que no se hagan. Ya lo ubicaron en el sexo “fuera del matrimonio” bajo sus diversas manifestaciones adúlteras, homosexuales o paganas. En el aborto de las mujeres dueñas de sí mismas, y en las violadas, para acabarla de fregar. De allí, sin mucho trámite, el pecado aflorará, según ellos, en las protestas y resistencias sociales, por lo demás en justificado aumento.
Siempre hemos sido pecadores los mexicanos, eso que ni qué. Y muchos, ateos gracias a Dios, como decía Salvador Novo. Eso no representaba un problema con la policía o los Poderes de la Unión. Dios nos coja confesados, su regreso al gobierno no augura nada bueno para nuestras libertades.
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