A la mitad del camino sigue sin estar clara la estrategia del gobierno federal en su guerra contra el narcotráfico. Resulta también evidente que la administración no se ha tomado en serio la reforma institucional y que el nuevo modelo de enjuciamiento penal carece de promotores dentro del gobierno. Lo que se clarifica es la filosofía presidencial: la moral detrás de la guerra. En distintas piezas oratorias, Felipe Calderón ha expuesto las razones de su cruzada. Son ofensivas y preocupantes.
A principios de este año, el jefe de un Estado laico describió al país que representa como la tierra de una virgen y un santo. En aquella ocasión, el presidente mexicano abrazó integralmente la cosmovisión más conservadora y dogmática de la iglesia católica para sermonear a un país que, al desviarse de la senda natural, pagaba un castigo terrible. La familia tradicional fue retratada por el presidente como la única semilla posible de la moral. Su quiebra provocaba una estela de desgracias. Elogiándose como miembro de una familia ejemplar, declaró que la práctica del divorcio esparcía la deshonestidad y la violencia. Los infieles que rompen el pacto indisoluble destrozan la decencia, la armonía y la justicia. El presidente Calderón exhibió entonces una desconocida y peligrosa secta del crimen organizado: los narcodivorciados.
Ahora Felipe Calderón continúa su disertación moral sobre el crimen. Ha sugerido que el ateísmo está en la raíz de la delincuencia. El origen de nuestros males está en la pérdida de la fe, en lo que él llama “el desconocimiento de dios.”
En el día internacional contra las drogas, el presidente se adelantó a dictaminar las causas de la muerte de un cantante. Antes de que las autoridades y los peritos se pronunciaran sobre las causas que provocaron la muerte de Michael Jackson, el presidente lo condenó como suicida. Terrible castigo eterno estará recibiendo el vicioso. A juicio del presidente mexicano, Michael Jackson se suicidó porque consumía drogas. El veredicto presidencial fue veloz. Para el reproche moral basta el dictamen del prejuicio. Nuestro piadoso presidente se adelantó para decir que el muerto buscó su muerte por lo que, supongo, la merece.
El sermón presidencial prosiguió: las drogas proliferan porque el mundo ha perdido la fe. Si la juventud creyera, no caería. La juventud está siendo carcomida desde dentro. No solamente la corroe la falta de oportunidades, sino la falta de sentido. Más allá de los aprietos económicos, la incredulidad. Estas fueron las palabras de Felipe Calderón: “Una juventud que por sus condiciones sociales, familiares, educativas, por falta de oportunidades, tienen pocos asideros trascendentes que tienen poco que creer, que no creen en la familia, que no tuvieron; que no creen en la economía o en la escuela, que no creen en Dios porque no lo conocen.” Nótense los acentos del presidente. Creer, creer, creer, creer. La creencia como basamento de la moral; la incredulidad como fermento del crimen; la ausencia de fe como fuente del mal. Sigue el presidente: “Esta falta de asideros trascendentales hace, precisamente, un caldo de cultivo para quienes usan y abusan ese vacío espiritual y existencial de nuestro tiempo.”
En el discurso del presidente de mi país me descubro en la raíz del crimen. No me había percatado de que mi incapacidad para creer en el personaje omnipotente, ese creador de mares, volcanes, batracios y constelaciones; ese supremo definidor de vicios y virtudes que tiene la llave de la salvación y la condena eterna me convertía en enemigo de la moral y de la justicia. No sabía que mi ateísmo me convertía en cómplice de sicarios. No me había dado cuenta que mi escepticismo fuera tan pernicioso. Lo confieso: no me dicen nada las nubes de la trascendencia y, a diferencia del presidente Calderón, no tengo el gusto de “conocer” a dios. Me doy cuenta de que, a ojos del presidente de mi país no soy, simplemente, un ateo: soy un charco para la germinación del vicio. Si la guerra de Calderón contra el crimen organizado va—como debería--a la raíz del problema, entiendo que debe de ir contra mí, contra lo que mi “falta de asidero trascendental” significa para la juventud.
Eso es lo que sucede cuando se pierde la balsa común de la laicidad. La prédica sectaria agrede a quien no comparte el dogma. El presidente de mi país me ha declarado la guerra.
A principios de este año, el jefe de un Estado laico describió al país que representa como la tierra de una virgen y un santo. En aquella ocasión, el presidente mexicano abrazó integralmente la cosmovisión más conservadora y dogmática de la iglesia católica para sermonear a un país que, al desviarse de la senda natural, pagaba un castigo terrible. La familia tradicional fue retratada por el presidente como la única semilla posible de la moral. Su quiebra provocaba una estela de desgracias. Elogiándose como miembro de una familia ejemplar, declaró que la práctica del divorcio esparcía la deshonestidad y la violencia. Los infieles que rompen el pacto indisoluble destrozan la decencia, la armonía y la justicia. El presidente Calderón exhibió entonces una desconocida y peligrosa secta del crimen organizado: los narcodivorciados.
Ahora Felipe Calderón continúa su disertación moral sobre el crimen. Ha sugerido que el ateísmo está en la raíz de la delincuencia. El origen de nuestros males está en la pérdida de la fe, en lo que él llama “el desconocimiento de dios.”
En el día internacional contra las drogas, el presidente se adelantó a dictaminar las causas de la muerte de un cantante. Antes de que las autoridades y los peritos se pronunciaran sobre las causas que provocaron la muerte de Michael Jackson, el presidente lo condenó como suicida. Terrible castigo eterno estará recibiendo el vicioso. A juicio del presidente mexicano, Michael Jackson se suicidó porque consumía drogas. El veredicto presidencial fue veloz. Para el reproche moral basta el dictamen del prejuicio. Nuestro piadoso presidente se adelantó para decir que el muerto buscó su muerte por lo que, supongo, la merece.
El sermón presidencial prosiguió: las drogas proliferan porque el mundo ha perdido la fe. Si la juventud creyera, no caería. La juventud está siendo carcomida desde dentro. No solamente la corroe la falta de oportunidades, sino la falta de sentido. Más allá de los aprietos económicos, la incredulidad. Estas fueron las palabras de Felipe Calderón: “Una juventud que por sus condiciones sociales, familiares, educativas, por falta de oportunidades, tienen pocos asideros trascendentes que tienen poco que creer, que no creen en la familia, que no tuvieron; que no creen en la economía o en la escuela, que no creen en Dios porque no lo conocen.” Nótense los acentos del presidente. Creer, creer, creer, creer. La creencia como basamento de la moral; la incredulidad como fermento del crimen; la ausencia de fe como fuente del mal. Sigue el presidente: “Esta falta de asideros trascendentales hace, precisamente, un caldo de cultivo para quienes usan y abusan ese vacío espiritual y existencial de nuestro tiempo.”
En el discurso del presidente de mi país me descubro en la raíz del crimen. No me había percatado de que mi incapacidad para creer en el personaje omnipotente, ese creador de mares, volcanes, batracios y constelaciones; ese supremo definidor de vicios y virtudes que tiene la llave de la salvación y la condena eterna me convertía en enemigo de la moral y de la justicia. No sabía que mi ateísmo me convertía en cómplice de sicarios. No me había dado cuenta que mi escepticismo fuera tan pernicioso. Lo confieso: no me dicen nada las nubes de la trascendencia y, a diferencia del presidente Calderón, no tengo el gusto de “conocer” a dios. Me doy cuenta de que, a ojos del presidente de mi país no soy, simplemente, un ateo: soy un charco para la germinación del vicio. Si la guerra de Calderón contra el crimen organizado va—como debería--a la raíz del problema, entiendo que debe de ir contra mí, contra lo que mi “falta de asidero trascendental” significa para la juventud.
Eso es lo que sucede cuando se pierde la balsa común de la laicidad. La prédica sectaria agrede a quien no comparte el dogma. El presidente de mi país me ha declarado la guerra.
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